martes, 31 de mayo de 2011

El día del profesor de Mecánica Celeste* (El dilema)

Volver a entrar en mi mundo de hacía diez años resultó más fácil de lo que imaginaba. Después de aceptar mi invitación y de que yo pagase el libro que él me había recomendado, Henmann cruzó la calle conmigo para entrar en un curioso local de decoración zarista, llamado 1917. Después de los tiempos de Matrioschka, estaba claro que el ambiente ruso seguía uniéndonos, aunque fuese por pura casualidad. El sitio estaba iluminado con luces bajas y filas de velas, y contaba  con una larga barra de color rojo acharolado. Las paredes estaban cubiertas por papel oscuro, de ampuloso estampado decimonónico. No era difícil imaginar a Anastasia jugando con sus muñecas sentada en algún rincón.

A pesar de la tentación del vodka para ese momento de alta tensión, pedí un capuchino, y esperé con regocijo a oír de nuevo cómo Henmann solicitaba su café solo. Esta parte del guión permanecía invariable. A pesar de eso, la extrañeza del encuentro se cortaba a nuestro alrededor. Me costaba dejar de mirarle mientras giraba con energía la cucharilla dentro de la taza, identificando otra vez los lugares comunes de un ritual que creía enterrado. Empezaba a perder el sentido de la realidad cuando inició la conversación.

Parecía lógico que me preguntase qué había sido de mí en los últimos años, y que yo sacudiese la rigidez inicial con una salpimentada historia de aventuras y desventuras propia de la veintena. Me aseguró que se había emocionado al descubrir mi primer libro publicado entre una pila de un mercadillo, y que lo compró inmediatamente, aunque nunca se atrevió con ninguna recomendación culinaria. Me hablaba como hechizado por un fantasma, con el destello magnético en los ojos del que quiere fotografiar cada instante antes de que sea demasiado tarde y todos terminemos convertidos en calabazas.

Aproveché para echar un rápido vistazo al mensaje de su camiseta: Big Bang is coming! Estallé en risas.

-¿Qué te pasa?

No pude más que señalar su pecho. Él comprendió y rió también.

-Curioso, ¿no? –me preguntó.
-Sí…

Nada más brotar la afirmación de mi boca, me arrepentí de haber dicho aquello. Acababa de reconocer que el mensaje parecía hecho a nuestra medida en aquel momento, y que yo también sentía la amenaza de una explosión a pesar de los años transcurridos desde nuestro primer Big Bang.

-En este tiempo me he acordado muchas veces de ti… De cómo resolvíamos las órbitas conociendo la posición de varias gominolas… ¿te acuerdas?
-Claro –asentí enseguida-. Dejábamos tu mesa peor de lo que ya estaba, si es que eso era posible…

Henmann no dejaba de mirarme con interés, y yo me zambullí en una piscina de recuerdos de azúcar bajo folios, borrones de tinta y ecuaciones esotéricas. Buceé en la imagen de él, excitado con mis triunfos sobre los problemas que solucionábamos juntos, preparando una taza de café tras otra que siempre quedaba sin terminar, sonriéndome al comprobar que asimilaba cada una de sus explicaciones… Recordé los viajes en el destartalado renault, con la música alemana de fondo y la sensación de estar enroscada en una agradable burbuja; las primeras conversaciones serias en el Matrioschka, la atractiva postura que adquiría encaramado a las sillas altas del local, sus ojos enmarcados por el oleoso vinilo de sus gafas… y el beso, claro.

Una extraña sensación logró hacerme despertar, salir abruptamente de la piscina.  Noté que algo dentro de mí se rasgaba, y parecía escindirse sin control. Rasssss. Apareció con tranquilidad y ligereza frente a mí y justo a la derecha de Henmann: era yo hace diez años, la Cloe del pasado, con el pelo más revuelto que nunca y los labios pintados de rosa brillante, como me gustaba entonces. Me prohibí mirarme a los pies, para que los zapatos de moda de esa época no me provocaran mareos.

La Cloe escindida escuchaba obnubilada cada una de las palabras de Henmann, y parecía seguir todos sus gestos en estado de alerta. Echaba un vistazo de vez en cuando al fondo de su taza, para comprobar si seguía con la costumbre de no terminar el café. En una de estas rápidas miradas nuestros ojos se cruzaron, los ojos de la Otra Cloe y los míos, me refiero, que también se empeñaban inconscientemente en seguir el curso del café del profesor, y sentí una punzada de decepción conmigo misma por estar repitiendo el camino otra vez.

-No parece que haya pasado tanto tiempo, ¿no? –comentó Henmann.
-Tus camisetas demuestran lo contrario, de hecho –le dije riéndome y, sin querer, me di cuenta de que había empleado un tono coqueto.

