lunes, 17 de octubre de 2011

El día del pataplof

Nos miramos, cada contrincante en un extremo del pasillo. Yo soy más alta, pero ellas más rápidas. Digo ellas, porque encima son dos. Dos contra una. ¿Qué clase de justicia puede ser esa? Me acerco y las veo retroceder con un rápido gesto, confabuladas, pasándose la siguiente jugada como por telepatía. O como si fuesen partículas gemelas de física cuántica, a las que no les hace falta ni mirarse para interpretar la misma información a la vez. Me abalanzo sobre ellas en un intento de sorprenderlas, pero con un afilado silbido doblan la esquina del pasillo hasta desaparecer ante mi cara de estupefacción.
Las botitas blancas que Simon me entregó junto con un contrato de trabajo en el nuevo diner americano de mi barrio Sundae Nights se han convertido en toda una amenaza desde que llegamos a casa. El primer día no quise agobiarlas, de hecho les dejé trastear alrededor de las habitaciones, para que fuesen sintiéndose cómodas. Hasta me parecían simpáticas viéndolas deslizarse sobre el viejo parqué, haciendo laboriosos giros y atolondrados frenazos cada vez que creían atisbar algo interesante, ya fuese un trozo de caramelo, una brizna de espumillón de las navidades pasadas –ups- o alguna mariquita que perdió su rumbo. Incluso empecé a pensar que la mirada burlona con la que me saludaron la primera vez que nos vimos, colgando ellas de la mano de Simon, había sido una burda imaginación de las mías. Confieso que me sentí culpable y hasta algo paranoica. Pero aaaaaah… Por algo deben decir eso de las primeras impresiones…

Un día me pareció tiempo suficiente para que disfrutasen de su nueva casa y descansasen un poco. Así que juzgué oportuno probármelas esta misma mañana y practicar un poco el arte del patinaje en los pasillos de mi casa, primero, y si la cosa se daba bien, bajar al parque por la tarde.

Que no fuese capaz de mantener el equilibrio los primeros minutos, después de años sin subirme a las cuatro ruedas en paralelo, estaba dentro de lo esperado. Lo que se salía totalmente del guión era que las botitas decidieran que querían seguir viviendo su independencia plenamente.

Como si me hubiesen leído el pensamiento, primero se escondieron detrás del cesto de la ropa sucia de mi habitación, y me tuvieron una hora buscándolas como una desesperada, y no contentas con esto, cuando al fin las localicé, las malvadas salieron como cohetes en dirección al salón, donde me impusieron un juego del escondite en el que siempre me la quedaba yo. Enternecedor.

Un rato después de aquello, la gota de sudor se precipita por mi frente y solo se me ocurre una cosa. Divide y vencerás. Escondida ahora yo tras la puerta de la cocina, con la ayuda de una vieja lata de galletas consigo atrapar a una de las botas, la más despistada. ¡Mía! Se revuelve como loca e intenta pincharme con los ganchitos que ciñen los cordones en la parte superior, sin éxito. ¡Ja!

Embuto mi pie en ella, la acordono bien y me pongo en pie haciéndome cargo del desnivel. Ingenua de mí, ¡cómo iba a sospechar que el caprichoso patín no se había dado aún por vencido cuando de pronto inicia una frenética marcha que voy siguiendo a duras penas, asustada y casi a dos cuerpos por detrás de mi pie rodante! Gira bruscamente casi frente a la puerta de entrada, se prepara para un sprint en el pasillo, vuelve a girar,  y, ya notando el corazón en la base de mi garganta, interpreta una cabriola que me hace imposible evitar la zancadilla con la mesa bajera para terminar besando el suelo. Pataplof.

Auch. Qué dolor. Levanto levemente la cabeza para encontrar todo mi cuerpo empotrando contra la madera antediluviana. El corazón está acelerado del susto y noto que la sangre me palpita en la rodilla derecha, donde descubro una herida de las feas. Auch. Me incorporo con cuidado, para al menos permanecer sentada sobre el suelo, y me crujen los huesos en la espalda, recordándome que ya no tengo edad para estos juegos. Y tienen razón, así que me ayudo de las manos para masajearme suavemente la base de la columna.

Entonces, dirijo la mirada hacia la puerta, y allí la encuentro, a la otra bota, la que no se había dejado atrapar, contemplando toda la escena. Me sube un escalofrío de primeras y reculo unos centímetros; cómo fiarse de que no vaya a rematar la faena después de la que me ha liado su gemela. Pero permanece tranquila, y en unos segundos se mueve suavemente hacia mí, y a pesar de mis reticencias iniciales, acierto al percibir algo distinto. Se acerca a su gemela, y luego continúa explorando mi pierna dolorida y junta su flexible piel blanca con la mía como acariciándome. Entiendo que se siente culpable de la tremenda caída y que me pide perdón, porque en realidad no pretendían llegar tan lejos. Creo que es su forma de prometerme de que no lo volverán a repetir. Y qué le voy a hacer si soy así de tonta, que con un besito, aunque proceda de un rebelde patín, se me pasan todos los males.

1 comentario:

  1. claro! con un besito se pasan todos los males!! me encanta eso de que te hagan quedártela siempre en el escondite... jajajaja!!

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