jueves, 27 de octubre de 2011

El día de la leyenda de los hilos

¿De dónde viene el amor? Aún me recuerdo de niña haciéndole esta pregunta a mi abuela Dorte, la danesa, durante unas vacaciones junto a mi padre. La abuela Dorte era alta y espigada, sin dar la sensación de fragilidad; tenía los ojos como aguamarinas y una melena lisa, en rubio ceniza, que siempre llevaba atada en la nuca con cintas de colores. También con ella utilizaba una mezcla de su idioma y el mío, como hacía con mi padre. Ella aprendió algo de español por un malagueño del que se enamoró locamente un verano en la costa del Sol. No le volvió a ver. Mi abuelo, todo un vikingo al que conoció años después, la hizo muy feliz, pero resulta curioso cómo, tras nacer mi padre, éste repetiría el patrón una generación después perdiendo la cabeza por una mujer española, mi madre. Como si el amor frustrado de mi abuela Dorte hubiera encontrado por fin su camino a través del corazón del hijo. Mi madre no resistió la fría vida escandinava, pero eso ya es otra historia.

El caso es que, como decía, me recuerdo frente a la abuela Dorte, sentadas las dos en su jardín, con esa gran pregunta. ¿De dónde viene el amor? Lo había visto ya en algunas películas, también pintado sobre lienzos y escrito en muchos de mis cuentos, pero nunca nadie explicaba de dónde venía. Quiero decir, por qué una persona en concreto se enamora de otra. De otra con una combinación de cromosomas totalmente única, que la diferencia de los demás. ¡Yo sólo quería saber por qué era esa persona! ¿Por el color del pelo, por su aroma, o quizá por el modo de dibujar historias en el aire con las manos mientras habla? No lograba entenderlo.

La abuela Dorte comprendió enseguida el sentido de mi pregunta, y me confesó, con mucho misterio, que la clave estaba en los hilos.

Los hilos procedían de una antigua leyenda que contaban los habitantes de la extraña isla de Mon, un enigmático trozo de tierra con paisajes lunares al sudeste del país, según la cual los humanos estamos compuestos por una parte matérica, visible –nuestro cuerpo-, y otra invisible y con cualidades mágicas. La idea filosófica del alma cobraba para ellos la forma de hilos, de delgadísimas ramificaciones que se prolongaban desde nuestra parte física y flotaban a nuestro alrededor, envolviéndonos y protegiéndonos. Estos hilos son mágicos, me aseguró la abuela, y también los auténticos responsables del amor.

Los hilos permanecen irrevocablemente ligados a nuestro cuerpo mientas éste está lleno de vida, y por tanto, nos acompañan allá donde vayamos. Yo me los imaginaba como una estela maravillosa con la forma de espaguetis.

Cuando andamos por la calle, o jugamos en un parque; cuando estamos sentados en un cine o saltando olas en el mar, nuestros hilos y los de las personas que nos rodean flotan en el mismo espacio invisible en un orden casi perfecto. Hasta que un hilo se enreda con otro hilo. El enredo se produce a corta distancia, por supuesto, y es imperceptible para las personas implicadas. Solo aquellos poseedores de un sexto sentido son capaces de percibir algo en ese mismo momento, de entender que algo acaba de cambiar. La abuela Dorte me contó que puede suceder en cualquier momento, simplemente al cruzarte con alguien por la calle, sin necesidad alguna de detenerse; las terminaciones de unos hilos con los otros podrían quedar entrelazadas.

Entonces, los hilos quedan ligados sin importar la distancia física que a continuación separe a ambas personas. Las dos siguen haciendo su vida normal, y los hilos van desenrollándose como de un carrete hasta que llegan a su límite. Clic. Es el tirón, que marca el fin de la distancia.


El tirón y el encuentro

El tirón siempre se percibe de algún modo físico, aunque pocos aciertan a distinguirlo. Suele presentarse como un pinchazo, e interpretarse como algo fortuito. Los habitantes de Mon creían que el verdadero tirón se sentía siempre en forma de punzada en el corazón.

A partir del tirón, los hilos no pueden separarse más y ejercerán una fuerza de atracción mágica hasta reunir a sus dueños. En ese punto sólo es posible el encuentro.