La Otra Cloe reía también, entusiasmada con mi ocurrencia, y aprovechando la ocasión para acercarse un centímetro más al profesor.

-Si nos hemos encontrado en el mismo punto del espacio en el mismo punto del tiempo, debería existir algún motivo. ¿Tú qué crees?

Me pareció una argumentación de chica adolescente, lo que me enterneció sin remedio. La dulzura de Henmann me situó de pronto al borde de un desfiladero por cuya pendiente empecé a ver arrastrarse mis pies. Luchaba por no caer de cabeza.

-No sé… Creo que no es un argumento muy científico, ¿no? Todo este mundo es una gran casualidad.
-Según la teoría con la que nos alineemos… ¿Qué diría la mecánica cuántica?  -Henmann no desistía.
-La física cuántica puede demostrar que mi brazo podría traspasar tu cuerpo para coger el azucarero que tienes detrás, y volver a traspasarlo una vez más hasta acercarlo a mi taza. –Le sonreí, intentando limar mi impostado escepticismo tras una diabólica mirada de la Otra Cloe.
-Vaya, eso estaría… bien…
-No creo que te gustase tener los pulmones encharcados de azúcar.
-No, me refería a que quizá sí me gustaría sentirte más… cerca.

No sé de dónde sacó el coraje el profesor tímido para decir esto. Algo se me congeló en el cerebro, se me fueron las fuerzas y percibí cómo la muralla que rodeaba mi reino se resquebrajaba, como si fuera una infantil fortaleza de playa. La Cloe del pasado se iluminó, y tomó impulso para cogerle de la mano. No dejaba de mirarle con los ojos como estrellas. Desde luego, ella lo llevaba mucho mejor que yo. Miré a Henmann fijamente también, por imitación, y aunque lo intenté, no me salieron las palabras. Así que él prosiguió.

-Perdona, quizá estoy siendo muy inoportuno… Siempre tuve la sensación de que la historia hubiera merecido otro recorrido, como si te debiera algo… -Hizo una pequeña pausa y me miró-. Entonces no era el momento, y lo único que sé es que ahora estamos aquí, que nos hemos encontrado en medio de una ciudad de millones de habitantes. Y que me alegro mucho de que esto haya pasado.

-Yo también me alegro… -me oí balbucir.

Los ojos se me fueron en ese instante a mi reflejo, que ya había rodeado el cuello de Henmann con sus brazos y se estaba atreviendo a darle pequeños besos por la cara. La Otra Cloe fijó su mirada en mí, se separó del profesor y se puso a mi lado. Me dio la mano y empezó a arrastrarme hacia él. Un centímetro tras otro. Flotaba por la misma órbita que ella y la dirección estaba definida por una clarísima atracción.

La órbita de Henmann terminó haciendo intersección con la nuestra. Ya más tranquila, sentía el agradable calor del interior de una burbuja, la emoción de un momento único, el baño de autoestima de saberme deseada. La Otra Cloe no soltaba mi mano, me acompañaba en ese camino de vuelta, viviéndolo como si fuera la primera vez… Y cuando tenía los labios de mi antiguo profesor a escasos milímetros de los míos, me paré en seco. La pompa de jabón me estalló en la cara. Esta no era la primera vez, el momento no era único. Ya había pasado. Miré a la Otra Cloe, que me escudriñaba, estupefacta, con una cara de qué-diablos-haces.

Me di cuenta de que esa no era yo, que yo era distinta, había evolucionado en estos últimos años, y ni siquiera quería las mismas cosas que antes. No estaba obligada a vivir un sueño de hace diez años sólo porque ahora tenía la oportunidad. Detuve la cara de Henmann sujetándola entre mis manos, y por primera vez, le miré con mis propios ojos, con los de la Cloe del presente. Y lo vi con claridad: Henmann era un recuerdo precioso, pero no podía formar parte de mi realidad. Sólo era vapor de agua. Ya no tenía sentido.

Le sonreí y le besé en la mejilla.

-Es mejor así…

Henmann me devolvió la sonrisa, entre abatida y resignada, y asintió. Nadie como un físico para entender el tiempo y su complicada naturaleza. La Otra Cloe soltó mi mano, enfurecida.


Así que ahí le dejé, con su taza de café a medio terminar. Cuando salí por la puerta del 1917, me parecía que acababa de saltar de un bucle del tiempo más alejado que la Rusia de los zares. Respiré profundamente, borracha de una extraña felicidad. Me sentía como nueva.

Antes de irme de allí, giré una última vez la cabeza para mirar por la ventana del local. Henmann se había quedado bien acompañado. Junto a él, la Otra Cloe, en una graciosa postura, se apoyaba sobre su muslo mientras descansaba la cabeza en su hombro. Entrelazaba sus dedos con los de él, y sonreía, feliz. Ahí era donde quería quedarse. Yo me alegré por ella, claro, y continué calle arriba sin mirar atrás.

