jueves, 22 de diciembre de 2011

El día de la 'drag queen' con el corazón roto

La semana anterior a las navidades se había convertido en mi particular día de la marmota. ¡Incluso parecía que sonaba la misma canción en mi radio-despertador cada mañana! Simon me pidió doblar turnos en el Sundae Nights, porque justo esos días se sucedían comidas y cenas de estudiantes y algunos trabajadores sin complejos, ávidos de un menú económico para despedirse antes de las vacaciones, unos, y fingir buen rollo empresarial, los otros. A cambio, me daba vía libre la semana siguiente para poder visitar a mi padre en Copenhague. No cesaba de pensar en paisajes nevados y galletas de canela recién horneadas cuando los primeros acordes de "Last christmas" me arrancaban del más profundo de mis sueños tras haber cerrado tarde el local la noche anterior. Parecía la única forma de convencerme de que este esfuerzo terminaría valiendo la pena dentro de unos días.
Ya me quedaban sólo un par de largas jornadas antes del viaje. El horario de comidas lo abarrotaron grupos de empleados de compañías pequeñas y jóvenes (no podría imaginarme a los directivos de alguna farmacéutica invitando a sus trabajadores a una comida navideña a base de hamburguesas y perritos calientes, la verdad); en cambio, a última hora de la tarde tuvimos a los estudiantes.

En general, hacen más ruido y pueden ponerse bastante pesados, pero a mí me hacen el trabajo más divertido. Juego a averiguar de qué facultad proceden buscando pequeñas pistas. Por ejemplo, si las patatas y los refrescos están dispuestos en una perfecta simetría sobre las mesas durante la cena, no cabe duda de que vienen de alguna Ingeniería. Si les pesco dibujando ondulaciones y figuras abstractas con el ketchup y la mostaza, sé que son los de Bellas Artes. Los más escandalosos, que convierten cada reunión en una especie de programa chillón de entrevistas sin pelos en la lengua, siempre resultan ser los de Periodismo. Y así iba entreteniendo la noche.

Terminando el postre los estudiantes, entró en el local una 'drag queen' en toda regla. En un primer segundo, todos los ojos fueron directos a las plumas violetas que adornaban su cabeza, o a las aparatosas plataformas de espejitos plateados. Pero una vez el imponente cuerpo tomó asiento en una mesa escondida en la esquina, todo el mundo volvió a interesarse por su actividad, a saber, rebañar los últimos restos de salsa de chocolate o hacerse con alguna migaja perdida de la tarta de manzana.

Observé unos instantes más a la estrambótica figura antes de acercarme a tomarle nota. Era de raza negra , y cubría sus musculosas piernas con una malla de vinilo morada. No tenía implantes en el pecho bajo el ajustado ‘body’ gris metalizado, que remataba con una gruesa cadena de eslabones de plata. De sus orejas colgaban larguísimos pendientes como de lágrimas. El maquillaje estaba calculado y en armonía con el modelito. Violetas y purpurinas metálicas enmarcaban los ojos, prácticamente ocultos por unas pestañas postizas como patas de araña. Ya en esta parte reparé en que no es que sus ojos estuvieran ocultos por la artificiosidad de las pestañas, sino que estaban verdaderamente escondidos. Deliberadamente. La misteriosa 'drag queen' miraba al suelo, y parecía triste.

Los estudiantes de la última mesa acababan de pedir la cuenta. Y justo ahora me tocaba ir a comunicarle que la cocina estaba ya cerrada… Quise hacerlo con tacto.

-Disculpa… Hemos cerrado ya la cocina…

La 'drag queen' me miró, sosteniendo todo el peso de las patas de araña que le crecían de los párpados chocolate. Tenía las pupilas enormes, y negras como cuevas. Me dieron ganas de abrazarla, pero me reprimí, claro.

-No importa. De todas maneras, no me entraría ni un bocado.

La 'drag' me contestó con un español perfecto, aunque tamizado por un elegante acento que a mí me pareció francés. Apartó la mirada para descansarla sobre el servilletero.


-¿Puedo traerte entonces algo de beber?-le pregunté, un poco inquieta.

-Un whisky doble sería perfecto.

-…Eh… Vale…


No tenía muy claro si en la dulce y luminosa Sundae Nights quedaría alguna botella de whisky. Al menos, nunca nadie lo había pedido para acompañar la hamburguesa. Pincho, el cocinero, que estaba ya recogiendo, me dijo que le sonaba haber visto una guardada en el suelo del almacén. No tardé mucho en encontrarla.

Los estudiantes salían por la puerta y yo dejaba sobre la mesa de mi último cliente un enorme vaso de whisky con hielo.


Mientras recogía las mesas y limpiaba la barra, la observaba con disimulo. El whisky iba bajando de nivel a un ritmo espectacular. Aunque mi misterioso personaje permanecía con una languidez inquebrantable, sin atisbo alguno de descomposición ante el efecto del alcohol. Había algo en su imagen que me arrancaba ternura, pese a la extrañeza del cuadro.


Decidí acercarle un pequeño cesto de patatas fritas frías que había quedado huérfano en la cocina.


-No te puede sentar bien eso si no tienes nada en el estómago -me atreví a comentar, con una sonrisa, haciendo caso omiso de ese cuestionable consejo universal de “no te metas donde no te llaman”.

La 'drag queen' torció la boca y al final le pudo una sonrisa que quiso convertirse en carcajada pero se quedó en resuello. Parecía que le hubiese costado toda una vida ese gesto.

-Gracias… eh...

-Cloe.

-Gracias, Cloe. Yo soy Latifa.


Durante las dos horas siguientes, pasaron varias cosas. Terminé de recoger todo el local, me senté con Latifa a acompañar su inadecuada cena, Pincho se fue a casa no sin antes dedicarme una mirada atónita, y apagué el luminoso exterior para indicar que el local estaba cerrado. Solo quedábamos Latifa, yo, y su dolorosa historia de un corazón roto.

Me sentí como una insensible por no haberme dado cuenta nunca de que las 'drag queen' también podían sufrir de mal de amores, como también les pasa a las estrellas de cine, aunque haya una considerable diferencia de glamour, claro. No sé de qué manera contemplamos, divertidos, a estos estrambóticos seres de la noche, y no nos los imaginamos fuera de ese escenario de brillos, alcohol, mentiras y disfraces. Como si no tuvieran una vida al cierre del club, una casa a la que volver, una factura que pagar o un beso que sentir sobre los labios. O un “ya no te quiero” esperando detrás de la puerta, como un vulgar ladrón.

El extremo de una de las fantásticas pestañas de Latifa comenzaba a despegarse y la sombra en los párpados se cuarteaba por momentos. Pasaba la medianoche, y Latifa también se estaba convirtiendo en calabaza.

Devorábamos el último pedazo de pastel de manzana, que había recalentado en el microondas tras rescatar de la cocina. El jugo de la manzana caliente bañada en crema de vainilla estallaba en mi boca, y hasta Latifa parecía haber relajado la sonrisa. La escena se había vuelto extrañamente familiar.

-Latifa, creo que vas a necesitar una manzanilla triple después de esto... –comenté.

-Ay, diablillo, si supieras lo que ha aguantado mi estómago… Esto es lo primero que he podido digerir en los últimos dos días. Gracias.

-No hay de qué, en serio.

-Oye, y Cloe… ¿no es el nombre del pez de Pinocho?

-¡No! ¡Esa es Cleo! Cle-o. Deberías revisar los clásicos de Disney, ¿no crees?

Latifa rió con ganas. Me preguntó si vivía cerca e insistió en acompañarme. Y así llegué esa noche hasta el portal de mi casa, escolatada por un fabuloso cuerpo escultórico de tez chocolate trufada de brillos, plumas y tejidos metalizados. Le hice prometerme que al día siguiente intentaría comer un poquito más. Le advertí de que a ningún hombre le gusta un cuerpo esquelético, y eso pareció funcionar.

Nos despedimos con un abrazo; Latifa me regaló una de las plumas violetas que adornaban su cabeza. Cerré la puerta pero me quedé contemplando a través de los barrotes el contoneo de su figura al andar calle abajo. Un ser de la noche con el corazón roto.

El aullido de un perro me devolvió a la realidad, aunque me pareció más bien el lamento de otro ser nocturno que, generosamente, acompañaba a Latifa hasta el lugar donde le esperaría un sueño reparador. El primero de los últimos dos días.

miércoles, 23 de noviembre de 2011

El día del Plan Universal (Anexo: La explicación de Raúl)

Como ya le advertí, Cloe no llegó a casa a tiempo de reunirse con ese chico de nombre tan raro…eh… Asier, eso. Testaruda, esa chiquilla. Supongo que al menos entendería por qué estaba él allí. O, al menos, en parte. Claro, hace un par de semanas, en la noche de Halloween, ella no pudo saber que ese chico sí había visto los carteles que ella puso para buscarle. ¡Por supuesto que los vio! Estaban por todos lados, ¡ya había que estar cegato! También supo que ese reclamo iba dirigido a él, y que la chica que firmaba, esa tal Cloe, sólo podía ser una. O quería con todas sus fuerzas que fuese ella. Esa chica que salió corriendo nada más conocerle, y que le había parecido vislumbrar repetidamente en distintos puntos de la ciudad, siempre a lo lejos, para desaparecer en el siguiente parpadeo.

La chiquilla, Cloe, le estaba esperando esa noche, sin saber que él caminaba hacia su casa, vestido con su traje de trabajo de la Casa del Terror, un moderno Eduardo Manostijeras, verificando casi con obsesión la dirección escrita en el cartel. Este chico, Asier, ¿no?, llegó hasta el portal, y entonces vio a una tropa auténtica de gente disfrazada como él. Se quedó de piedra. ¡Menuda cara puso!

Les estuvo observando un rato, desde la acera de enfrente. No parecía encontrarse muy bien. Debió de sentirse insignificante, como un clon más tirado de serie. Se sintió extraño dentro de ese traje, hasta parecerle ridículo. La vergüenza le empujó definitivamente hacia delante, pasando el portal, y decidió meterse en un bar a tomar algo, aprovechando que había también celebración de Halloween y su extravagante atuendo no llamaría la atención.

Salió de allí un rato después, sintiendo ya tristeza y arrastrando los pies. Entonces, como en otras ocasiones, divisó en la acera de enfrente, a unos metros, un reflejo de pelo anaranjado. En el parpadeo siguiente, unos brazos grandes servían de almohada a esa cabeza. No esperó a parpadear de nuevo, y sin querer sacar conclusiones, Asier volvió a casa.