 ¿Y por qué unos hilos se enredan y otros no? Fue mi inevitable segunda pregunta. La abuela Dorte encogió entonces los hombros, y, con una paciencia sobrehumana, me habló de cosas que en aquel momento no entendí mucho, como el azar, las energías o el destino, ya no me acuerdo muy bien. Pero no me importó demasiado no entender eso, porque acababa de encontrar la explicación que yo necesitaba para comprender cómo surgía ese hechizo entre dos personas.

 Me encantó descubrirme como un ser mágico, parecido a los que salían en mis libros de fantasía, toda rodeada por delicados hilos invisibles. Adoraba la historia de los hilos, y hacía que me la relatara una y otra vez, cada vez que la veía. Creo que, en algún punto, la abuela Dorte debió preocuparse por mi fijación con la historia, y un día decidió mostrarme su lado oscuro. Me dijo que los hilos no siempre eran infalibles, y que algunos enredos se producían con hilos tan frágiles que se rompían antes incluso de llegar al tirón. Me lo contó con los ojos en otra parte, muy lejos de su habitación, seguramente pensando en ese hombre del sur a quien nunca pudo encontrar. Los hilos entre ellos se rompieron antes de tiempo.

Reconozco que la abuela fue muy perspicaz al desmitificar para mí la antigua leyenda de la isla de Mon, de lo contrario, presiento que mi vida hubiera girado permanentemente en torno al deseo de ese tirón, de esa obsesión con el enredo de los hilos.

Ya tenía casi olvidada la historia, acolchada por telarañas en mi memoria como un bonito recuerdo de mi abuela, nada más. Hacía años que ni se me pasaba por la cabeza… Y justo por eso, me extrañó profundamente que fuese la leyenda de los hilos lo primero en lo que pensé cuando, hoy mismo, mientras untaba el pan tostado con mermelada de mora para desayunar, un claro pinchazo atravesó el centro de mi pecho. Solté el cuchillo de un respingo. Ahora sólo sería posible el encuentro, ¿no?

martes, 25 de octubre de 2011

El día de la tarta de manzana y la colección de problemas resueltos

La primera semana de trabajo en el Sundae Nights pasó sin mayores sobresaltos tras esa dudosa inauguración triunfal que se saldó con el camarero más experimentado en el baño de su casa durante 24 horas por culpa a una diabólica infusión de hojas de sen. De algún extraño modo, Simon, el dueño del local, quedó satisfecho con mi capacidad de reacción ante situaciones de emergencia y me proporcionó un contrato indefinido, algo digno de celebración en estos tiempos.

En los días siguientes, me fui adaptando a los cambios de turno y los horarios de jaula de grillos que debería terminar compaginando con mi vida de escritora e investigadora culinaria -¡por llamarlo de alguna manera bonita y alentadora!-. Soy consciente de que ha pasado poco tiempo, pero ya he sido capaz de elaborar una lista de mis cinco cosas favoritas como camarera sobre patines en esta hamburguesería de película. Ahí va:

1. La porción de tarta americana de manzana recién hecha por Pincho que consigo zamparme, sin que nadie me vea, en los pocos segundos de serenidad que me dejan las comandas recién servidas en las mesas. La manzana caliente derrite el helado de vainilla y todo parece arreglarse dentro de mi cuerpo cuando esta delicia desciende por mi garganta. Mmmmm…

2. El momento en que del hilo musical se escapan las primeras notas de Summer nights, canción estrella de la banda sonora de Grease. Suena cada día, una vez al menos, y me recuerda a mis primeros bailes del colegio, a faldas de vuelo en tonos pastel, a las fiestas de pijama con mis amigas del instituto y al sabor de las tortitas con caramelo que aprendí a hacer en esa época.

3. El gesto con el que Pincho huele cada día las frutas del bosque que usa para preparar los batidos, para comprobar si están perfectamente frescas. Se acerca un buen puñado a escasos centímetros de la nariz, sujetando las bayas suavemente entre sus manos, como si se tratara de un bebé, cierra los ojos e inspira. Si sonríe, es que todo está como debería. Le pillé un día en esta estampa, y ahora ya intento no perdérmelo nunca. Resulta sexy y adorable a la vez.

4. La sensación de quitarme los patines al finalizar la jornada y comenzar a caminar nuevamente a pie. Es como si flotara y continuara deslizándome sobre la acera, más ligera que nunca.