* Ver El día del profesor de Mecánica Celeste (El encuentro) y (La nostalgia)

viernes, 27 de mayo de 2011

El día del profesor de Mecánica Celeste* (La nostalgia)

Entender el movimiento de los planetas y la forma en la que se relacionan los cuerpos celestes no era tan romántico como imaginé. Pero claro, entonces era joven y estúpida, además del espécimen más insólito de la clase. Todos los que allí estaban eran estudiantes de Matemáticas o Físicas. Descuidadas camisas de cuadros y pantalones anchos, ellos; y  coletas y rostros pálidos de flexo, ellas. Lo de las gafas pasadas de moda era una característica común. Y allí estaba él, el joven profesor Enrique Henmann. Se emocionaba al explicar los problemas de órbitas y escribía en la pizarra hasta arañarse las yemas de los dedos, sin reparar en que hacía rato que la tiza se había consumido. Siempre llevaba el pelo revuelto, como si al levantarse cada mañana se echase un poco de agua en las manos e intentara domarlo sin éxito. De su nariz pendían unas gafas con montura negra brillante, como salidas de una película de los años 70. Me encantaban.

Hacía un par de años que no estudiaba física ni matemáticas, y empecé a perder peso en cada clase por la lucha librada entre las ecuaciones escritas en la pizarra y mi materia gris. El día que vimos las leyes de Kepler me planté, y decidí hacer uso de las tutorías como último recurso para no acabar suspendiendo la asignatura, ya que entonces era demasiado tarde para anular la matrícula. La primera vez que llamé a su puerta, pillé a Henmann prácticamente enterrado en una montaña de papeles garabateados de letras, números y dibujos doblegados por el peso de varias tazas de café repartidas por la mesa. No supe hasta más tarde que él nunca terminaba un café. Dejaba la base de la taza cubierta y se preparaba el siguiente en una nueva. Ese día vestía una camiseta con una caja negra dibujada de la que salía el mensaje: Let me adopt Schrödinger´s cat. Fantástico.

Henmann se interesó por mi apellido extranjero, y establecimos enseguida una extraña complicidad. Él también tenía sangre mezclada, su padre era alemán, y siempre se sintió como fuera de un círculo. Ambos sabíamos lo que era eso. También le hizo gracia mi procedencia de una facultad no técnica, y se tomó como un reto hacerme comprender las motivaciones de las masas celestes.

Con infinita paciencia, el profesor me ayudaba a resolver los problemas de órbitas utilizando gominolas de colores que distribuía por todo su escritorio, llenándolo de azúcar que crujía bajo el papel. Y de este modo yo iba enganchándome a las clases con el resto de estudiantes. Lo cierto era que cada vez disfrutaba más de su compañía durante las tutorías, y esa rara admiración y ganas de complacerle me mantenía despierta hasta tarde estudiando fórmulas y teorías gravitacionales. Una fiebre revitalizante que no podía ser otra cosa que un enamoramiento de riesgo.

Superé el primer cuatrimestre de Mecánica Celeste, contra todo pronóstico, y decidí continuar con la segunda parte de la asignatura, que se daba en los siguientes meses, hasta el verano. Y entonces llegó el día del punto de inflexión. Henmann acabó su horario de tutoría y me ofreció acercarme en coche a mi casa. Resultó que vivíamos en barrios no muy alejados, y el viaje en coche terminó convirtiéndose en un ritual.

Digo que fue un punto de inflexión porque eso me permitió conocer con más profundidad al Henmann-persona que se ocultaba tras el profesor acomplejado por su mix de nacionalidades. Fue raro la primera vez que me senté en su coche destartalado de científico loco, creo que por la consciencia de haber traspasado una frontera. Recuerdo que los músculos se me quedaron rígidos, y no se me ocurría ningún tema de conversación. Más adelante, cuando lo convertimos en costumbre, el asiento de copiloto de ese coche parecía tener la forma de mi cuerpo, y los viajes siempre se me hacían demasiado cortos, aun con tráfico.

Así me enteré de que había vivido en Hamburgo hasta la adolescencia, y que al llegar a España tuvo que ponerse al día con las palabrotas que su madre nunca le quiso enseñar. Le gustaba ir a conciertos de jazz, aunque en el coche escuchaba a grupos de rock germano que tenía grabados en casetes. Sufría verdadera adicción por la lectura y cuidaba los libros como si fueran pequeños tesoros; se permitía solo un gesto de coquetería: utilizaba crema de manos al salir de clase, para paliar en lo posible los arañazos y durezas que le provocaba su efusividad con la pizarra.

