viernes, 29 de julio de 2011

El día del Ocho (1ª parte)

Hago esfuerzos por recordar cómo he llegado hasta aquí arriba, pero no consigo comprender. La destartalada terraza me abre una extraña imagen de sueño que acaba por tornarse pesadilla. Las nubes sobre mí, plúmbeas y de olor húmedo, anuncian una violenta tormenta de verano. El viento las azota y lo siento con fuerza revolviéndome el pelo en todas las direcciones, como loco. Contemplo medio hipnotizada el fluir de gente que dibuja un claro bucle más de veinte plantas por debajo de mis pies, sobre la calle. Un enorme ocho que se retroalimenta de los pasos autómatas de una multitud inconsciente. La inquietud se instala en mi interior. ¿Qué demonios está pasando?

Ahora recuerdo que no estoy aquí sola. Me giro, y el limpiacristales con aspecto de mendigo, de ropas raídas y sucias, sin afeitar, y con un sombrero pisoteado, sigue junto a mí. Casi había olvidado su presencia, pero ahí está, medio metro por detrás de mis hombros, preparado para rescatarme si me da por caer. Si me diera por caer.

-¿Qué está pasando? –le pregunto.
-Se lo advertí, señorita. Ya ve que no le mentía. Nadie parece salir de ahí, de ese ocho.

(Continuará)

miércoles, 27 de julio de 2011

El día de la niña de los naipes

Si es cierto eso de que tenemos vidas pasadas, en otra de mis vidas anteriores, si no en todas, tuve que ser sardina. O pulpo. Animal acuático, vaya. Siempre he sentido la llamada del agua desde mi interior, lo que tiene difícil solución cuando se vive en lugares sin mares ni ríos cerca. Entiendo que esa es la razón por la que los cuartos de baño ejercen una gran atracción sobre mí. Me maravillan los nuevecitos, con mármoles claros del suelo al techo y bañeras grandes y relucientes. Y también por esto mismo me encanta cualquier plaza con fuente, por pequeña que sea, mientras haya un banco enfrente en el que sentarse y contemplar cómo se precipitan los chorros, abandonarse en su rumor crujiente, sentir el frío de las gotas disparadas…

El sonido del agua tiene algo balsámico que apaga sin que me dé cuenta un botón en mi cabeza, y a la vez enciende otro que me lleva a un estado de inconsciencia mucho más placentero. Ese otro botón permanecía encendido mientras en la tarde de ayer trataba de zafarme de la agónica ola de calor frente a una preciosa fuente rodeada por unas maderas a modo de embarcadero, al final de un parque próximo a mi casa. Lo encontré un día de nubes que se reflejaban en la fuente tiñendo el agua del color del acero, y esta era la primera vez que acudía a mi rincón líquido favorito desde el inicio del verano.

No sé cuánto tiempo llevaba allí sentada sobre las tablas de madera, bajo la hipnosis del baile de los chorros de agua, cuando reparé en que, junto a mí, había alguien más. Era una niña de unos seis años, con un ligero vestido azul celeste. El pelo, lacio y rubio apagado, le llegaba a los hombros coronados por mangas de farol. Estaba muy quieta, también como hechizada por las cascadas que dibujaban los surtidores de la fuente. Apenas pestañeaba y me fijé en que sus ojos, de un azul que parecía gris, no veían lo que ambas teníamos enfrente. Estaban en otro sitio. Eran los ojos de una mujer mayor, de una anciana.

La fascinación que me produjo la imagen de esa niña atípica, o que al menos lo parecía, rompió mi extraña conexión con el agua y encendió el botón de mi cabeza con el que hago vida normal, ya más desde la tierra. A esa niña le pasaba algo.

Entre sus regordetas manos sujetaba un taco de naipes que iba barajando suavemente, casi como si llevase toda la vida haciéndolo, sin mirarlo siquiera. Sentí una intriga incontenible que me llevó a buscar posibles excusas para abordar a la pequeña. Rebusqué en mis bolsillos, que acostumbran a ser verdaderas cuevas de tesoros. En esta ocasión, solo encontré un chicle que probablemente había pasado por la centrifugadora y una entrada de cine en la que ya no se leía el título de la película.

-¿Quieres? –ofrecí el chicle a la cría.

Ella me miró primero con esos ojos grises y serios, y la boca apretada en una fina línea rosada. Desvió la mirada hacia el andrajoso chicle y volvió a sus cartas.

-No tiene muy buena pinta. ¿No sabes que el chicle no es bueno para los niños?

Su respuesta me dejó fuera de juego. Realmente el chicle no tenía buena pinta.

-Eh… Pues… Sí, tienes razón. Creo que lleva demasiado tiempo en el pantalón. Oye, pero… ¿Por qué dices que son malos para los niños?
-Nos los podemos tragar sin querer y se quedarían pegados en la garganta para siempre.
-Ah… Horrible, sí. –Me apresuré a deshacerme de esa verdadera bomba para las delicadas gargantas infantiles antes de sacar otro tema de conversación-. ¿Juegas a algo?