Esa cabezota, Cloe, no podía saber nada de esto, ¡sólo faltaba!, pero digo yo que ahora entenderá al menos que Asier sí vio el cartel. Y que ha vuelto. Bueno, para ella nunca antes había estado ahí, claro…  En fin, que me estoy enredando mucho con esta historia y a mí, después de todo, ni me va, ni me viene. Ahí estén persiguiéndose por la ciudad o lo que les dé la gana. Yo tengo mucho que hacer, soy un hombre ocupado… Y si les sigo echando un vistacillo a las líneas de sus nombres en mi mapa, pues es por pura curiosidad, no sé, por saber cómo va a terminar esto… ¡A mi edad también tendré derecho a un poco de diversión! ¡Vamos, digo yo!

lunes, 21 de noviembre de 2011

El día del Plan Universal (2ª parte: Fuera del mapa)

Comenzamos el camino a pie, y el hombre aprovechó para echarme una buena bronca sobre la fatalidad de los chantajes a la tercera edad y la mala educación de los jóvenes del siglo XXI. Cuando, al cabo de un rato, se dio cuenta de que yo, en realidad, no era tan maleducada, dejó de resoplar y me dijo que se llamaba Raúl y que era uno de los veteranos del oficio. Subimos por el ascensor de un edificio corriente, de oficinas, y me llevó hasta la azotea. La vista era espectacular, los tejados del centro de la ciudad estaban guarnecidos por el esponjoso sol de noviembre. Raúl me hizo un gesto para que me acercase hasta el balcón.


-¿Qué ves?

-Nada. Los tejados.

Me tendió unas gafas que se sacó del bolsillo de la gabardina. Esperó a que me las pusiera y mirase de nuevo al horizonte.

-¿Y ahora?

De pronto, los tejados desaparecieron ante mí. O no, pero podía ver a través de ellos. ¡Podía ver a través de todo, de los muros, de los árboles, de las planchas metálicas! Y además, regulaba yo misma la distancia con tan sólo enfocar un punto, como si mis ojos fueran un zoom fantástico que me acercaba y me alejaba de cada objeto en cuestión de segundos. Y lo mejor de todo es que podía vislumbrar a personas, a toda la gente que yo conocía, encendidos con un halo de luz coral. Les podía ver caminando, sentados en sus casas, trabajando… Moviéndose con líneas del mismo color bajo sus pies, que marcaban su itinerario… ¡Como un mapa de vida!

-Esto es… Es… ¡Asombroso!

Así, desde un plano superior del mundo, desde fuera del mapa, pude ver a mi amiga Coco pintando su apartamento, y echando un vistazo nervioso al teléfono de forma casi compulsiva. Entendí que no debió de haber pasado la noche con Jaime, un chico al que había conocido hacía poco y que le estaba dando algunos dolores de cabeza. Sus líneas rojas marcaban luego su camino a la calle, donde, precisamente, estaba previsto que se encontrase con Mikel. Mikel tendría que llegar desde su casa, según este extravagante mapa, y tras cruzarse con Coco su nombre estaba recuadrado sobre una mesa de su café favorito.

En la parte oeste de la ciudad reparé en Simon, mi jefe americano en la hamburguesería, que estaba en el Museo de Ciencias Naturales con sus hijos, los gemelos Sean y Will. En la sala contigua, me sorprendió ver a Jaime acompañado de una chica que yo no conocía, y que estaba recuadrada con el nombre de Bea.

Las horas siguen su curso, y todos los títeres de esta ciudad cumplen su itinerario como relojes.

Mikel se sentó a tomar un café con un chico recuadrado como Pablo, y justo detrás de él, en la mesa contigua pero dándole la espalda estaba... ¿Será posible? Era Viola, una chica italiana que fue el amor platónico de Mikel durante años y que volvió a Siena para estudiar en la universidad de allí… ¡No sabíamos que había vuelto! Madre mía, se estaban dando la espalda y no podían verse, pero ahí estaban, a pocos centímetros, casi podrían rozarse con los jerseys… Miré las líneas rojas bajo sus pies y no, no habría cruce posible, Mikel se levantará y se irá por la puerta sin darse la vuelta, lo que significaba que ella no le habría visto y no podría llamarle para detenerle… ¡Mierda! Me quité las gafas y miré a Raúl, histérica.

-¿No podemos hacer nada? ¡Están a pocos centímetros y no se van a ver!

-No es relevante –me contesta Raúl, tan ancho.

-¿Cómo que no es relevante? ¡Él perdió el contacto con ella, pero la quería muchísimo y probablemente ella también a él, pero sus padres la obligaron a hacer la universidad en Italia y ….!

Raúl me miraba con una media sonrisa, como se mira a una niña que lanza su batido con rabia contra la sede del Fondo Monetario Internacional, como si con ese gesto pudiera solucionarlo todo.

-Así es como tiene que pasar.

-¡No!

-Sí, chiquilla, y ahora recuerda que teníamos un trato. Calladita, ¿te acuerdas?

Me tragué toda mi estupefacción como pude, volví a ponerme las gafas, y seguí mirando.

Coco estaba en la calle, y como se había cruzado con Mikel, la charla con él la había demorado varios minutos. Llegó tarde a sus clases de claqué en una escuela que está detrás del Museo de Ciencias Naturales. Pasó por delante del vetusto edificio barroco algo después de que Jaime y la chica a la que ahora cogía de la mano, Bea, hubieran abandonado la exposición. Bajaron a la boca de metro que nace en la misma calle del museo, y Jaime y Bea se despidieron con un beso que despejaba toda duda. Volví a arder de furia. A sólo tres metros en la vertical de ese beso subterráneo, Coco se tropezó con los gemelos, y Simon, con gran amabilidad, le pidió disculpas y agarró a sus fieras desbocadas.

Empecé a tener ganas de salir de aquel teatro de locos; al final este trabajo no resultaba tan divertido como imaginé. Eché un último vistazo a mi barrio, buscando mi edificio. De pronto, me llamó la atención un recuadro encendido justo en el portal. Su nombre estaba escrito en mayúsculas y el estómago me dio un vuelco. ASIER. Estaba frente al portal, y tocó el timbre del telefonillo. Estaba llamando a mi piso. Me giré de nuevo a Raúl y le lancé las gafas.

-¡Tengo que irme!

-Da igual, no vas a llegar. No hay mucho más que hacer.

-¡Pero…! –miré las líneas de nuevo, para descubrir que estaba en lo cierto.

-Tenías que haber estado en casa a esta hora, y entonces os hubierais encontrado, pero te encabezonaste en venir conmigo… Tampoco es relevante, no supone un gran cambio en el Itinerario General…

Me quedé con la boca abierta, no se me ocurría qué más decir…

-Y ahora, ¿me devuelves mi libreta?

Tendí el bloc al bueno de Raúl y empecé a aceptar mi derrota. Él también me había tendido una pequeña trampa.

-¿Te has divertido? –me preguntó, irónico.

-No, no tanto como creí.

Me di la vuelta para dirigirme hacia la puerta que da al ascensor. Oí a Raúl llamándome.

-¡No olvides que esto es tan cierto como tú quieras creer! En realidad, nada ha cambiado, ¿a que no?

Negué despacio con la cabeza, intentando comprender el sentido de aquello. Entonces caí en que sólo trataba de confortarme. Le sonreí.

-Me ha gustado conocerte, Raúl. Saber que sois de verdad. –el hombre asintió, complacido-. Sólo que deberías retirarte, ¿no crees? ¡No puedes ir perdiendo tus notas por ahí!


domingo, 13 de noviembre de 2011

El día del Plan Universal (1ª parte: Dentro del mapa)

Se supone que están ahí, entre nosotros. Son hombres y mujeres de gabardina gris que saben lo que va a pasar, que tienen la información suficiente para ir pronosticando cada uno de los acontecimientos, grandes o pequeños; como vigilantes que confirman que cada movimiento sucede en el sitio y a la hora esperada. Y si no es así, simplemente reajustan algún detalle para que todo vuelva al itinerario establecido. Esto no lo digo yo, claro, sino el escritor de ficción Philip K. Dick allá por los años 50. ¿Y quién soy yo para contradecir tan fecunda imaginación e inteligencia? Pues nadie, claro.


No me gusta la idea de tener un plan, de que todos lo tengamos. No me refiero a un plan cualquiera, como ir al cine, sino a EL PLAN UNIVERSAL (¡ay, madre, en qué jardín me estoy metiendo!). Resulta un incordio pensar que, hagas lo que hagas, el producto será el mismo. De hecho, nadie debe de creérselo porque, de ser así, si realmente nos tragáramos el cuento de EL PLAN, estaríamos todos tan tranquilos en casa esperando que pasaran las cosas, ¿no? Y no nos preocuparíamos ni lo más mínimo por nada porque todos los sentimientos serían superfluos. Vale, sí, hasta aquí creo que hay coherencia.  

El caso es que, pese a todo, a mí siempre me ha hecho gracia la idea de Philip K. Dick de infiltrar por las calles a personas con conocimientos por encima de lo humano, que nos contemplaran con distancia, como si fuésemos títeres pegados a un decorado. Y todo porque me daba envidia, en realidad… ¡Lo que ellos podrían saber y lo que se reirían a lo largo del día con nuestro ir y venir caótico, como trompos locos! ¡Ya me gustaría a mí ese trabajo!

Pensaba en todo esto sentada frente a la fuente del parque cercano a mi casa, disfrutando de un día luminoso y templado que se había colado a estas alturas de noviembre, y todo esto empezó porque anoche, en casa de Coco, vimos una película basada en la historia del escritor, que consiguió perturbar un poco mis sueños.

Abrí el periódico que llevaba, y antes de terminar el artículo, un hombre se sentó junto a mí. No pude evitar mirarle por el rabillo del ojo, es una manía que tengo, y tuve que contener la risa al encontrarme con un señor que rozaba los 60, vestido con una gabardina gris y un sombrero de ala en el mismo color. ¡Vaya casualidad! Recordé estos sueños en los que eres medio consciente y vas creando tú misma la historia, haciendo aparecer y desaparecer a la carta a los personajes que pueblan tu imaginación y tus deseos más secretos.