Cuando empezamos a sentirnos más cómodos, a pesar de la obvia desigualdad de nuestra ecuación, llegó el turno de los cafés. Encontramos un sitio a la salida de la facultad, Matrioschka, no frecuentado por estudiantes por los poco populares precios, donde yo me tomaba el mejor capuchino del mundo y él se dejaba a medio terminar su café solo. Allí le enseñé algunas palabras en danés, y Henmann intercambió este conocimiento por una sencilla fórmula para no perder dinero en Bolsa, que nunca me dio por comprobar. También fue allí donde me enseñó su carné de identidad para demostrarme que tenía 29 años. Nueve más que yo entonces.

Fue una de esas tardes cuando empecé a comprender verdaderamente las teorías gravitatorias que tanto esfuerzo hizo por enseñarme, al sentir mi cuerpo inevitablemente atrapado por la órbita del suyo en una emocionante lucha planetaria, como en Mecánica Celeste.

Un par de semanas antes del examen final, en Matrioschka, mi debilitada órbita quedó fuera de control. En el hilo musical empezó a sonar Say what you want, de Texas, y algo se desconectó en mi cabeza. Creo que me pareció una especie de señal; dejé de pensar y se desactivó el piloto automático, ése que siempre me protege de hacer tonterías en determinados momentos. No sé quién se acercó primero, olvidé nuestra ecuación desigual y de pronto estábamos inmersos en un beso suave y tímido. Los cuerpos celestes habían colisionado por fin.

Desgraciadamente, no duró mucho. Él se separó, muy consternado, y me pidió disculpas. En el camino de vuelta, me confesó que se le había ido de las manos, y que no era un comportamiento correcto. No entendí nada hasta que empezó a hablarme de una mujer con nombre exótico con la que mantenía una relación algo complicada, pero relación a fin de cuentas. Estaba claro que no quería añadir más incógnitas a su propio sistema de ecuaciones.

Encajé el golpe como pude, y encerré mi gran decepción en el estudio. Después de todo, aún no habíamos llegado a un punto de no retorno, y sentía que todavía podía escapar sin magulladuras graves. Volvimos a vernos tras el examen. Saqué un 5 raspado. Henmann sentía una enorme culpabilidad y me pidió disculpas nuevamente. No por el 5, que estoy segura que fue extremadamente generoso. Ese aprobado, merecido o no, supuso un alivio para los dos. No tendríamos que vernos de nuevo en septiembre. No se me ocurrió repetir otras asignaturas en esa facultad, por supuesto.

Unos meses después me llamó, un par de veces, pero no quise descolgar el teléfono. Preferí no saber si me echaba de menos, o si era la culpabilidad la que le movía a comprobar si yo seguía bien o si, en cambio, me llamaba porque había resuelto su complicada ecuación vital a favor mío. Supe por esas llamadas que pensaba en mí, que yo seguía presente, y que no nos lo habíamos imaginado todo. Eso me bastaba.

Y de pronto ahí estábamos, otros diez años después, rodeados de libros de física cuántica. Cuando por fin logró desencajar las mandíbulas de la sorpresa, su sonrisa reveló líneas antes invisibles en su rostro. Pero no había cambiado tanto. Me recomendó uno de los libros que yo tenía entre manos, y decidí intercambiar este pequeño consejo por una invitación a un café solo sobre cuyo final sentía gran curiosidad…

(Continuará)

* Ver El día del profesor de Mecánica Celeste (El encuentro)

lunes, 23 de mayo de 2011

El día del profesor de Mecánica Celeste (El encuentro)

Encontrarme en el rincón de libros especializados en Física rebuscando algún título sugerente suele significar una cosa: que ha ocurrido alguna desgracia. Es lo único que me ayuda a salir del laberinto de pensamientos ante los problemas que no puedo resolver con mis propios medios. Comprender los fenómenos naturales que nos rodean –o al menos, intentarlo- siempre me ha funcionado como camino para salir del jaleo emocional y poner a trabajar las neuronas en cosas relevantes, que están ahí, todo el día entre nosotros, y a pesar de eso, resultan ignoradas.

La mañana no había sido muy buena, llevaba desde por la noche en el hospital acompañando a una amiga que había tenido un accidente. Por eso por la tarde, cuando la dejé rodeada de familiares, aproveché para correr a la librería más cercana. Necesitaba agarrarme a cosas más grandes o más pequeñas que nosotros, pero desde luego menos frágiles. Imperecederas. Unos recurren al whisky, otros al peluquero. Cada uno hace lo que puede, ¿no?