5. Contemplar a un par de estudiantes de grandes gafas estilo años ochenta, que vienen en días alternos, piden un par de coca-colas y se tiran dos horas haciendo extraños garabatos en papeles mientras el humo no cesa de salir de sus cabezas. Intentan resolver complejos problemas matemáticos o físicos, y siempre se despiden con un gesto triunfal tras haber dado con la solución entre los dos. Suelen olvidarse de algún papel grabado con fórmulas, que siempre acabo recogiendo para guardarlo con mimo en una carpetilla de plástico naranja.

Se me ha ocurrido que esa va a ser mi colección de problemas resueltos, y espero que un día me proporcione la pista para dar con la solución para los míos. Quién sabe si estos dos chicos ya han comprendido el sentido del universo, y ese enigma que ya no lo es se descabeza aquí mismo, entre mis manos, plegado contra el plástico de una humilde carpetilla.

viernes, 21 de octubre de 2011

El día en que un marciano se encargó de atender un bar

Mis primeras veces, así, en general, siempre tienden al desastre, en particular los primeros días en un trabajo nuevo. Todo lo malo que podría suceder, de alguna insólita manera, termina ocurriendo, así que la experiencia previa me ha enseñado a estar preparada para todo cada vez que me enfrento a un nuevo primer día de trabajo. Tengo que admitir que ser capaz de servir mesas sobre unos patines de ruedas en paralelo, sin tropiezos ni bandejas volando por los aires, no dejaba de ser una provocación mayúscula para unos hados con tanto sentido del humor como los míos. Por eso no me extrañó advertir un sutil tembleque en mis piernas mientras me dirigía, por primera vez, al Sundae Nights a trabajar.

El americano Simon, mi rollizo nuevo jefe, mostró su piedad conmigo y, por ser el primer día, me levantó la regla de tener que utilizar los patines de bota blanca con lazos rojos. Enseguida me puse la camisa y la falda que llevaba por uniforme y él pasó a enseñarme dónde estaba cada cosa y cómo realizar bien la tarea para la que me había contratado. Me presentó a Martín, encargado de atender desde la barra, y a Pincho, el cocinero, que había recibido un curso rápido de cómo preparar las más deliciosas hamburguesas y auténticas tartas de queso neoyorkinas. Todavía era pronto, y no había más que un anciano del barrio despistado bebiendo un café a pequeños sorbitos apoyado en la barra, con lo que aproveché para familiarizarme con el lugar y charlar un poco con mis nuevos compañeros.

Martín tenía bastante experiencia previa como camarero, a pesar de su juventud, y se comprometió a enseñarme a tirar bien la cerveza y algunos trucos básicos para no terminar con la espalda destrozada. Esta sabiduría, sin embargo, no le estaba aportando calma para el día de apertura del Sundae Nights, y se movía histérico de un extremo a otro para asegurarse de que todo estaba donde debía estar y no verse abrumado por la presumible posterior avalancha de clientes hambrientos y sedientos desde la barra. Le ofrecí prepararle una tila doble para que se centrase, y de paso así aprender a manejar la máquina de café, cosa que le pareció muy bien.

Una hora después, cuando los primeros clientes comenzaron a entrar, Martín había apurado la taza y se le veía más calmado, yo ya estaba en mi puesto con mi mejor sonrisa a petición de Simon y Pincho comenzaba a calentar el aceite preparado para el aluvión de patatas fritas que se le venía encima y batía con fuerza la leche para aligerar los batidos.

Conseguí llevar mis primeras comandas sin equivocarme, poniendo a cada cual lo suyo y con la rapidez suficiente para que no les diera tiempo a aburrirse ni que se quedasen frías las viandas. Todo parecía fluir, y Simon nos dijo que iba a hacer unos recados cerca de allí. Fue salir nuestro jefe por la puerta, y darme cuenta de que Martín se estaba poniendo lívido. Su cara era como una vela, y los ojos se le desencajaban por segundos. ¿Martín?

Me acerqué rápidamente, y antes de que me respondiera, salió huyendo despavorido al final del pasillo con las manos sujetándose la tripa. Ay madre.

Hojas diabólicas

Esa fue solo la primera de las carreras que se pegaría el pobre Martín durante la siguiente media hora. A Pincho se le quemaron un par de tandas de aros de cebolla por la distracción de ver al otro como una bala pasando frente a la ventana que daba a la cocina, y yo empecé a repasar con Martín, en los escasos minutos en los que no estaba encerrado en el baño, lo que había comido hasta ese momento. Se me encendió de pronto una bombilla. La tila.

