jueves, 27 de octubre de 2011

El día de la leyenda de los hilos

¿De dónde viene el amor? Aún me recuerdo de niña haciéndole esta pregunta a mi abuela Dorte, la danesa, durante unas vacaciones junto a mi padre. La abuela Dorte era alta y espigada, sin dar la sensación de fragilidad; tenía los ojos como aguamarinas y una melena lisa, en rubio ceniza, que siempre llevaba atada en la nuca con cintas de colores. También con ella utilizaba una mezcla de su idioma y el mío, como hacía con mi padre. Ella aprendió algo de español por un malagueño del que se enamoró locamente un verano en la costa del Sol. No le volvió a ver. Mi abuelo, todo un vikingo al que conoció años después, la hizo muy feliz, pero resulta curioso cómo, tras nacer mi padre, éste repetiría el patrón una generación después perdiendo la cabeza por una mujer española, mi madre. Como si el amor frustrado de mi abuela Dorte hubiera encontrado por fin su camino a través del corazón del hijo. Mi madre no resistió la fría vida escandinava, pero eso ya es otra historia.

El caso es que, como decía, me recuerdo frente a la abuela Dorte, sentadas las dos en su jardín, con esa gran pregunta. ¿De dónde viene el amor? Lo había visto ya en algunas películas, también pintado sobre lienzos y escrito en muchos de mis cuentos, pero nunca nadie explicaba de dónde venía. Quiero decir, por qué una persona en concreto se enamora de otra. De otra con una combinación de cromosomas totalmente única, que la diferencia de los demás. ¡Yo sólo quería saber por qué era esa persona! ¿Por el color del pelo, por su aroma, o quizá por el modo de dibujar historias en el aire con las manos mientras habla? No lograba entenderlo.

La abuela Dorte comprendió enseguida el sentido de mi pregunta, y me confesó, con mucho misterio, que la clave estaba en los hilos.

Los hilos procedían de una antigua leyenda que contaban los habitantes de la extraña isla de Mon, un enigmático trozo de tierra con paisajes lunares al sudeste del país, según la cual los humanos estamos compuestos por una parte matérica, visible –nuestro cuerpo-, y otra invisible y con cualidades mágicas. La idea filosófica del alma cobraba para ellos la forma de hilos, de delgadísimas ramificaciones que se prolongaban desde nuestra parte física y flotaban a nuestro alrededor, envolviéndonos y protegiéndonos. Estos hilos son mágicos, me aseguró la abuela, y también los auténticos responsables del amor.

Los hilos permanecen irrevocablemente ligados a nuestro cuerpo mientas éste está lleno de vida, y por tanto, nos acompañan allá donde vayamos. Yo me los imaginaba como una estela maravillosa con la forma de espaguetis.

Cuando andamos por la calle, o jugamos en un parque; cuando estamos sentados en un cine o saltando olas en el mar, nuestros hilos y los de las personas que nos rodean flotan en el mismo espacio invisible en un orden casi perfecto. Hasta que un hilo se enreda con otro hilo. El enredo se produce a corta distancia, por supuesto, y es imperceptible para las personas implicadas. Solo aquellos poseedores de un sexto sentido son capaces de percibir algo en ese mismo momento, de entender que algo acaba de cambiar. La abuela Dorte me contó que puede suceder en cualquier momento, simplemente al cruzarte con alguien por la calle, sin necesidad alguna de detenerse; las terminaciones de unos hilos con los otros podrían quedar entrelazadas.

Entonces, los hilos quedan ligados sin importar la distancia física que a continuación separe a ambas personas. Las dos siguen haciendo su vida normal, y los hilos van desenrollándose como de un carrete hasta que llegan a su límite. Clic. Es el tirón, que marca el fin de la distancia.


El tirón y el encuentro

El tirón siempre se percibe de algún modo físico, aunque pocos aciertan a distinguirlo. Suele presentarse como un pinchazo, e interpretarse como algo fortuito. Los habitantes de Mon creían que el verdadero tirón se sentía siempre en forma de punzada en el corazón.

A partir del tirón, los hilos no pueden separarse más y ejercerán una fuerza de atracción mágica hasta reunir a sus dueños. En ese punto sólo es posible el encuentro.

 ¿Y por qué unos hilos se enredan y otros no? Fue mi inevitable segunda pregunta. La abuela Dorte encogió entonces los hombros, y, con una paciencia sobrehumana, me habló de cosas que en aquel momento no entendí mucho, como el azar, las energías o el destino, ya no me acuerdo muy bien. Pero no me importó demasiado no entender eso, porque acababa de encontrar la explicación que yo necesitaba para comprender cómo surgía ese hechizo entre dos personas.

 Me encantó descubrirme como un ser mágico, parecido a los que salían en mis libros de fantasía, toda rodeada por delicados hilos invisibles. Adoraba la historia de los hilos, y hacía que me la relatara una y otra vez, cada vez que la veía. Creo que, en algún punto, la abuela Dorte debió preocuparse por mi fijación con la historia, y un día decidió mostrarme su lado oscuro. Me dijo que los hilos no siempre eran infalibles, y que algunos enredos se producían con hilos tan frágiles que se rompían antes incluso de llegar al tirón. Me lo contó con los ojos en otra parte, muy lejos de su habitación, seguramente pensando en ese hombre del sur a quien nunca pudo encontrar. Los hilos entre ellos se rompieron antes de tiempo.

Reconozco que la abuela fue muy perspicaz al desmitificar para mí la antigua leyenda de la isla de Mon, de lo contrario, presiento que mi vida hubiera girado permanentemente en torno al deseo de ese tirón, de esa obsesión con el enredo de los hilos.

Ya tenía casi olvidada la historia, acolchada por telarañas en mi memoria como un bonito recuerdo de mi abuela, nada más. Hacía años que ni se me pasaba por la cabeza… Y justo por eso, me extrañó profundamente que fuese la leyenda de los hilos lo primero en lo que pensé cuando, hoy mismo, mientras untaba el pan tostado con mermelada de mora para desayunar, un claro pinchazo atravesó el centro de mi pecho. Solté el cuchillo de un respingo. Ahora sólo sería posible el encuentro, ¿no?

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