En los últimos años había tenido un flechazo con la física cuántica. Qué le vamos a hacer. Me encanta entrar en ese mundo de cosas tan pequeñas que a veces da miedo de lo fantasmagórico que es. Brrr. Siempre me deja con ganas de más. Así que me puse a rebuscar con paciencia los últimos títulos publicados sobre el tema, que debían de estar en algún punto de ese esquinazo repleto de libros desde el suelo hasta el techo. Entonces lo olí. Antes de que mi cerebro pudiera analizar la información, mi estómago se dio la vuelta. ¿Verdad que algunos olores funcionan como las más precisas máquinas del tiempo? Pasa en menos de un segundo. De repente, hueles algo y estás ahí. Quizá años atrás.

Miré por el rabillo del ojo, el olor procedía de alguien que estaba justo a mi derecha, a pocos centímetros. Una mezcla de jabón y vainilla. Se le parecía bastante. Respiré hondo y volví a mirar, ahora sin tanto disimulo. Y sí, era él. Algunos años más, el mismo estilo tirado de camisas de franela sobre camisetas oscuras; el mismo modo de pasar las páginas de un libro, con esos dedos largos y estilizados, como si lo estuviera acariciando… Debió sentirse observado y me miró. Su cara de sorpresa me hizo reír con ganas.

Cuando nos conocimos, trabajaba de profesor asociado en la universidad, en el departamento de Astronomía, y fui alumna suya en una asignatura de libre configuración, Mecánica Celeste. Todo esto me pasó en el clásico momento de crisis universitaria. ¿Había elegido bien? Necesitaba salir de mi facultad y entrar en otros mundos, y las matemáticas siempre me habían apasionado. Consulté el listado de asignaturas a las que podía optar en ese cuatrimestre, y cuando llegué a “Mecánica Celeste” dejé de leer…

(Continuará)

domingo, 15 de mayo de 2011

El día del sonido del caramelo quemado

Clac. Clac. Clac. Así es como suena la capa de azúcar quemada sobre la crema catalana cuando se rompe por el peso de la cuchara. Dura un instante, y es un sonido delicioso, que gira sobre sí mismo dibujando volutas, ondas mullidas y frágiles. Clac. Clac. Me encanta. Pero ayer descubrí, con cierta inquietud, que no soy la única a la que le encanta. De hecho, también le encanta a alguien que no existe, a un personaje de ficción. Bueno, o no. No sé, el caso es que una duda me ha agarrado por dentro y no me suelta desde entonces.

Estaba en el salón de mi casa, revisando por enésima vez Amélie, la icónica película de Jean-Pierre Jeunet, con la intención de poder tirar de algún plato para incluir en mi libro de cocina. Me sonaba que algo comestible aparecía en las escenas de la cafetería. Hacía tiempo que no la veía, y algunos detalles, como es normal, los tenía olvidados. Tan olvidados, que cuando Amélie enumera esa lista de cosas que le encantan, casi salté del sofá al ver una imagen en primer plano de una crème brûlé (versión francesa de la crema catalana) y a Amélie recreándose al desconchar el postre de su caramelo cristalizado con la parte cóncava de la cuchara. Clac. Clac. Clac.

Tenía la sensación de no haber visto nunca esa parte de la película. ¿Había adquirido ese ritual porque mi subconsciente lo asimiló como mío desde que vi la película por primera vez? O podía ser al contrario… ¿Me lo había copiado Amélie?
                                                                              
Traté de pensar desde cuándo me gustaba craquear la superficie caramelizada de la crema catalana, si lo hacía desde niña, o si lo había hecho de forma intuitiva la primera vez que probé el postre. No recordaba que fuese un postre de mi infancia, la verdad. Pero el caso es que tampoco recordaba comer la crema catalana de otro modo, sin ese primer acercamiento que consistía, básicamente, en romper la superficie con la cuchara, a escasos centímetros de mi oído, para disfrutar al máximo de aquel delicioso clac-clac-clac. No lo recordaba.

De modo que quedaba abierta la posibilidad de esa segunda opción. Que yo no hubiese asimilado ese gesto de Amélie, si no que ella lo hubiera asimilado de mí. De verme a mí hacerlo. ¿Y cómo? Pues dándole la vuelta a todo.

Amélie prepara su cena después del largo día de trabajo. Mira por la ventana para comprobar que su vecino pintor sigue ahí, trabajando en su centésima reproducción del cuadro más famoso de Renoir. Le gusta verle pintar con minuciosidad cada detalle sobre la tela. ¡Cómo le gustaría saber pintar! Vuelve a echar la cortina y se sienta sobre su cama de sábanas coral, sosteniendo un cuenco con yogur y muesli. Enciende la televisión con el mando tumbado sobre la mesilla de noche, junto a la cama, y se engancha a las imágenes de una película de raros colores saturados. Una niña de pelo cobrizo y desordenado patina sobre una pista de hielo en medio de un jardín lleno de pequeñas bombillas como hadas. Lleva unas orejeras de hipopótamos rosas. Gira y gira deslizándose sobre el hielo junto a un niño de mirada gélida y mechones casi plateados. El niño se desata un muñeco que lleva prendido del patín y se lo regala, en lo que parece una despedida*.