Continué a mi periódico, pero ya sin prestar demasiada atención. La idea de tener sentado a mi lado a uno de estos vigilantes supremos era demasiado tentadora para mi fácilmente excitable imaginación. Así que, en las siguientes miradas furtivas, capté su grueso bigote blanco, sus zapatos negros recién pulidos, la pluma estilográfica azul zafiro que sujetaba en una mano… Y el ligero bloc de notas que sostenía con la otra y apoyaba sobre sus piernas. Agucé la vista un poco más para descifrar los garabatos rojos de la página. Había varias líneas dibujadas a lápiz, y otras tantas en rojo con pequeñas leyendas recuadradas. Parecían líneas de autobuses sólo que no había números dentro de los recuadros, sino nombres… Probé con el recuadro más cercano a mi ángulo de visión, y parecía que podía vislumbrar una C… luego una L… Las sospechas se iban amontonando tirando de los músculos de mi espalda, cuando un tremendo viento huracanado me arrancó de cuajo el periódico y dejó al hombre sin su bloc.

Ambos parecieron cobrar vida por un momento, y los seres de papel emprendieron la carrera en paralelo a la fuente, jugándose la vida a escasos centímetros de la fatal agua, a la vez que yo me incorporaba de un salto, con más reflejos que el hombre, y me ponía a correr hasta darles alcance.

Cuando al fin lo conseguí, no pude disimular mi total desinterés por el periódico recogiendo en un gesto ralentizado el misterioso bloc. Las líneas estaban trazadas sobre un mapa de la ciudad que apenas se distinguía, y los recuadros marcaban la situación de las personas… Efectivamente, mi nombre estaba etiquetado justo encima del banco del parque del que me acababa de levantar. ¡No podía ser posible! Pero sólo podía haber una explicación…

Escuché al hombre jadeando detrás de mí y me giré con un inicio de temblor en las manos.

-¡Ya no estoy para estos trotes! –gimió-. Gracias, guapa, por cogerme la agenda. 

El hombre se acercó hasta mí tendiendo la mano, también temblorosa, hacia las hojas que yo agarraba y continuaba mirando con la boca abierta. Sólo podía haber una explicación…

-Usted… ¿Es uno de ellos, verdad?

-Mmm… ¿Cómo?

-Sí, de esos hombres con gabardina gris que vigilan y saben y reajustan. ¿Entonces es cierto?

-Ejem… Mira, chiquilla, no sé de qué estás hablando… Y ahora, si haces el favor de devolverme…

-¿Qué hace mi nombre marcado aquí? ¿En el mismo banco en el que estábamos sentados? ¡A ver si se cree que soy tonta!

 El hombre abrió la boca para decir algo, pero desistió al cabo de unos cuantos balbuceos. Resopló con fuerza.

 -¡Bah, qué le vamos a hacer! Me fallan los reflejos, esto nunca me hubiera pasado hace diez años. Sabía que la ráfaga llegaría por el este, pero me pilló desprevenido… Igual que tú, que parece mentira con la edad que tienes que sigas creyendo en cuentos… ¡Ya nadie cree!

-No es su día de suerte, me temo –le dije sonriendo-. Entonces, es todo verdad. Ustedes existen y hay un plan.

-Bueno, a grandes rasgos… ¡En fin, pero no vale la pena! Mira, tengo prisa, no puedo permitirme estar aquí explicándote nada, tengo que irme ya hacia… ejem… Así que necesito que me lo devuelvas.

Miré el pequeño bloc, y luego al hombre. Me di cuenta de que era mi oportunidad.

-Quiero ir con usted.

-Ni hablar, chiquilla.

-Pues entonces se queda sin sus notas.

Al hombre le cambió el color de cara al amarillo matarratas. Yo luchaba por reprimir mi satisfacción. Le tenía atrapado.

-Venga, chiquilla, ¿no te das cuenta de que es algo importante? No juegues con esto o te quemarás…

-Sólo le pido un día. Quiero ir con usted y ver lo que hacen durante este día. No es gran cosa, a mí luego nadie me creerá aunque lo cuente, ¿no? Le aseguro que no le molestaré más. Pero si no me concede este pequeño capricho, también le aseguro, y no se crea que me estoy tirando el farol, que desapareceré de aquí corriendo con sus notas inmediatamente. Usted decide.

El hombre siguió titubeando; visiblemente estaba pasando un rato de perros.

-No creo que a sus superiores les haga mucha gracia saber…

-¡¡¡¡Basta ya!!! ¡Está bien, niñata del demonio! Vienes conmigo, te quedas calladita, haces lo que yo te diga, me devuelves el bloc, y cuando yo lo diga, te evaporas y olvidas todo esto. ¡Esas son mis condiciones!

-¡Me alegra que haya entrado en razón! Yo le sigo.


(Continuará)

sábado, 5 de noviembre de 2011

El día de los corazones de galleta de Halloween (La noche)

Una vez pegadas las cuartillas-reclamo en un intento de volver a conectar con Asier, ya no había mucho más que pudiera hacer salvo preparar la fiesta de Halloween de la noche. En realidad, ya después del arrebato de romanticismo, calculé las posibilidades matemáticas de que él pudiera ver en las próximas horas uno de los carteles (posibilidad de que estuviese en la ciudad x posibilidad de que estuviese en el corto diámetro de mi barrio x posibilidad de que un papel con un montaje en blanco y negro llamase su atención), y de que, de ser así, se encendiese un recuerdo en su interior que le obligara a apuntar la dirección y dirigirse hasta mi casa esa noche. No eran gran cosa, la verdad. Aún así, notaba cómo mis músculos se agarrotaban progresivamente, cómo mi estómago parecía albergar una verbena y, por mucho que me resistiese, no podía escaparme del hecho de que me estaba poniendo algo nerviosa, ya fuese por un sexto sentido que me mantenía en guardia ante la noche de Halloween, ya fuese por mi bulliciosa e indomable imaginación, capaz de darme la lata en los momentos menos oportunos.

Así que me lié a preparar, con la ayuda de mi amiga Coco, brebajes, gelatinas y otros manjares de aspecto terrorífico para acompañar las galletas de corazón de Eduardo Manostijeras. Quedaron muy logrados unos chupitos sangrientos, hechos con vodka tintado en granadina y con un lichi a modo de ojo en el fondo del vaso. Tan emocionadas estábamos Coco y yo ante nuestra creación, que nadie más pudo disfrutarla, ya que mis extraños nervios y las ganas de mi amiga de empezar la fiesta cuanto antes aunaron su malicia para hacernos caer en la tentación como débiles chinches. Glup.

Después llegó el momento de disfrazarse. Me puse una peluca de largos mechones rubios y un vestido de verano blanco intentado el más difícil todavía de convertirme en Winona Ryder por esa noche. Coco, por otra parte, se ciñó un mono de malla negro al que pegó un enorme número en porcentaje recortado en cartulina Me explicó que se vestía de euríbor, que era lo que más miedo daba a la gente estos días.

Un par de horas más tarde empezaron a llegar nuestros amigos. Y otro par de horas después, el timbre seguía sonando, y cada vez que abríamos la puerta, aparecía alguien vestido de Eduardo Manostijeras reclamando su corazón de galleta.

¡Cómo pude ser tan imbécil! Medio barrio se había dado por aludido con mi cartel y se iban apiñando poco a poco en el breve salón de mi casa, como una siniestra reunión de clones devoradores de galletas. Coco se vio obligada a contarle la historia a nuestro amigo Mikel, para que nos ayudara a interrogar a esa panda e ir haciendo criba. Los disfraces estaban realmente conseguidos, y por eso me fue imposible identificar de primeras a Poli el Lechugas, el frutero del barrio, o a Pincho, el cocinero del Sundae Nights, que habían visto el cartel y, al leer mi nombre, les pareció una idea brillante lo de venir a darme una sorpresa.

Ya después de eso, nada había en ese salón que pudiera alterarme. Los chupitos sangrientos habían logrado serenarme del todo, y el azúcar de las galletas mantenía mi energía por las nubes. Pero el piso se iba desbordando de gente, no era capaz de distinguir una sola cara conocida y decidí escaparme a respirar el aire de la calle durante unos minutos.

La madrugada era fría y sólo había cogido una chaqueta vaquera, así que envolví mi cuello con los largos mechones rubios de la peluca a modo de bufanda y me puse a caminar para entrar en calor. A los pocos metros, alguien berreaba detrás de mí.

-¡Clooooooooooooooooooooooe!

Era Mikel, vestido de Jack el Destripador. Llevaba en una mano una botella y en la otra, una de mis enormes chaquetas de lana. Tres tallas más grande. Me giré justo para ver a mi amigo zigzagueando en mi busca. Se reía como un tonto. Como un tonto que se había bebido el vodka restante de los chupitos sangrientos. La verdad es que tenía su gracia.

-Ponte esto, que vas a coger frío –soltó nada más alcanzarme, tendiéndome la chaqueta. Mikel tenía esa manía de ser como una madre, pero con cromosomas XY y sin haber pasado por embarazos. Le salía natural.

-Mikel, creo que ésta es la primera vez que te veo borracho. ¿Qué has estado bebiendo?

-Un poco de esto… un poco de lo otro… Uno de los Manostijeras me ha preparado una mezcla con no sé cuántas cosas… ¡Deliciosa! –estalló en una mayúscula carcajada con la consiguiente descoordinación de sus extremidades que casi me arrastra al suelo.

Le ayudé a recomponerse y le obligué a sentarse un rato conmigo, en las escaleras de un portal, a la vez que le convencí de que me diese la botella que llevaba en la mano. Sólo era ponche, y me pregunté de dónde habría sacado esa bebida de quinceañera.

-Ni rastro, ¿eh? –volvió a hablar.

-¿Cómo dices?

-Que no está aquí quien buscas.

Dudé unos segundos mientras retorcía con saña uno de los mechones rubios de fibra sintética.

-Ah… Ya. Bueno…

-Mira lo que me vas a tener que agradecer… -me cortó mientras rebuscaba algo en sus bolsillos.

Unos segundos después, me enseñó tres corazones de galleta.

-¡Son los últimos! Uno es para ti, otro para mí, y el tercero, para cuando él venga a recogerlo… Porque vendrá algún día, lo sabes ¿no? Y no hará falta pegar ningún cartel.

La verdad era que no lo sabía, y él tampoco, pero en ese instante me dio igual; su ternura de amigo incondicional me había conmovido, y eso, al menos, era real y estaba ante mí, en aquel portal de una extraña noche de Halloween. Le abracé con fuerza y nos acurrucamos como dos gatos noctámbulos. Devoramos nuestras galletas en silencio, y de pronto, un ruido de tuberías reverberó en su estómago.