Me acerqué a la cocina para inspeccionar el cubilete de las infusiones, de donde había sacado la tila. Entre las infusiones, encontré unas bolsitas de una planta que no me sonaba de nada, hojas de sen, leí, y le pregunté a Pincho qué era eso. El cocinero puso cara de preocupación, y me dijo que, si eso era lo que Martín había tomado, ya podíamos mandarle a casa porque esa infusión le mantendría ocupado depurando su cuerpo durante el día entero. Radical.

Corrí a buscar la taza abandonada por Martín, en la que yo le había preparado la infusión, casi pidiendo a las fuerzas superiores del universo que la diminuta etiqueta de cartón que cuelga de la bolsita de hierbas pusiera claramente “tila”. Cuando descubrí esas tres palabras ahí grabadas, “hojas de sen”, me dieron ganas de meter la cabeza en la ralladora de queso. ¡Mierda!

Fui a buscar a Martín al baño y le dije que tenía que irse a casa, que le había preparado por equivocación una infusión de un fuerte laxante, y que ya me encargaba yo de todo, que así no podía estar. El camarero desapareció de allí doblado, sujetándose la barriga con todo el largo de los brazos, tras llamar nosotros a un taxi para que le dejase en su casa lo antes posible. Me sentía fatal. ¡Aunque a quién se le puede ocurrir colocar esas bolsitas de hojas diabólicas junto a las inofensivas manzanillas y poleos!

Por otra parte, con todo este lío se nos había echado encima el primer pico de hora punta, las meriendas de los estudiantes que salían de la Facultad de Geología, y la barra empezó a estar invadida por caras de post-púberes que exigían sus hamburguesas y cafés helados.

Me aposté detrás de la barra, los ojos saliéndose de sus órbitas, sin poder evitar acordarme de estas películas de zombis donde la masa de trapillo y carnes sueltas acaba con la pobre víctima paralizada por el terror.  No quería ser devorada por pardillos de primero de carrera. ¡No! Entonces empecé a moverme, sin pensar, solo a moverme como una loca para poder aplacar a las turbas.

En esa tarde, debí de servir cafés hechos con coca-cola hervida, batidos de té caliente, patatas fritas con sirope de chocolate, hamburguesas con guarnición de helado y perritos calientes rellenos únicamente de pepinillos en vinagre. Pincho, desde la cocina, hacía lo que podía, pero no logró dar más de sí. Y prefirió, sabiamente, cerrar los ojos para no ver cómo de pronto, esa camarera de pelo cobrizo encoletado, se convertía en el marciano Gurb de Eduardo Mendoza atendiendo la barra del Sundae Nights.


Nota añadida posteriormente: Los clientes de aquella tarde consideraron las meriendas servidas de tal originalidad, que las semanas siguientes no dejaron de felicitar a Simon por su atrevimiento y seguían reclamando sus cafés de coca-cola hervida… En lo que a mí respecta, me cambiaron el contrato de prueba a indefinido y Martín, contra todo pronóstico, volvió a dirigirme la palabra.

lunes, 17 de octubre de 2011

El día del pataplof

Nos miramos, cada contrincante en un extremo del pasillo. Yo soy más alta, pero ellas más rápidas. Digo ellas, porque encima son dos. Dos contra una. ¿Qué clase de justicia puede ser esa? Me acerco y las veo retroceder con un rápido gesto, confabuladas, pasándose la siguiente jugada como por telepatía. O como si fuesen partículas gemelas de física cuántica, a las que no les hace falta ni mirarse para interpretar la misma información a la vez. Me abalanzo sobre ellas en un intento de sorprenderlas, pero con un afilado silbido doblan la esquina del pasillo hasta desaparecer ante mi cara de estupefacción.
Las botitas blancas que Simon me entregó junto con un contrato de trabajo en el nuevo diner americano de mi barrio Sundae Nights se han convertido en toda una amenaza desde que llegamos a casa. El primer día no quise agobiarlas, de hecho les dejé trastear alrededor de las habitaciones, para que fuesen sintiéndose cómodas. Hasta me parecían simpáticas viéndolas deslizarse sobre el viejo parqué, haciendo laboriosos giros y atolondrados frenazos cada vez que creían atisbar algo interesante, ya fuese un trozo de caramelo, una brizna de espumillón de las navidades pasadas –ups- o alguna mariquita que perdió su rumbo. Incluso empecé a pensar que la mirada burlona con la que me saludaron la primera vez que nos vimos, colgando ellas de la mano de Simon, había sido una burda imaginación de las mías. Confieso que me sentí culpable y hasta algo paranoica. Pero aaaaaah… Por algo deben decir eso de las primeras impresiones…

Un día me pareció tiempo suficiente para que disfrutasen de su nueva casa y descansasen un poco. Así que juzgué oportuno probármelas esta misma mañana y practicar un poco el arte del patinaje en los pasillos de mi casa, primero, y si la cosa se daba bien, bajar al parque por la tarde.