En la siguiente imagen, la chica ha crecido, Amélie la reconoce por el pelo, más desordenado aún, pero del mismo color naranja que exagera la fotografía saturada de la película. Cocina unas tartas de aspecto maravilloso en una extraña reunión de amigos que cuentan historias en torno a los moldes y saquitos de harina como en una suerte de dulce akelarre**.

La película sigue avanzando, ante la atenta mirada de Amélie, que sigue a la chica del pelo naranja hasta el interior de una casa terrorífica, de angostos pasillos y telarañas que forran las paredes***. En el interior de una oscura habitación, la chica se sienta en la cama junto a un joven misterioso, con un maquillaje gótico y la sombra de la tristeza más absoluta en sus ojos. La chica extrae una diminuta piedra de una bolsa de terciopelo, y con la yema del dedo, la acerca a la piel de él, donde se funde en un centelleo blanco y perfecto. El chico llora, aliviado. Amélie llora también, y la primera lágrima se precipita sobre el yogur. El corazón se sale del pecho de Amélie cuando escucha al chico preguntarle quién es, y ella le contesta: “Cloe. Cloe Andersen”. Nunca olvidará ya ese nombre.  

Pero entonces Amélie ve algo que la confunde del todo. La chica del pelo naranja está sentada en la mesa de una cocina, frente a una cazuelita de barro de crème brûlé. La chica coge la cuchara y acerca su oreja a pocos centímetros del postre, mientras golpea el cristal de caramelo con la parte cóncava del cubierto. Sonríe de satisfacción con el sonido que produce al resquebrajarse. Clac. Clac. Clac.

Amélie deja caer el cuenco con los restos de yogur y muesli. Intenta pensar si ya ha visto antes esa película, si pudo haber asimilado ese gesto inconscientemente. O si pudo ser al revés, si esa chica, Cloe, le copió el gesto a ella. Al verla a ella hacerlo. ¿Y cómo? Pues dándole la vuelta a todo.



* Ver El día del primer amor sobre el hielo
** Ver El día de las tartas
*** Ver El día que cumplí mi profecía (2ª parte)





jueves, 5 de mayo de 2011

El día del primer amor sobre el hielo

Lo que más recuerdo de mi breve e infantil vida en Dinamarca son las navidades. Las navidades de allí huelen a canela y ponche caliente, a galletas caseras y salsa de cereza, a cerveza dulce y a hielo. Mucho hielo y nieve. Las calles se visten de diminutas luces doradas y de adornos de elegante diseño escandinavo. Los mercadillos de artesanía local y las pistas de patinaje sobre hielo al aire libre forman parte también de los clásicos de las navidades danesas. Aunque para mí, el recinto de patinaje no es solo un cliché de estampa nórdica. Tiene que ver con el primer amor.
                                                                                                               
Tenía seis o siete años, y ya era capaz de danzar sobre unos patines que prácticamente pesaban más que yo. Era una de esas tardes nocturnas, de noche cerrada sin haber dado siquiera las cinco. La pista de patinaje tenía forma ovalada, estaba en medio de un parque rodeada de árboles de los que colgaban preciosas bombillas como hadas. Y ahí estábamos toda una panda de niños con los mofletes colorados y embutidos con las obligadas B2G –Bufanda, Guantes y Gorro-, deslizándonos de un extremo a otro del hielo, ante la paciencia infinita de los padres, más soportable gracias al pensamiento de una seguida taza de chocolate caliente.

Me recuerdo ahí, cogiendo la mano de mi hermano pequeño, intentando prevenir sus arrebatos kamikazes sobre la pista. En una de esas veces imposibles de prever –y menos por una niña que también estaba disfrutando de lo lindo-, mi hermano se lanzó a protagonizar una pirueta mortal de las que salen en los campeonatos de la tele, y terminó aterrizando sobre otro niño mayor que él. Cuando me quise dar cuenta, el niño estaba zurrando a mi hermano, en un apasionamiento poco escandinavo. Recuerdo cómo me hirvió la sangre mientras corría hacia ellos. Empujé al chico y le hice saber, supongo que en mi rudimentario danés interrruptus, que ése era mi hermano y nadie le zurraba más que yo. ¡Hombre ya! El niño debió sentir terror por el contraste entre mi ira y la candidez de mis orejeras rosas de hipopótamo, se dio la vuelta, y patinó lo más rápido que pudo hasta desaparecer de la pista. Llevaba un pequeño reno de peluche prendido de los cordones de uno de sus patines.