-Ups, creo que voy a vomitar.

Cuando subimos a casa de nuevo, me las apañé para echar a la alocada manada de Eduardos, y despedí a mis amigos con la excusa de que a Mikel le había sentado mal la bebida y necesitaba acostarse. Le preparé un puf maravilloso que se convierte en cama, y a los segundos estaba ya roncando. Guardé la tercera galleta en una antigua caja de bombones, por si acaso.

Esa noche soñé que bailaba con Eduardo Manostijeras bajo la nieve, y a la mañana siguiente me desperté como si el viento me hubiera estado haciendo cosquillas en los pies.  

martes, 1 de noviembre de 2011

El día de los corazones de galleta de Halloween (La mañana)

Halloween llegó este año así como de repente, sigiloso y sin avisar. Los turnos de trabajo en el Sundae Nights no estaban ayudándome mucho a finalizar el libro de recetas, y cuando empecé a ver todos los escaparates vestidos de cortinas naranjas y telarañas algodonosas, me pareció una excelente idea incorporar un capítulo temático que incluyese el bocado perfecto ligado a alguna película clásica de estas fechas. Me pasaba las horas de servicio de mesa en mesa con mi imaginación bullendo de míticas cintas de terror, repasando las escenas que recordaba en busca de alguna gelatina, un ponche  o un pastel de calabaza para incluir en el libro. Hasta que di con ello. La imagen me llegó como si un elefante acabase de entrar en una cacharrería, y resultó perfecta. ¡Las galletas-corazón de Eduardo Manostijeras!

Con la previsión de que tenía libre el día festivo, me puse a experimentar en los pocos ratos ociosos con masas y distintas proporciones entre azúcar y mantequilla, después de haberme agenciado unos moldes con forma de corazones y estrellas, y mi piso se convirtió en toda una factoría de dulces en tan solo un par de días. Mi amiga Coco, que huele a leguas la posibilidad de una fiesta, me convenció de que, ya que tenía esa ingente cantidad de repostería, lo menos que podía hacer era celebrar Halloween en casa invitando a todos nuestros amigos. Eso sí, la etiqueta requería disfraz terrorífico a todos los asistentes, no como la última vez, allá por el año 2001, cuando terminamos Coco y yo vestidas de Drácula en el sofá de su casa, viendo Bambi más solas que nada mientras nos despegábamos las palomitas que se nos quedaban atravesadas en los colmillos de plástico.

Ahora que la noche de las calabazas dentadas se había puesto de moda, mis amigos parecían más receptivos a la fiesta y se comprometieron enseguida a asistir, así que Coco y yo nos dedicamos a los preparativos desde por la mañana.

Antes de seguir, tengo que confesar algo. Lo que no le conté a nadie, ni siquiera a mi mejor amiga, es que la imagen de Eduardo Manostijeras y su corazón de galleta me había traído otra escena a la cabeza. Asier. El día que le conocí*, escondido en la Casa del Terror del parque de atracciones, vestido como el héroe imposible de Tim Burton. El traje negro de hebillas, los ojos maquillados como cuevas, los labios encendidos como bolas de navidad… También pensé en cómo volvimos a cruzarnos, en ese extraño episodio en el que me las apañé para ayudarle a salir de un siniestro bucle de gente** que anidaba en el centro de la ciudad; en cómo llegué tarde y no pude retenerle, por segunda vez. Y justo otra vez me enfrento a él, a las fotos de mi memoria, tan solo días después de haber recordado la leyenda de los hilos*** a causa de un pinchazo en mi corazón. Sólo es posible el encuentro.

De pronto, esa idea se disparó dentro de mí como un cohete espacial. Si sólo era posible el encuentro, si los hilos ya estaban tirando para restar metros de distancia, cualquier ayuda extra iría dirigida al mismo propósito, ¿no? El caso es que ni lo pensé, busqué inmediatamente fotografías de Eduardo Manostijeras en internet, imprimí mi favorita y realicé un sencillo montaje del que hice múltiples fotocopias tamaño cuartilla. Aprovechando el buen tiempo y que Coco bajaba al mercado a comprar calabazas, salí corriendo a empapelar todas las farolas y marquesinas que un diámetro razonable me permitía. Cuando terminé, y para justificar ese tiempo, me pasé por un par de tiendas donde compré toda clase de telarañas y farolillos con forma de murciélagos.

A la vuelta del mercado, Coco no pudo resistir la tentación de acercarse a una cuartilla pegada a la parada del autobús 54, que, en blanco y negro, dibujaba la cara de Eduardo Manostijeras sobre un imperativo en letras picudas: “¡Ven a por tu corazón de galleta!”. Bajo esta línea, en un tipo mucho más pequeño, la firma de una tal Cloe junto a su dirección postal.

Coco subió con los ojos entornados. No hace falta decir que tuve que contárselo.

 (Continuará)


 * El día que cumplí la profecía (2ª parte)

** El día del Ocho (2ª parte)

*** El día de la leyenda de los hilos

jueves, 27 de octubre de 2011

El día de la leyenda de los hilos

¿De dónde viene el amor? Aún me recuerdo de niña haciéndole esta pregunta a mi abuela Dorte, la danesa, durante unas vacaciones junto a mi padre. La abuela Dorte era alta y espigada, sin dar la sensación de fragilidad; tenía los ojos como aguamarinas y una melena lisa, en rubio ceniza, que siempre llevaba atada en la nuca con cintas de colores. También con ella utilizaba una mezcla de su idioma y el mío, como hacía con mi padre. Ella aprendió algo de español por un malagueño del que se enamoró locamente un verano en la costa del Sol. No le volvió a ver. Mi abuelo, todo un vikingo al que conoció años después, la hizo muy feliz, pero resulta curioso cómo, tras nacer mi padre, éste repetiría el patrón una generación después perdiendo la cabeza por una mujer española, mi madre. Como si el amor frustrado de mi abuela Dorte hubiera encontrado por fin su camino a través del corazón del hijo. Mi madre no resistió la fría vida escandinava, pero eso ya es otra historia.

El caso es que, como decía, me recuerdo frente a la abuela Dorte, sentadas las dos en su jardín, con esa gran pregunta. ¿De dónde viene el amor? Lo había visto ya en algunas películas, también pintado sobre lienzos y escrito en muchos de mis cuentos, pero nunca nadie explicaba de dónde venía. Quiero decir, por qué una persona en concreto se enamora de otra. De otra con una combinación de cromosomas totalmente única, que la diferencia de los demás. ¡Yo sólo quería saber por qué era esa persona! ¿Por el color del pelo, por su aroma, o quizá por el modo de dibujar historias en el aire con las manos mientras habla? No lograba entenderlo.

La abuela Dorte comprendió enseguida el sentido de mi pregunta, y me confesó, con mucho misterio, que la clave estaba en los hilos.

Los hilos procedían de una antigua leyenda que contaban los habitantes de la extraña isla de Mon, un enigmático trozo de tierra con paisajes lunares al sudeste del país, según la cual los humanos estamos compuestos por una parte matérica, visible –nuestro cuerpo-, y otra invisible y con cualidades mágicas. La idea filosófica del alma cobraba para ellos la forma de hilos, de delgadísimas ramificaciones que se prolongaban desde nuestra parte física y flotaban a nuestro alrededor, envolviéndonos y protegiéndonos. Estos hilos son mágicos, me aseguró la abuela, y también los auténticos responsables del amor.

Los hilos permanecen irrevocablemente ligados a nuestro cuerpo mientas éste está lleno de vida, y por tanto, nos acompañan allá donde vayamos. Yo me los imaginaba como una estela maravillosa con la forma de espaguetis.

Cuando andamos por la calle, o jugamos en un parque; cuando estamos sentados en un cine o saltando olas en el mar, nuestros hilos y los de las personas que nos rodean flotan en el mismo espacio invisible en un orden casi perfecto. Hasta que un hilo se enreda con otro hilo. El enredo se produce a corta distancia, por supuesto, y es imperceptible para las personas implicadas. Solo aquellos poseedores de un sexto sentido son capaces de percibir algo en ese mismo momento, de entender que algo acaba de cambiar. La abuela Dorte me contó que puede suceder en cualquier momento, simplemente al cruzarte con alguien por la calle, sin necesidad alguna de detenerse; las terminaciones de unos hilos con los otros podrían quedar entrelazadas.

Entonces, los hilos quedan ligados sin importar la distancia física que a continuación separe a ambas personas. Las dos siguen haciendo su vida normal, y los hilos van desenrollándose como de un carrete hasta que llegan a su límite. Clic. Es el tirón, que marca el fin de la distancia.


El tirón y el encuentro

El tirón siempre se percibe de algún modo físico, aunque pocos aciertan a distinguirlo. Suele presentarse como un pinchazo, e interpretarse como algo fortuito. Los habitantes de Mon creían que el verdadero tirón se sentía siempre en forma de punzada en el corazón.

A partir del tirón, los hilos no pueden separarse más y ejercerán una fuerza de atracción mágica hasta reunir a sus dueños. En ese punto sólo es posible el encuentro.

 ¿Y por qué unos hilos se enredan y otros no? Fue mi inevitable segunda pregunta. La abuela Dorte encogió entonces los hombros, y, con una paciencia sobrehumana, me habló de cosas que en aquel momento no entendí mucho, como el azar, las energías o el destino, ya no me acuerdo muy bien. Pero no me importó demasiado no entender eso, porque acababa de encontrar la explicación que yo necesitaba para comprender cómo surgía ese hechizo entre dos personas.

 Me encantó descubrirme como un ser mágico, parecido a los que salían en mis libros de fantasía, toda rodeada por delicados hilos invisibles. Adoraba la historia de los hilos, y hacía que me la relatara una y otra vez, cada vez que la veía. Creo que, en algún punto, la abuela Dorte debió preocuparse por mi fijación con la historia, y un día decidió mostrarme su lado oscuro. Me dijo que los hilos no siempre eran infalibles, y que algunos enredos se producían con hilos tan frágiles que se rompían antes incluso de llegar al tirón. Me lo contó con los ojos en otra parte, muy lejos de su habitación, seguramente pensando en ese hombre del sur a quien nunca pudo encontrar. Los hilos entre ellos se rompieron antes de tiempo.

Reconozco que la abuela fue muy perspicaz al desmitificar para mí la antigua leyenda de la isla de Mon, de lo contrario, presiento que mi vida hubiera girado permanentemente en torno al deseo de ese tirón, de esa obsesión con el enredo de los hilos.