Que no fuese capaz de mantener el equilibrio los primeros minutos, después de años sin subirme a las cuatro ruedas en paralelo, estaba dentro de lo esperado. Lo que se salía totalmente del guión era que las botitas decidieran que querían seguir viviendo su independencia plenamente.

Como si me hubiesen leído el pensamiento, primero se escondieron detrás del cesto de la ropa sucia de mi habitación, y me tuvieron una hora buscándolas como una desesperada, y no contentas con esto, cuando al fin las localicé, las malvadas salieron como cohetes en dirección al salón, donde me impusieron un juego del escondite en el que siempre me la quedaba yo. Enternecedor.

Un rato después de aquello, la gota de sudor se precipita por mi frente y solo se me ocurre una cosa. Divide y vencerás. Escondida ahora yo tras la puerta de la cocina, con la ayuda de una vieja lata de galletas consigo atrapar a una de las botas, la más despistada. ¡Mía! Se revuelve como loca e intenta pincharme con los ganchitos que ciñen los cordones en la parte superior, sin éxito. ¡Ja!

Embuto mi pie en ella, la acordono bien y me pongo en pie haciéndome cargo del desnivel. Ingenua de mí, ¡cómo iba a sospechar que el caprichoso patín no se había dado aún por vencido cuando de pronto inicia una frenética marcha que voy siguiendo a duras penas, asustada y casi a dos cuerpos por detrás de mi pie rodante! Gira bruscamente casi frente a la puerta de entrada, se prepara para un sprint en el pasillo, vuelve a girar,  y, ya notando el corazón en la base de mi garganta, interpreta una cabriola que me hace imposible evitar la zancadilla con la mesa bajera para terminar besando el suelo. Pataplof.

Auch. Qué dolor. Levanto levemente la cabeza para encontrar todo mi cuerpo empotrando contra la madera antediluviana. El corazón está acelerado del susto y noto que la sangre me palpita en la rodilla derecha, donde descubro una herida de las feas. Auch. Me incorporo con cuidado, para al menos permanecer sentada sobre el suelo, y me crujen los huesos en la espalda, recordándome que ya no tengo edad para estos juegos. Y tienen razón, así que me ayudo de las manos para masajearme suavemente la base de la columna.

Entonces, dirijo la mirada hacia la puerta, y allí la encuentro, a la otra bota, la que no se había dejado atrapar, contemplando toda la escena. Me sube un escalofrío de primeras y reculo unos centímetros; cómo fiarse de que no vaya a rematar la faena después de la que me ha liado su gemela. Pero permanece tranquila, y en unos segundos se mueve suavemente hacia mí, y a pesar de mis reticencias iniciales, acierto al percibir algo distinto. Se acerca a su gemela, y luego continúa explorando mi pierna dolorida y junta su flexible piel blanca con la mía como acariciándome. Entiendo que se siente culpable de la tremenda caída y que me pide perdón, porque en realidad no pretendían llegar tan lejos. Creo que es su forma de prometerme de que no lo volverán a repetir. Y qué le voy a hacer si soy así de tonta, que con un besito, aunque proceda de un rebelde patín, se me pasan todos los males.

jueves, 13 de octubre de 2011

El día de las botitas blancas

Dicen que la ingenuidad y los sueños se acaban el día que necesitas pagar el alquiler o hacerte cargo del bienestar básico de otros. A todo el mundo le llega, a unos antes y a otros más tarde, y yo no podía escapar a esa regla universal, por muy pelirroja y bicho raro que fuese.

El día que me di cuenta de que el pequeño adelanto económico que el Gordo y el Flaco, mis queridos editores, me habían pagado por la redacción del libro de cocina, había llegado a su fin, al igual que mis exiguos ahorros, es el día que entendí que había que cambiar de estrategia si quería sobrevivir. Así que a ello me puse.