Al día siguiente volvimos, claro, y de nuevo nos encontramos frente a frente. El niño, que se llamaba Kasper y tenía unos ojos gris claro como el hielo, bajó la mirada y me esquivó. Durante el resto de la tarde, nos mantuvimos alejados el uno del otro sin dejar de observarnos constantemente, cada vez con más curiosidad. Íbamos patinando en círculos concéntricos, cada vez con menos distancia, hasta que el encuentro fue inevitable.

Los quince días siguientes que duraron esas vacaciones, Kasper y yo aprendimos juntos a dar piruetas sin caernos y hasta me enseñó algunas palabras que mi padre nunca hubiera pronunciado delante de mí en su idioma. Soñaba con que yo le rescataba de las fauces de un dragón volando sobre un unicornio alado, y con que éramos temerarios aventureros en busca del triángulo de las Bermudas.

El último día llegó, y con él, el momento de despedirme de Kasper. Bajo el cielo estrellado, sobre el liso hielo que aguantaba las hojas de nuestros patines, le dije a Kasper que volvía a España al día siguiente. Sus labios color fresa se torcieron un poco, pero un destello iluminó sus ojos fríos y se arrodilló para desengancharse el reno de peluche del patín. Cuando me lo tendió sobre la manopla, empezaron a nevar copos de nieve con forma de estrellas perfectas y los dos sonreímos. Le di un beso en la mejilla, él balbució una frase que nunca pude entender, y se alejó deslizándose. No dejé de mirarle, pensando: “Si se da la vuelta, nos volveremos a ver”. Antes de llegar al otro extremo de la pista, donde esperaba su madre con los zapatos para cambiarse, Kasper se giró y movió la mano diciéndome adiós. Su sonrisa, en cambio, sólo decía “hasta otra”. Apreté el pequeño reno llena de felicidad.

Como es previsible, nunca volví a ver a Kasper. Y nunca supe qué me dijo antes de marcharse. Pero no he sido capaz de olvidar esta historia en años. Ayer pensé que era hora de volver al hielo, y como pagar un billete de avión resulta mucho más complicado en mis circunstancias que comprar un entrada para una pista de patinaje cubierta de las de aquí, me decidí por lo segundo para proveerme un día más de emociones. Apenas quedaba un mes  para que cerrasen las pistas de cara al verano.

Conseguí no caerme en toda la tarde, a pesar de que los ojos se me iban como magnetizados hacia cualquier chico rubio y de más o menos mi edad que aparecía por allí. Uno de ellos era bastante guapo, pero en cuanto pude observarle desde más cerca, me di cuenta de que sus ojos eran castaños. ¡Cómo de ridículo puede ser buscar a un chico tras veinte años sin verle en una pista de patinaje a varios miles de kilómetros! Así soy yo.

Continué sumergida un rato más en esas olas de nostalgia ya desde un café acristalado con vistas al recinto de hielo, y no pude evitar seguir buscando al pequeño Kasper entre los patinadores, con una media sonrisa, mientras acariciaba al viejo y despeluchado reno que sigue colgando de mi llavero.

martes, 3 de mayo de 2011

El día de Raúl Arévalo

No es justo achacarlo sólo a él. Me apetecía muchísimo ver esa obra de teatro, estaba recibiendo las mejores reseñas entre los estrenos de los últimos meses, y me encanta Shakespeare, y más aún, sus textos dentro de montajes contemporáneos. Pero sí, es cierto, lo reconozco. También quería verle a él, a Raúl Arévalo. No sé por qué especialmente ahora, cuando ya le había seguido desde sus primeras películas. No es el chico que te gusta, no es el prota, pero tiene algo que no pasa desapercibido, algo especial… Te sientes cómoda con él, como si fuera de la familia… Hasta que te das cuenta de que él es precisamente el chico que te gusta. Creo que fue eso lo que me pasó hace unas semanas viendo su última película. No era el prota, pero era el chico que me gustaba. Definitivamente.

Así que allí estaba yo, en la puerta del teatro, tras haber removido Roma con Santiago para engañar a una amiga para que me acompañase a ver la representación. Mi amiga llegaba tarde, así que me entretuve caminando sin rumbo por los alrededores. Unos metros más abajo, de pronto, se abre una puerta. Reparo en que es la entrada para los empleados de la sala y los actores, y aparece Raúl Arévalo. Más alto de lo que imaginaba, con vaqueros desgastados, camiseta de algodón gris, pelo revuelto y un móvil colgado de la oreja. Tuve que enfocar dos veces –eso sí, con disimulo-, para confirmar que era él. Se quedó hablando justo enfrente de la puerta, junto a un árbol, girándose a veces hacia la dirección en la que yo caminaba despacio, sin dar crédito aún.