Ya tenía casi olvidada la historia, acolchada por telarañas en mi memoria como un bonito recuerdo de mi abuela, nada más. Hacía años que ni se me pasaba por la cabeza… Y justo por eso, me extrañó profundamente que fuese la leyenda de los hilos lo primero en lo que pensé cuando, hoy mismo, mientras untaba el pan tostado con mermelada de mora para desayunar, un claro pinchazo atravesó el centro de mi pecho. Solté el cuchillo de un respingo. Ahora sólo sería posible el encuentro, ¿no?

martes, 25 de octubre de 2011

El día de la tarta de manzana y la colección de problemas resueltos

La primera semana de trabajo en el Sundae Nights pasó sin mayores sobresaltos tras esa dudosa inauguración triunfal que se saldó con el camarero más experimentado en el baño de su casa durante 24 horas por culpa a una diabólica infusión de hojas de sen. De algún extraño modo, Simon, el dueño del local, quedó satisfecho con mi capacidad de reacción ante situaciones de emergencia y me proporcionó un contrato indefinido, algo digno de celebración en estos tiempos.

En los días siguientes, me fui adaptando a los cambios de turno y los horarios de jaula de grillos que debería terminar compaginando con mi vida de escritora e investigadora culinaria -¡por llamarlo de alguna manera bonita y alentadora!-. Soy consciente de que ha pasado poco tiempo, pero ya he sido capaz de elaborar una lista de mis cinco cosas favoritas como camarera sobre patines en esta hamburguesería de película. Ahí va:

1. La porción de tarta americana de manzana recién hecha por Pincho que consigo zamparme, sin que nadie me vea, en los pocos segundos de serenidad que me dejan las comandas recién servidas en las mesas. La manzana caliente derrite el helado de vainilla y todo parece arreglarse dentro de mi cuerpo cuando esta delicia desciende por mi garganta. Mmmmm…

2. El momento en que del hilo musical se escapan las primeras notas de Summer nights, canción estrella de la banda sonora de Grease. Suena cada día, una vez al menos, y me recuerda a mis primeros bailes del colegio, a faldas de vuelo en tonos pastel, a las fiestas de pijama con mis amigas del instituto y al sabor de las tortitas con caramelo que aprendí a hacer en esa época.

3. El gesto con el que Pincho huele cada día las frutas del bosque que usa para preparar los batidos, para comprobar si están perfectamente frescas. Se acerca un buen puñado a escasos centímetros de la nariz, sujetando las bayas suavemente entre sus manos, como si se tratara de un bebé, cierra los ojos e inspira. Si sonríe, es que todo está como debería. Le pillé un día en esta estampa, y ahora ya intento no perdérmelo nunca. Resulta sexy y adorable a la vez.

4. La sensación de quitarme los patines al finalizar la jornada y comenzar a caminar nuevamente a pie. Es como si flotara y continuara deslizándome sobre la acera, más ligera que nunca.

5. Contemplar a un par de estudiantes de grandes gafas estilo años ochenta, que vienen en días alternos, piden un par de coca-colas y se tiran dos horas haciendo extraños garabatos en papeles mientras el humo no cesa de salir de sus cabezas. Intentan resolver complejos problemas matemáticos o físicos, y siempre se despiden con un gesto triunfal tras haber dado con la solución entre los dos. Suelen olvidarse de algún papel grabado con fórmulas, que siempre acabo recogiendo para guardarlo con mimo en una carpetilla de plástico naranja.

Se me ha ocurrido que esa va a ser mi colección de problemas resueltos, y espero que un día me proporcione la pista para dar con la solución para los míos. Quién sabe si estos dos chicos ya han comprendido el sentido del universo, y ese enigma que ya no lo es se descabeza aquí mismo, entre mis manos, plegado contra el plástico de una humilde carpetilla.

viernes, 21 de octubre de 2011

El día en que un marciano se encargó de atender un bar

Mis primeras veces, así, en general, siempre tienden al desastre, en particular los primeros días en un trabajo nuevo. Todo lo malo que podría suceder, de alguna insólita manera, termina ocurriendo, así que la experiencia previa me ha enseñado a estar preparada para todo cada vez que me enfrento a un nuevo primer día de trabajo. Tengo que admitir que ser capaz de servir mesas sobre unos patines de ruedas en paralelo, sin tropiezos ni bandejas volando por los aires, no dejaba de ser una provocación mayúscula para unos hados con tanto sentido del humor como los míos. Por eso no me extrañó advertir un sutil tembleque en mis piernas mientras me dirigía, por primera vez, al Sundae Nights a trabajar.

El americano Simon, mi rollizo nuevo jefe, mostró su piedad conmigo y, por ser el primer día, me levantó la regla de tener que utilizar los patines de bota blanca con lazos rojos. Enseguida me puse la camisa y la falda que llevaba por uniforme y él pasó a enseñarme dónde estaba cada cosa y cómo realizar bien la tarea para la que me había contratado. Me presentó a Martín, encargado de atender desde la barra, y a Pincho, el cocinero, que había recibido un curso rápido de cómo preparar las más deliciosas hamburguesas y auténticas tartas de queso neoyorkinas. Todavía era pronto, y no había más que un anciano del barrio despistado bebiendo un café a pequeños sorbitos apoyado en la barra, con lo que aproveché para familiarizarme con el lugar y charlar un poco con mis nuevos compañeros.

Martín tenía bastante experiencia previa como camarero, a pesar de su juventud, y se comprometió a enseñarme a tirar bien la cerveza y algunos trucos básicos para no terminar con la espalda destrozada. Esta sabiduría, sin embargo, no le estaba aportando calma para el día de apertura del Sundae Nights, y se movía histérico de un extremo a otro para asegurarse de que todo estaba donde debía estar y no verse abrumado por la presumible posterior avalancha de clientes hambrientos y sedientos desde la barra. Le ofrecí prepararle una tila doble para que se centrase, y de paso así aprender a manejar la máquina de café, cosa que le pareció muy bien.

Una hora después, cuando los primeros clientes comenzaron a entrar, Martín había apurado la taza y se le veía más calmado, yo ya estaba en mi puesto con mi mejor sonrisa a petición de Simon y Pincho comenzaba a calentar el aceite preparado para el aluvión de patatas fritas que se le venía encima y batía con fuerza la leche para aligerar los batidos.

Conseguí llevar mis primeras comandas sin equivocarme, poniendo a cada cual lo suyo y con la rapidez suficiente para que no les diera tiempo a aburrirse ni que se quedasen frías las viandas. Todo parecía fluir, y Simon nos dijo que iba a hacer unos recados cerca de allí. Fue salir nuestro jefe por la puerta, y darme cuenta de que Martín se estaba poniendo lívido. Su cara era como una vela, y los ojos se le desencajaban por segundos. ¿Martín?

Me acerqué rápidamente, y antes de que me respondiera, salió huyendo despavorido al final del pasillo con las manos sujetándose la tripa. Ay madre.

Hojas diabólicas

Esa fue solo la primera de las carreras que se pegaría el pobre Martín durante la siguiente media hora. A Pincho se le quemaron un par de tandas de aros de cebolla por la distracción de ver al otro como una bala pasando frente a la ventana que daba a la cocina, y yo empecé a repasar con Martín, en los escasos minutos en los que no estaba encerrado en el baño, lo que había comido hasta ese momento. Se me encendió de pronto una bombilla. La tila.

Me acerqué a la cocina para inspeccionar el cubilete de las infusiones, de donde había sacado la tila. Entre las infusiones, encontré unas bolsitas de una planta que no me sonaba de nada, hojas de sen, leí, y le pregunté a Pincho qué era eso. El cocinero puso cara de preocupación, y me dijo que, si eso era lo que Martín había tomado, ya podíamos mandarle a casa porque esa infusión le mantendría ocupado depurando su cuerpo durante el día entero. Radical.

Corrí a buscar la taza abandonada por Martín, en la que yo le había preparado la infusión, casi pidiendo a las fuerzas superiores del universo que la diminuta etiqueta de cartón que cuelga de la bolsita de hierbas pusiera claramente “tila”. Cuando descubrí esas tres palabras ahí grabadas, “hojas de sen”, me dieron ganas de meter la cabeza en la ralladora de queso. ¡Mierda!

Fui a buscar a Martín al baño y le dije que tenía que irse a casa, que le había preparado por equivocación una infusión de un fuerte laxante, y que ya me encargaba yo de todo, que así no podía estar. El camarero desapareció de allí doblado, sujetándose la barriga con todo el largo de los brazos, tras llamar nosotros a un taxi para que le dejase en su casa lo antes posible. Me sentía fatal. ¡Aunque a quién se le puede ocurrir colocar esas bolsitas de hojas diabólicas junto a las inofensivas manzanillas y poleos!

Por otra parte, con todo este lío se nos había echado encima el primer pico de hora punta, las meriendas de los estudiantes que salían de la Facultad de Geología, y la barra empezó a estar invadida por caras de post-púberes que exigían sus hamburguesas y cafés helados.

Me aposté detrás de la barra, los ojos saliéndose de sus órbitas, sin poder evitar acordarme de estas películas de zombis donde la masa de trapillo y carnes sueltas acaba con la pobre víctima paralizada por el terror.  No quería ser devorada por pardillos de primero de carrera. ¡No! Entonces empecé a moverme, sin pensar, solo a moverme como una loca para poder aplacar a las turbas.

En esa tarde, debí de servir cafés hechos con coca-cola hervida, batidos de té caliente, patatas fritas con sirope de chocolate, hamburguesas con guarnición de helado y perritos calientes rellenos únicamente de pepinillos en vinagre. Pincho, desde la cocina, hacía lo que podía, pero no logró dar más de sí. Y prefirió, sabiamente, cerrar los ojos para no ver cómo de pronto, esa camarera de pelo cobrizo encoletado, se convertía en el marciano Gurb de Eduardo Mendoza atendiendo la barra del Sundae Nights.