Comencé a dar vueltas por mi barrio, en busca de carteles pegados en comercios donde solicitasen nuevos empleados o de algún cotilleo en la panadería que me diera la pista para conseguir ese ansiado trabajo. Por encima de todo, me repetía, necesito pagar el alquiler. Y que ese trabajo me permita unas horas libres para terminar de una vez de escribir el libro, si no quería acabar brutalmente asesinada por un ataque de cólera del Gordo y el Flaco.

Precisamente al pasarme por la frutería del barrio, Poli el Lechugas me comentó que en una de las calles aledañas estaban a punto de abrir una hamburguesería fashion, de esas. Agradecí la indicación y hasta allí me dirigí, para descubrir un local de brillo plastificado al que estaban dando los últimos retoques. Tuve la suerte de conocer ahí mismo al encargado, Simon, que no Simón, porque era americano. Se había instalado en la ciudad tras casarse con una española, me contó al rato. El caso es que Simon, con su cara rolliza y pecosa y sus ojos enmarcados en la fina montura roja de sus gafas, me hizo solo una pregunta: ¿Sabes patinar?

Un consejo muy común para afrontar una entrevista de trabajo, es aquello de decir que sí a todo lo que te pregunten. ¿Podrías trabajar en fin de semana? . ¿Te parece bien el sueldo que te proponemos? . ¿Conoces este programa de diseño? . Así que, antes siquiera de que me diera tiempo a pensar en las consecuencias que mi respuesta podría entrañar, mis labios se movieron solos estirándose hacia ambos carrillos para articular en un silbido un rotundo sí.

Ni siquiera debí pestañear, así que Simon, que había dejado un instante de silencio para que yo preguntase extrañada los motivos de ese requisito, se lanzó a explicarme que quería recrear la imagen prototípica del diner americano, con sus mesitas de aluminio de acabado romo, sus cestitas de plástico a rebosar de patatas fritas y cómo no, sus camareras patinadoras. Comprobé que, efectivamente, el local era lo suficientemente amplio como para poner en marcha una idea tan disparatada como esa, con lo que deduje que nadie le haría bajarse del burro a este hombre.

Me despedí del rollizo Simon después de que él hubiera anotado bien todos mis datos para resolver el papeleo y que pudiera empezar este mismo fin de semana. Ya salía por la puerta cuando me gritó: ¡Espera! ¡Olvidas algo!. Ese algo colgaba de su mano derecha y era un par de patines de bota blanca y lazadas rojas, igualitos a los de mi infancia. Casi notaba que los patines me miraban con ojos burlones. Me acerqué despacito, sosteniéndoles la cara de chiste, y cuando pasaron de los brazos de Simon a los míos, este me dio una última indicación: Practica un poco.

Nunca me había resultado tan fácil conseguir un trabajo, la verdad. Pero algo me invitaba a pensar que sería algo más difícil conservarlo… No iba desencaminada mi intuición, porque, sin yo sospecharlo, durante el camino de vuelta a casa las perfectas botitas blancas se confabularon para no ayudarme absolutamente en nada… ¡Retorcidas!

(Continuará)

martes, 11 de octubre de 2011

El día del fin de la hibernación

Las pestañas se me van desenredando y dejan de abrazarse fuertemente las unas con las otras. Vislumbro una línea de luz dorada, sin ningún filtro más que el de la neblina de mis ojos. Un sueño denso sigue instalado en mi frente, no recuerdo cuándo fue conciliado. Hace cuántos días, me refiero. Me resisto a abandonar mi estado de hibernación, y utilizo la poca fuerza que poseo en estos momentos para obligar a mis pestañas a volver a entrelazarse. Aprieto los ojos con ganas, ansiosa por volver allí, a las aguas turquesas en las que he acomodado mi cuerpo y mis sentidos durante todo este tiempo. A salvo.

Como las narf nacidas de la espumosa imaginación de M. Night Shyamalan, así estoy yo, rodeada de líquido turquesa agujereado por estrellas de luz que la refracción difumina hacia todas las direcciones. Me noto ligera y flexible, como si mis huesos hubieran perdido la rigidez y solo permaneciese el gelatinoso tuétano formando mi esqueleto. El agua me acaricia a una temperatura cálida, y me trae pequeñas perlas y piedras preciosas con las que hilo delicados guantes y tocados. Otras como yo me hacen compañía, bailando a mi alrededor, y me uno a ellas en sus juegos y cabeceos, en sus risas con forma de volutas, para sentir que formo parte de algo, de ese lugar alejado de todo. Estoy tan cómoda que dormiría o nadaría a todas horas. Aunque allí es lo mismo. Creo que no he dormido desde que llegué. Nunca he estado tan bien como en este pequeño universo azul.