No podía dejar de mirarle de reojo, el corazón se me aceleró y empecé a pensar, a la velocidad de la luz, cómo podría abordarle.

Podría haber esperado a que acabase su llamada, y, con infinita prudencia, haberme acercado para decirle que su última película me salvó la tarde y que me encantaba su trabajo. Haberle deseado muchos ánimos para la función y haberme despedido asegurándole que no quería molestarle. Pero entonces, él podría haberse detenido, nada más acercarme, en mis pestañas de muñeca, como recién salida de la piscina, un detalle que le hubiera parecido encantador. O podría haberse fijado en la mota con forma de media luna que tengo en el iris del ojo izquierdo, casi rozando la pupila, y se hubiera sentido intrigado por aquella marca de hechicera.

Su vanidad podría haberse desbordado ante mis palabras y formas de sincera admiración, o él mismo podría haberse emocionado con una cara desconocida y apasionada, tras semanas o meses de, quizá, sentirse solo y perdido.

Podría haberme respondido que yo no era una molestia en absoluto, y que agradecía profundamente mis palabras, que no podía creer que su trabajo en una película hubiera podido provocar tanta felicidad en alguien, y mucho menos salvarle una tarde. Podría haber sentido que me conocía de antes, qué sé yo, de otra vida, o haber percibido una conexión especial. Chispas. Haberse dado cuenta de que ese momento no estaba destinado a amontonarse entre otros, para lo que debía garantizar su supervivencia.

Podría haberme dicho, mientras el tambor de mi corazón seguía reverberando por todo mi cuerpo, que le apetecía continuar hablando conmigo, y que si le esperaba tras la función para tomar algo juntos, si yo no tenía otros planes, claro. Yo le habría contestado que sí, por supuesto, deseando que no se fijara en mis mejillas encendidas como manzanas de caramelo, que le esperaría en esa misma puerta.

Me habría encantado la obra, y habiéndole explicado todo a mi amiga, hubiera retocado mi brillo de labios mientras le esperaba en el mismo sitio de antes. Temblando de emoción y con el corazón enloquecido. Él hubiera salido con su ropa cómoda de antes, habría sonreído tras mi felicitación, y me habría propuesto ir a un pequeño bar donde preparaban, me hubiera asegurado, las mejores croquetas de la ciudad.

Con el segundo vino, me hubiera relajado un poco, y empezaría a disfrutar de verdad de ese encuentro inesperado. Él me hubiera reservado la última croqueta y confirmaría su sospecha de que la media luna de mi ojo debía ser cicatriz de magia blanca.

O también podría haber pasado de otra forma. Rebobinemos.

Durante la llamada, él podría haberse fijado en el azul eléctrico de mi camisa y haber memorizado su curioso estampado de líneas negras. Podría haberme mirado a los ojos y haberse preguntado qué estaría pensando, si estaría triste o alegre o preocupada, y a quién estaría esperando. Podría haber disimulado su interés al cruzarse momentáneamente nuestras miradas, y haber sentido que el circuito hacía conexión. Clic. Se hubiera sentido aliviado al ver que llegaba mi amiga, que era a ella a quien esperaba y no a un chico que me besara al acercarse. Resignado, se hubiera metido de nuevo en el teatro para cambiarse en los camerinos mientras nosotras nos alejábamos hasta la entrada principal.

Me habría encantado la función, y, a la tercera vez de salir a saludar al público, me hubiera visto frente a él, en la tercera fila, gracias de nuevo al azul centelleante de mi camisa. Entonces me hubiera mirado a los ojos, y emocionado con mi arrebatado aplauso, me hubiera dicho, vocalizando despacio: “GRA-CIAS”. Y me habría sonreído.

Tras haberme despedido de mi amiga, esperando al metro mientras fantaseaba con ese gesto tan inaudito, él podría haber aparecido por el mismo andén, ya vestido con la ropa cómoda de antes, y yo no habría dejado escapar ese momento. Entonces me hubiera acercado, le hubiera felicitado por su trabajo y asegurado que esa obra me había salvado el día. Él se hubiera detenido en ese instante en mis pestañas de muñeca, como recién salida de la piscina, un detalle que le hubiera parecido encantador, o en la mota con forma de media luna que tengo en el iris del ojo izquierdo, y se hubiera sentido intrigado por esa marca de hechicera…

Podría haber sucedido así, pero desperté abruptamente de mis fantasías con el golpe de la puerta de los empleados y actores del teatro justo delante de mí. Raúl Arévalo había vuelto a la sala, supongo que para caracterizarse antes del comienzo de la obra. Yo seguí esperando a mi amiga, con mi sueño de cántaro de leche hecho pedazos, intentando adivinar cuál es la receta definitiva para que nos atrevamos más.