Nota añadida posteriormente: Los clientes de aquella tarde consideraron las meriendas servidas de tal originalidad, que las semanas siguientes no dejaron de felicitar a Simon por su atrevimiento y seguían reclamando sus cafés de coca-cola hervida… En lo que a mí respecta, me cambiaron el contrato de prueba a indefinido y Martín, contra todo pronóstico, volvió a dirigirme la palabra.

lunes, 17 de octubre de 2011

El día del pataplof

Nos miramos, cada contrincante en un extremo del pasillo. Yo soy más alta, pero ellas más rápidas. Digo ellas, porque encima son dos. Dos contra una. ¿Qué clase de justicia puede ser esa? Me acerco y las veo retroceder con un rápido gesto, confabuladas, pasándose la siguiente jugada como por telepatía. O como si fuesen partículas gemelas de física cuántica, a las que no les hace falta ni mirarse para interpretar la misma información a la vez. Me abalanzo sobre ellas en un intento de sorprenderlas, pero con un afilado silbido doblan la esquina del pasillo hasta desaparecer ante mi cara de estupefacción.
Las botitas blancas que Simon me entregó junto con un contrato de trabajo en el nuevo diner americano de mi barrio Sundae Nights se han convertido en toda una amenaza desde que llegamos a casa. El primer día no quise agobiarlas, de hecho les dejé trastear alrededor de las habitaciones, para que fuesen sintiéndose cómodas. Hasta me parecían simpáticas viéndolas deslizarse sobre el viejo parqué, haciendo laboriosos giros y atolondrados frenazos cada vez que creían atisbar algo interesante, ya fuese un trozo de caramelo, una brizna de espumillón de las navidades pasadas –ups- o alguna mariquita que perdió su rumbo. Incluso empecé a pensar que la mirada burlona con la que me saludaron la primera vez que nos vimos, colgando ellas de la mano de Simon, había sido una burda imaginación de las mías. Confieso que me sentí culpable y hasta algo paranoica. Pero aaaaaah… Por algo deben decir eso de las primeras impresiones…

Un día me pareció tiempo suficiente para que disfrutasen de su nueva casa y descansasen un poco. Así que juzgué oportuno probármelas esta misma mañana y practicar un poco el arte del patinaje en los pasillos de mi casa, primero, y si la cosa se daba bien, bajar al parque por la tarde.

Que no fuese capaz de mantener el equilibrio los primeros minutos, después de años sin subirme a las cuatro ruedas en paralelo, estaba dentro de lo esperado. Lo que se salía totalmente del guión era que las botitas decidieran que querían seguir viviendo su independencia plenamente.

Como si me hubiesen leído el pensamiento, primero se escondieron detrás del cesto de la ropa sucia de mi habitación, y me tuvieron una hora buscándolas como una desesperada, y no contentas con esto, cuando al fin las localicé, las malvadas salieron como cohetes en dirección al salón, donde me impusieron un juego del escondite en el que siempre me la quedaba yo. Enternecedor.

Un rato después de aquello, la gota de sudor se precipita por mi frente y solo se me ocurre una cosa. Divide y vencerás. Escondida ahora yo tras la puerta de la cocina, con la ayuda de una vieja lata de galletas consigo atrapar a una de las botas, la más despistada. ¡Mía! Se revuelve como loca e intenta pincharme con los ganchitos que ciñen los cordones en la parte superior, sin éxito. ¡Ja!

Embuto mi pie en ella, la acordono bien y me pongo en pie haciéndome cargo del desnivel. Ingenua de mí, ¡cómo iba a sospechar que el caprichoso patín no se había dado aún por vencido cuando de pronto inicia una frenética marcha que voy siguiendo a duras penas, asustada y casi a dos cuerpos por detrás de mi pie rodante! Gira bruscamente casi frente a la puerta de entrada, se prepara para un sprint en el pasillo, vuelve a girar,  y, ya notando el corazón en la base de mi garganta, interpreta una cabriola que me hace imposible evitar la zancadilla con la mesa bajera para terminar besando el suelo. Pataplof.

Auch. Qué dolor. Levanto levemente la cabeza para encontrar todo mi cuerpo empotrando contra la madera antediluviana. El corazón está acelerado del susto y noto que la sangre me palpita en la rodilla derecha, donde descubro una herida de las feas. Auch. Me incorporo con cuidado, para al menos permanecer sentada sobre el suelo, y me crujen los huesos en la espalda, recordándome que ya no tengo edad para estos juegos. Y tienen razón, así que me ayudo de las manos para masajearme suavemente la base de la columna.

Entonces, dirijo la mirada hacia la puerta, y allí la encuentro, a la otra bota, la que no se había dejado atrapar, contemplando toda la escena. Me sube un escalofrío de primeras y reculo unos centímetros; cómo fiarse de que no vaya a rematar la faena después de la que me ha liado su gemela. Pero permanece tranquila, y en unos segundos se mueve suavemente hacia mí, y a pesar de mis reticencias iniciales, acierto al percibir algo distinto. Se acerca a su gemela, y luego continúa explorando mi pierna dolorida y junta su flexible piel blanca con la mía como acariciándome. Entiendo que se siente culpable de la tremenda caída y que me pide perdón, porque en realidad no pretendían llegar tan lejos. Creo que es su forma de prometerme de que no lo volverán a repetir. Y qué le voy a hacer si soy así de tonta, que con un besito, aunque proceda de un rebelde patín, se me pasan todos los males.

jueves, 13 de octubre de 2011

El día de las botitas blancas

Dicen que la ingenuidad y los sueños se acaban el día que necesitas pagar el alquiler o hacerte cargo del bienestar básico de otros. A todo el mundo le llega, a unos antes y a otros más tarde, y yo no podía escapar a esa regla universal, por muy pelirroja y bicho raro que fuese.

El día que me di cuenta de que el pequeño adelanto económico que el Gordo y el Flaco, mis queridos editores, me habían pagado por la redacción del libro de cocina, había llegado a su fin, al igual que mis exiguos ahorros, es el día que entendí que había que cambiar de estrategia si quería sobrevivir. Así que a ello me puse.

Comencé a dar vueltas por mi barrio, en busca de carteles pegados en comercios donde solicitasen nuevos empleados o de algún cotilleo en la panadería que me diera la pista para conseguir ese ansiado trabajo. Por encima de todo, me repetía, necesito pagar el alquiler. Y que ese trabajo me permita unas horas libres para terminar de una vez de escribir el libro, si no quería acabar brutalmente asesinada por un ataque de cólera del Gordo y el Flaco.

Precisamente al pasarme por la frutería del barrio, Poli el Lechugas me comentó que en una de las calles aledañas estaban a punto de abrir una hamburguesería fashion, de esas. Agradecí la indicación y hasta allí me dirigí, para descubrir un local de brillo plastificado al que estaban dando los últimos retoques. Tuve la suerte de conocer ahí mismo al encargado, Simon, que no Simón, porque era americano. Se había instalado en la ciudad tras casarse con una española, me contó al rato. El caso es que Simon, con su cara rolliza y pecosa y sus ojos enmarcados en la fina montura roja de sus gafas, me hizo solo una pregunta: ¿Sabes patinar?

Un consejo muy común para afrontar una entrevista de trabajo, es aquello de decir que sí a todo lo que te pregunten. ¿Podrías trabajar en fin de semana? . ¿Te parece bien el sueldo que te proponemos? . ¿Conoces este programa de diseño? . Así que, antes siquiera de que me diera tiempo a pensar en las consecuencias que mi respuesta podría entrañar, mis labios se movieron solos estirándose hacia ambos carrillos para articular en un silbido un rotundo sí.

Ni siquiera debí pestañear, así que Simon, que había dejado un instante de silencio para que yo preguntase extrañada los motivos de ese requisito, se lanzó a explicarme que quería recrear la imagen prototípica del diner americano, con sus mesitas de aluminio de acabado romo, sus cestitas de plástico a rebosar de patatas fritas y cómo no, sus camareras patinadoras. Comprobé que, efectivamente, el local era lo suficientemente amplio como para poner en marcha una idea tan disparatada como esa, con lo que deduje que nadie le haría bajarse del burro a este hombre.

Me despedí del rollizo Simon después de que él hubiera anotado bien todos mis datos para resolver el papeleo y que pudiera empezar este mismo fin de semana. Ya salía por la puerta cuando me gritó: ¡Espera! ¡Olvidas algo!. Ese algo colgaba de su mano derecha y era un par de patines de bota blanca y lazadas rojas, igualitos a los de mi infancia. Casi notaba que los patines me miraban con ojos burlones. Me acerqué despacito, sosteniéndoles la cara de chiste, y cuando pasaron de los brazos de Simon a los míos, este me dio una última indicación: Practica un poco.

Nunca me había resultado tan fácil conseguir un trabajo, la verdad. Pero algo me invitaba a pensar que sería algo más difícil conservarlo… No iba desencaminada mi intuición, porque, sin yo sospecharlo, durante el camino de vuelta a casa las perfectas botitas blancas se confabularon para no ayudarme absolutamente en nada… ¡Retorcidas!

(Continuará)

martes, 11 de octubre de 2011

El día del fin de la hibernación

Las pestañas se me van desenredando y dejan de abrazarse fuertemente las unas con las otras. Vislumbro una línea de luz dorada, sin ningún filtro más que el de la neblina de mis ojos. Un sueño denso sigue instalado en mi frente, no recuerdo cuándo fue conciliado. Hace cuántos días, me refiero. Me resisto a abandonar mi estado de hibernación, y utilizo la poca fuerza que poseo en estos momentos para obligar a mis pestañas a volver a entrelazarse. Aprieto los ojos con ganas, ansiosa por volver allí, a las aguas turquesas en las que he acomodado mi cuerpo y mis sentidos durante todo este tiempo. A salvo.

Como las narf nacidas de la espumosa imaginación de M. Night Shyamalan, así estoy yo, rodeada de líquido turquesa agujereado por estrellas de luz que la refracción difumina hacia todas las direcciones. Me noto ligera y flexible, como si mis huesos hubieran perdido la rigidez y solo permaneciese el gelatinoso tuétano formando mi esqueleto. El agua me acaricia a una temperatura cálida, y me trae pequeñas perlas y piedras preciosas con las que hilo delicados guantes y tocados. Otras como yo me hacen compañía, bailando a mi alrededor, y me uno a ellas en sus juegos y cabeceos, en sus risas con forma de volutas, para sentir que formo parte de algo, de ese lugar alejado de todo. Estoy tan cómoda que dormiría o nadaría a todas horas. Aunque allí es lo mismo. Creo que no he dormido desde que llegué. Nunca he estado tan bien como en este pequeño universo azul.

 Por eso me asusto tanto cuando, en cuestión de segundos, siento cómo el aire deja de nutrirme a través de las rendijas que me salieron de detrás de las orejas; cuando mi cuerpo se vuelve pesado con la súbita vertebración de mis huesos; cuando el agua se hace densa y gelatinosa y su temperatura desciende inclemente, y me congela el corazón.