 Por eso me asusto tanto cuando, en cuestión de segundos, siento cómo el aire deja de nutrirme a través de las rendijas que me salieron de detrás de las orejas; cuando mi cuerpo se vuelve pesado con la súbita vertebración de mis huesos; cuando el agua se hace densa y gelatinosa y su temperatura desciende inclemente, y me congela el corazón.

Es entonces cuando me doy cuenta de que mis pestañas se van desenredando y dejan de abrazarse fuertemente las unas con las otras. Cuando vislumbro una línea de luz dorada, sin ningún filtro más que el de la neblina de mis ojos.

Mis intentos por volver son vanos. Espero un ratito, muy quieta, hasta que mis pupilas se acostumbran a la sequedad del aire de mi habitación y la aterciopelada manta que encuentro sobre mí termina de devolverme el calor corporal. Me incorporo despacio, mientras intento pensar cuánto tiempo ha pasado, cómo llegué hasta allí y cómo he vuelto ahora. Y para qué.

La luz rebota por todo lo largo de mi brazo translúcido, y me maravillo al verlo cubierto de una costra de diamantes. La otra mano intenta atraparlos y termino riendo al comprobar que son gotas de agua. Huelo a cloro.

Logro ponerme en pie y empiezo a explorar los pasillos de una casa conocida. El olor a cruasanes recién hechos y a café caliente me guía directa a la cocina. Estoy hambrienta. Lleno hasta el borde una enorme taza y la cubro con dos cucharadas de nata fresca, que espolvoreo con canela y acoplo en una bandeja junto a un plato con una hojaldrada pirámide de cruasanes. A pequeños pasos, dándome tiempo, llego hasta la pequeña terraza. El calendario no engaña, estamos en octubre pero aún se puede disfrutar de los últimos desayunos al sol.

Me siento y, mientras mastico como si fuera la primera vez, contemplo que todo está tal como lo dejé. Un precioso cielo cerúleo en el horizonte, con sus algodonadas nubes; la pequeña pastelería francesa, la hilera de coches que pugnan por un espacio en el que coexistir, la dueña de la peluquería fumando un cigarrillo que sujeta entre dedos coloreados por gominolas, la pareja de gatos que enroscan su tiempo sobre el tejado de la tienda de electricidad, tentando al destino. La vida, en definitiva, continúa y me ha estado aguardando todo este tiempo de hibernación ante un invierno que me producía inquietud. Todos, el cielo, los pasteles, los coches, la peluquera, los gatos, parecen reírse de mí por haber intentado escaquearme de un mundo que muchas veces no logro entender, por haber intentado burlarlos y colarme por una alcantarilla hacia ese fondo turquesa donde cualquier cosa fluye sin dificultad.

 El humo del cigarrillo de la peluquera sube hasta mi terraza, se enfrenta a mi mirada, y me dice en un idioma frío, extraño, de esos que me gustan a mí, que solo sobre este escenario es posible una vida fascinante. Me quedo pensativa, sopesando la idea, y el maleducado aprovecha sus últimos hilillos de nada gris para recordarme con malévolo sarcasmo que puedo volver cuando quiera a “esa charca donde me moriré aburrida por la insípida charla de las perlas”. Ja. Y qué sabrá él.

Me restriego la mano por el brazo aún húmedo para eliminar todo rastro de mi ondulante mundo acuático. Ya está, casi despierta de nuevo. Vértigo. Ha sido una hibernación maravillosa, y probablemente la seguirán días en los que me arrepienta de haberle dado la razón al humo del cigarrillo y haber vuelto. Ya se lo advirtió Morfeo a Neo antes de elegir la pastillita roja en Matrix. Bueno, creo que esto es distinto, pero siempre envalentona saber que hiciste lo que Keanu hubiera hecho… ¿o no?

Ahora percibo un serpenteante cosquilleo en mis manos y piernas, que también luchan por despertarse. Tienen ganas de hacer cosas. Y sé que en unos momentos, mientras apure las migajas que quedan de los cruasanes, mis pestañas terminarán de despegarse y la gelatina que envolvió mi cuerpo durante todo este tiempo de letargo se reducirá a polvo salado. ¡Chas!