Es entonces cuando me doy cuenta de que mis pestañas se van desenredando y dejan de abrazarse fuertemente las unas con las otras. Cuando vislumbro una línea de luz dorada, sin ningún filtro más que el de la neblina de mis ojos.

Mis intentos por volver son vanos. Espero un ratito, muy quieta, hasta que mis pupilas se acostumbran a la sequedad del aire de mi habitación y la aterciopelada manta que encuentro sobre mí termina de devolverme el calor corporal. Me incorporo despacio, mientras intento pensar cuánto tiempo ha pasado, cómo llegué hasta allí y cómo he vuelto ahora. Y para qué.

La luz rebota por todo lo largo de mi brazo translúcido, y me maravillo al verlo cubierto de una costra de diamantes. La otra mano intenta atraparlos y termino riendo al comprobar que son gotas de agua. Huelo a cloro.

Logro ponerme en pie y empiezo a explorar los pasillos de una casa conocida. El olor a cruasanes recién hechos y a café caliente me guía directa a la cocina. Estoy hambrienta. Lleno hasta el borde una enorme taza y la cubro con dos cucharadas de nata fresca, que espolvoreo con canela y acoplo en una bandeja junto a un plato con una hojaldrada pirámide de cruasanes. A pequeños pasos, dándome tiempo, llego hasta la pequeña terraza. El calendario no engaña, estamos en octubre pero aún se puede disfrutar de los últimos desayunos al sol.

Me siento y, mientras mastico como si fuera la primera vez, contemplo que todo está tal como lo dejé. Un precioso cielo cerúleo en el horizonte, con sus algodonadas nubes; la pequeña pastelería francesa, la hilera de coches que pugnan por un espacio en el que coexistir, la dueña de la peluquería fumando un cigarrillo que sujeta entre dedos coloreados por gominolas, la pareja de gatos que enroscan su tiempo sobre el tejado de la tienda de electricidad, tentando al destino. La vida, en definitiva, continúa y me ha estado aguardando todo este tiempo de hibernación ante un invierno que me producía inquietud. Todos, el cielo, los pasteles, los coches, la peluquera, los gatos, parecen reírse de mí por haber intentado escaquearme de un mundo que muchas veces no logro entender, por haber intentado burlarlos y colarme por una alcantarilla hacia ese fondo turquesa donde cualquier cosa fluye sin dificultad.

 El humo del cigarrillo de la peluquera sube hasta mi terraza, se enfrenta a mi mirada, y me dice en un idioma frío, extraño, de esos que me gustan a mí, que solo sobre este escenario es posible una vida fascinante. Me quedo pensativa, sopesando la idea, y el maleducado aprovecha sus últimos hilillos de nada gris para recordarme con malévolo sarcasmo que puedo volver cuando quiera a “esa charca donde me moriré aburrida por la insípida charla de las perlas”. Ja. Y qué sabrá él.

Me restriego la mano por el brazo aún húmedo para eliminar todo rastro de mi ondulante mundo acuático. Ya está, casi despierta de nuevo. Vértigo. Ha sido una hibernación maravillosa, y probablemente la seguirán días en los que me arrepienta de haberle dado la razón al humo del cigarrillo y haber vuelto. Ya se lo advirtió Morfeo a Neo antes de elegir la pastillita roja en Matrix. Bueno, creo que esto es distinto, pero siempre envalentona saber que hiciste lo que Keanu hubiera hecho… ¿o no?

Ahora percibo un serpenteante cosquilleo en mis manos y piernas, que también luchan por despertarse. Tienen ganas de hacer cosas. Y sé que en unos momentos, mientras apure las migajas que quedan de los cruasanes, mis pestañas terminarán de despegarse y la gelatina que envolvió mi cuerpo durante todo este tiempo de letargo se reducirá a polvo salado. ¡Chas!

lunes, 19 de septiembre de 2011

El día en la ciudad más rara del mundo

Solo hay locos en la ciudad más rara del mundo. Se mueven como juguetes de cuerda y se acercan para decir frases sin sentido. En la ciudad más rara del mundo solo hay reflejos. En los cristales de los edificios, en el acero de las máquinas, en la plata de los vestidos, sobre la superficie del agua. Solo hay reflejos y ya nadie sabe qué es verdad y qué mentira.

En la ciudad más rara del mundo los amores son imposibles, solo el reflejo de los amores muertos sobrevive, para engañar a sus pobres víctimas, locas para siempre.

Se comen pastillas en la ciudad más rara del mundo, y dicen que saben a helado y a patatas fritas cuando se deshacen en la boca en el momento que menos esperas.

Solo hay gritos en la ciudad más rara del mundo. Unos son de risas, otros de desesperación y otros de tristeza. Nadie los sabe distinguir.

Nadie sabe distinguir entre la locura y la esperanza en la ciudad más rara del mundo, porque olvidaron leer el libro del conocimiento. Suman y restan y restan y suman solo una fila de números permitidos. Olvidaron los números imaginarios y se quedaron atrapados.

Sáquenme de aquí, por favor. Ayúdenme a salir de la ciudad más rara del mundo. Les demostraré que mi cuerpo no se mueve con cuerda, que sé distinguir los gritos de angustia y los de felicidad y que aún recuerdo el sabor del helado. Sáquenme de aquí antes de que todos se olviden de mí…

lunes, 5 de septiembre de 2011

El día de la vuelta de otros

Las vueltas siempre son como un espejo de dos caras. Tras un tiempo de ruptura, descanso y nuevas emociones, el cuerpo está cargado de optimismo para emprender tiempos nuevos y mejores. Por otra parte, el escenario de la vuelta suele estar viciado por horribles monstruos y peores hechicerías que intentan hacer lo imposible por que nos olvidemos de los buenos deseos por acometer en la etapa venidera.

Me permití el lujo de tomarme unas pequeñas vacaciones de mi precaria situación al final del verano, y fui a visitar a Coco al apartamento que tiene su familia a pie de playa. Desde la piscina se puede ver el mar, y sólo tienes que andar diez pasos para sentir las cosquillas de la arena entre los pies. Diez. Ni uno más.

La última noche, a diferencia de la primera, me resulta siempre la peor. Cuesta volver a guardar en la maleta la ropa que ya no notas húmeda, recoger los libros y recortes de prensa que has diseminado por las habitaciones, dejar los restos de las cremas solares con su encantador aroma a coco… Buf, qué pereza. Y siempre me lo dejo para el final, para el  ultimísimo minuto, como si eso me fuese a librar de tener que hacerlo… Ja.

Coco no tenía necesidad de aguantar hasta ese último minuto, así que se fue a dormir y me dejó sola ante el peligro. Eran las 5 de la mañana cuando terminé con la maleta, después de mucho remoloneo. Me puse a rebuscar por la mesa de la terraza unos recortes que tomé de varias revistas, y no sé por qué, algo me  hizo parar y me apoyé en el balcón para respirar una vez más la densidad de ese aire deliciosamente salado. Entonces los vi.

En el jardín de la casa de al lado, sentados en la piscina, un chico y una chica adolescentes. No llegarían a los 16. La luz de la piscina se reflejaba en la piel de los dos, muy bronceada, y les formaba vetas onduladas sobre sus rostros. Ella tenía un pelo precioso, el típico liso desordenado causado por la humedad, y muy largo. Se lo apartaba de la cara una diadema. Sus pies estaban sumergidos en el agua, y parecían cubiertos por turquesas cristalinas. Él permanecía a su lado, en una postura muy juvenil, con los pies sobre el bordillo de la piscina y mirándola de reojo. Varias pulseras de cuerda adornaban una de sus muñecas. Me permití imaginar que sus ojos serían de color nuez.

Empecé a adivinar lo que estaba pasando y durante un segundo, sentí cargo de conciencia por estar ahí, observándolos en un momento tan íntimo sin su conocimiento. Pero me pudo la certeza de ser testigo inesperado de unos minutos en los que parecía que se estaban jugando mucho. Digo mucho, si tenemos en cuenta que eran dos quinceañeros despidiéndose tras haber pasado el verano de su vida.

Así que me hice un ovillo en una silla junto al balcón de la terraza, y me cercioré de que no podría ser descubierta. No podía escuchar lo que decían, así que, en fin, después de todo algo de intimidad sí que disfrutaban, ¿no?

Me fijé en su charla animada, que parecía controlar ella, en cómo se frotaba él el brazo izquierdo, probablemente en un gesto de autorrefuerzo, casi como animándose así mismo; reparé en el rápido movimiento del pie de ella, que consiguió salpicarle a él la cara con el agua templada de la piscina, la risa siguiente de él y su respuesta en forma de ola clorosa levantada con los dedos, que dejó chorreando los largos mechones de la chica.

Parecía que se les había acabado la conversación y entonces se quedaron ahí, compartiendo el silencio y jugando a ondular la superficie del agua con las yemas de los dedos. En ese instante, empecé a ponerme nerviosa, porque la historia de ese verano apareció cristalina ante mí. Se habrían conocido algún año atrás, viviendo en apartamentos cercanos. Coincidirían todos los días en la misma zona de la playa, con sus hermanos, los padres y los respectivos amigos de los demás pisos. Ella habría mostrado interés por él, quizá porque le gustase su locura al correr para meterse en el mar; o él se habría interesado por ella en primer lugar, hechizado por su larguísimo pelo que se retorcía por la acción de la sal y la arena día tras día, cada vez más. Pero había sido este verano cuando la curiosidad de ambos se había reunido, y no había hecho más que crecer al calor del justiciero sol costero.

Él viviría en alguna ciudad cercana a la costa, y la ciudad de ella estaría a algunos cientos de kilómetros alejada del mar. No soportaba irse, pero cada año era así, le esperaba el colegio y un nuevo curso con su grupo de amigas. Solo que esta vez era peor, mucho peor. Se había enamorado y no quería irse de allí, separarse del chico de ojos color nuez durante meses, tener que esperar hasta el siguiente verano para verle. ¡Eso sería una eternidad!

Esa era su última noche, pensaría el chico, y la habían pasado juntos enterita. Seguramente habrían comenzado reunidos donde siempre, en el banco frente al quiosco de helados, junto al resto del grupo de amigos de la playa. Se habrían escabullido hasta la orilla, intentando burlar la poderosa luz de la luna llena, para no ser descubiertos. Las historias de miedo habrían dado paso a la pequeña licorera que se sacaría alguien del bolsillo, con la excusa de que su hermano mayor le había conseguido un poco de ponche o vodka de caramelo. De allí a los juegos, a las confesiones de final del verano, a los reveladores cruces de miradas, ya ansiosas porque la noche seguía a paso rápido, sin querer detenerse ni un minuto. Ni siquiera por ellos.

Él la habría acompañado a casa y habría vuelto a la suya para tranquilizar a sus padres con el ruido de la puerta y la luz en su habitación, para volver a escaquearse a los pocos minutos bajando por la ventana de escasa altura, como ya estaba acostumbrado a hacer otras noches. Después de pasar de puntillas a la habitación de sus padres, ella le habría susurrado a su madre al oído que ya había llegado, que se quedaba en la piscina hablando un ratito más con su mejor amiga, para despedirse, y que siguiera durmiendo tranquila. Y se habría vuelto a reunir con él, hasta ahora.

El encantamiento conjunto del agua turquesa se rompió con un gesto de él. Se quitó una de sus pulseras de cuerda, muy despacio, y se la tendió a ella. Le ayudó a ponérsela pillándola en el reloj, para que fuese muy difícil que pudiera perderla. No podía ver su cara, porque el pelo tan largo se le resbaló por las mejillas, pero sonreía, casi alucinada. Entonces se levantó de repente, corrió hacia la casa y salió en segundos, con unos trozos de papel y un boli. Volvió a sentarse en el bordillo de la piscina y escribió algo en uno de los trozos de papel, que le tendió. Le ofreció el boli y él hizo lo mismo. Se acababan de intercambiar las direcciones y los números de teléfono.

Al principio me llamó la atención que no hubieran sacado los móviles, pero enseguida recordé que se trataba de niños de playa, que llevaban dos meses en una burbuja sin necesidad de mucho contacto exterior, sin estar enganchados a los mensajes ni al chat porque pasaban las horas entre la arena y el agua, donde cualquier aparato de alta tecnología, repetían las madres, estaba condenado al destrozo. Se veían todos los días a la misma hora en el mismo trozo de playa, saltaban de un apartamento a otro empleando menos de diez pasos sin importar la hora. Era una vida más salvaje y menos artificial en la que las telecomunicaciones estaban de sobra. Pues claro.

Después de las promesas de mails y mensajes, poco más quedaba por decir. Miré el reloj para comprobar que faltaban pocos minutos para las seis de la mañana. El cielo empezaba a clarear en el momento en que todos los príncipes y princesas suelen tornarse calabazas. Pero no ellos. Aún no.

Debieron darse cuenta de que cambiaba la luz, y probablemente eso fue lo que les dio el impulso. El estómago se me encogió en una maraña cuando él la cogió de la mano y ella pareció sorprenderse, cuando se acercó a ella, casi en una imagen ralentizada, y le dio un tierno beso en los labios. En ese momento, no pude más, no fui capaz de robarles ese instante y me giré. Todo el mundo tiene derecho a verdadera intimidad en su primer beso, ¿o no?

Me fui a mi habitación para ponerme el pijama, y cuando volví a la terraza, la vi a ella junto a la puerta despidiéndole con la mano. Él estaba más allá de la piscina, casi a punto de cruzar el umbral del jardín a la calle. La miró, devolvió el gesto, y empezó a correr hacia su casa.

No tuve más remedio que prepararme una tila para calmar la extraña emoción que me tenía atenazado el estómago. Las hierbas empezaron a hacerme algo de efecto, o puede que fuera la sensación del líquido caliente bajando por mi garganta, no sé… Pensé que no podía plantearme mi vuelta de un modo tan perezoso, sobre todo, porque no tenía derecho alguno. Mi vuelta no era nada comparada con la de esos dos chicos, a los que les tocaría enfrentarse, por primera vez, con la horrible sensación de añoranza. Con el recuerdo de esos días, de ese inolvidable verano, y de ese beso, que quedaban condenados a la interrupción. Al menos, hasta el siguiente año.

Mientras me desmaquillaba frente al espejo, antes de meterme por fin en la cama, me cogió por sorpresa un sentimiento encontrado. Me estaba enfrentando a las dos caras del espejo de mi propia vuelta. Por un lado, el alivio de que el mío era un retorno banal, sencillo, sin nostalgias, sin dolor, sin que a nadie le importara. Por otro, la tristeza de admitir que, definitivamente, mi vuelta iba a producirse así. De un modo banal, sencillo, sin nostalgias, sin dolor, sin que a nadie le importara. Bueno, salvo a Coco, que seguramente agradecería que me llevase mi congénito caos de vuelta conmigo.

Me di cuenta de que este no podía ser el día de mi vuelta, que lo que acababa de presenciar había invertido por completo la situación. Tenía que ser el día de la vuelta de otros, de todos aquellos que iban a volver a casa con el corazón en un puño, de esos dos adolescentes para los que no concreté un nombre. Al menos, es lo mínimo que les debía por haberles usurpado un trozo de su historia.


miércoles, 3 de agosto de 2011

El día del Ocho (3ª parte)

-¿Qué está pasando? –pregunto al limpiacristales.
-Se lo advertí, señorita. Ya ve que no le mentía. Nadie parece salir de ahí, de ese ocho.

Una lengua de hombres y mujeres camina sin cesar y gira sobre sí misma una y otra vez formando un bucle eterno, un monstruoso ocho del que nadie parece ser consciente. Se me eriza el vello de los brazos ante esa imagen de pesadilla. El limpiacristales titubea antes de atreverse a hablar de nuevo.

-¿Ha visto el ocho? –me pregunta.

Asiento con la cabeza y él imita mi gesto con preocupación.

-Nadie parece salir de allí –me recuerda-, salvo usted.
-Gracias a ti.

Miro al limpiacristales, que agacha la cabeza. Casi le adivino un ligero rubor en las mejillas.

Vuelvo a mirar abajo. Efectivamente, nadie parece salir de ahí, ni tampoco darse cuenta de que recorren un mismo bucle infinito, siguiendo un rastro invisible en el suelo que dibuja un gigantesco ocho sólo perceptible desde aquí, veinte plantas por encima. Pero un detalle más termina por convertir mi visión en espeluznante, y a mí en protagonista de la pesadilla. Le descubro entre la multitud zambullida en el ocho. Mi vista parece haber adquirido habilidades sobrenaturales, y me permite divisarle a la perfección. El destello es tan intenso, su luz tan extraordinaria que es capaz de llegar hasta a mí. Del ojo de Asier refulge el brillo de diamante que un día fue piedra y entre los dos convertimos en lágrima*.

No le había vuelto a ver desde que nos encontramos por primera vez en la Casa del Terror. Entonces, él tenía un camino ante sí por andar, un camino que yo entendí debía transitar sin ayuda de nadie. Pero ahora, en su lugar, estaba atrapado en un sendero condenado a la repetición, al pasado, a la nostalgia. No podría seguir hacia delante.

Los ojos me escuecen porque el llanto lucha por brotar. Mi primera lágrima, sin embargo, queda ahogada por un convulso movimiento desde la base de mi estómago. Algo se mueve deprisa, aleteando enérgicamente y haciéndome cosquillas hasta el punto de que toso con fuerza. Una vez. Dos.

Queda enganchado a mi garganta, y a la tercera tos, logra salir al calor de mi mano. Una pequeña mariposa color limón busca el equilibrio y comprueba que puede seguir batiendo sus alas ante mi mirada estupefacta. No todos los días le salen a una mariposas del estómago. El delicado bichito abandona mi mano y se eleva sobre mi nariz, hasta mirarme fijamente a los ojos. Parece saber algo que yo desconozco. Restriega sus finas patitas contra mi piel, y de algún modo que no puedo explicar, entiendo que me está pidiendo que confíe en ella. La beso con suavidad y contemplo un nuevo aleteo que describe un vuelo firme hacia abajo, más en concreto, hacia el ocho.

Si no hubiera sido por mi recién estrenada visión de águila, no hubiera podido ver cómo la mariposa se adentraba en el bucle humano, ni cómo localizaba a Asier sin dudar. Me hubiera perdido cómo se le acercaba al oído haciéndole cosquillas y sacándole de su raro estado de hipnosis. Veinte pisos por debajo de mí, no habría soñado con ser testigo del despertar de Asier, de su repentino interés por el insecto alado color limón, de cómo este le esperaba y le conducía poco a poco entre el río de gente, en el sentido contrario del bucle. De cómo le ayudaba a abrirse paso hasta salir de él.

Con mi visión de superheroína pude contemplar cómo el pecho de él se hinchaba y cómo percibía de pronto que respiraba mejor, sintiéndose como aparecido en otra dimensión.

Asier ofrece su palma abierta a la mariposa, que la toma con la elegancia de una bailarina. Restriega sus patitas contra la piel de su mano y vuelve a elevarse para iniciar el camino de vuelta, veinte pisos por encima de ellos dos. Asier sonríe y sigue el despreocupado vuelo con su mirada, hasta que la cometa limón desaparece entre los nubarrones húmedos y rebosantes de electrones a punto de explotar.

Sin mi portentosa visión veinte plantas más arriba, no hubiera podido ver el primer gesto que indica que él se va a dar la vuelta, que se va a ir. Aún no ha girado completamente su tronco cuando, sin pensar, inicio una desesperada carrera hacia la puerta de chapa, escaleras abajo, tomo el ascensor y cruzo, ahogada, el umbral del edificio para constatar que Asier ha vuelto a desaparecer.

Siento un peso denso y grumoso sobre mis hombros. Detesto los días de tormenta. Un familiar cosquilleo me llena de alivio. La mariposa limón acaricia mi pómulo izquierdo y me dejo sucumbir a una ola de esperanza.

Me vuelvo y miro hacia arriba. Mi nuevo amigo, el limpiacristales, ofrece un perfil escultórico veinte pisos hacia el cielo. Me hace un gesto con la mano y yo se lo devuelvo, junto a una sonrisa que adivino podrá ver desde su pedestal. Tengo la sensación de que no será esta la última vez que nos encontremos.

La gente a mi alrededor parece haberse diluido, no distingo ningún movimiento con reminiscencias de bucle. El ocho se ha evaporado. Las nubes comienzan a descargar agua con fuerza, acompañadas de truenos y relámpagos. Construyo con mis manos un refugio para mi mariposa y corro para no perder el autobús de vuelta a casa. Detesto los días de tormenta.

* Ver El día que cumplí la profecía