La niña seguía sin mirarme, sus ojos fijos en el agua.

-No. Solo barajo y pregunto.
-Ya… ¿Y qué preguntas?

Se encogió de hombros, sin más, como respuesta. Esa niña había conseguido desconcertarme del todo en unos pocos segundos. Antes de que lograra hilar otra frase estúpida, una súbita corriente de aire pasó entre nosotras y pude ver una de estas imágenes ralentizadas que solo se ven en las películas: el aire se cuela entre las cartas, arranca una de la baraja y la lanza contra el agua de la fuente. Reaccioné un segundo después, me incorporé rápidamente sobre la superficie del agua y cogí el naipe empapado como un náufrago. Entonces volví a oírla.

-Esa respuesta es para ti.
-¿Cómo?                        

La niña me hizo un gesto invitándome a girar la carta. El ocho de diamantes. Volví a mirarla suplicándole una explicación.

-Busca ahí lo que se te ha perdido. Puede que lo encuentres.

Un escalofrío trepó por mi espalda. ¿Era yo o la temperatura había descendido de repente? En el mismo instante en que mis labios se despegaban para hacer una nueva pregunta, unos gritos de madre arrancaron del agua la mirada de la niña, que se levantó rápidamente y desapareció corriendo, dejando tras de sí el sonido hueco de la madera del embarcadero.

Sequé bien el ocho de diamantes con mi camiseta, y me quedé ahí un rato más, con cara de idiota. El frío me había agarrado por dentro y se resistía a soltarme. Un nuevo escalofrío me recordó que había llegado el momento de volver a casa.

(Continuará)

domingo, 17 de julio de 2011

El día de los agujeros de queso

El calor aprieta y todo en mi cuerpo parece ralentizarse y hacerse pesado. Caminar más de veinte minutos seguidos se convierte en un incordio, al igual que dormir e incluso llevar una dieta normal. La cocina se me resiste, lo que también supone un problema para desarrollar el trabajo necesario para terminar el libro. La sola visión de las ollas y sartenes me produce abatimiento, porque esa imagen me conduce a otra más temida: el fuego. Calor, vapores de cocción, temperatura de frituras… AGGGGGG. Pero ayer se me ocurrió  insertar un pequeño y refrescante paréntesis entre las recetas más elaboradas. Algo veraniego, un clásico gastronómico, algo de lo que estaría dispuesta a alimentarme a lo largo de todo el verano: la tabla de quesos perfecta.

La referencia me la puso en bandeja la adorable Meg Ryan al volver a revisar French Kiss (Lawrence Kasdan, 1995). En una de las escenas que mejor recuerdo de la película, su personaje desayuna en un tren una infinita tabla de quesos franceses hasta el punto de ponerse mala por tamaño festín. Dándole una vuelta más –guiada por mi vaguería veraniega y mi rechazo a configurar recetas que impliquen altas temperaturas-, pensé que no estaría mal incluir esta película como excusa para elaborar una tabla de quesos perfecta en la que no faltasen representantes lácteos italianos, españoles y franceses.

Tras un tiempo de reflexión sobre las mejores variedades y la combinación más idónea, me di cuenta que casi había olvidado incluir en la lista un queso holandés. ¡Sacrilegio! No se trata de un tema de calidades, ni de hacer honor a la tradición quesera del país de los tulipanes, sino de algo más ligero y, aún así, más importante que todo aquello. En realidad, era un asunto de aire. De agujeros.

De pequeña, mi madre me regaló un cuento sobre un hombre que coleccionaba agujeros de queso. Iba de tienda en tienda, pidiendo que le cortasen los pedazos de queso con mayores agujeros, que posteriormente atesoraba en una caja de cartón. La verdad es que no lo entendí mucho hasta años después, cuando un trozo de maasdam me demostró que, efectivamente, el agujero era lo más delicioso de la pieza. Cuanto más grande, mejor.

No me gusta que me tomen por chiflada cuando comento esto; la gente que se ríe, sin duda, no ha tenido nunca el placer de degustar un buen agujero de queso. Dentro de esa burbuja de aire cabe lo que quiera nuestra imaginación, y combina con el resto del alimento con la armonía del piano mejor afinado. El agujero de queso cerca un espacio comodín donde todo cabe, donde nacen las grandes ideas, el placer de la compañía, el momento en el que eres consciente de que te estás regalando un delicioso capricho… Todo vale dentro de un agujero de queso, porque está hecho de la materia de nuestra propia imaginación. ¿Cómo no iba a incluir agujeros de queso en la tabla perfecta para mi libro?

Esa misma noche, para reforzar estos pensamientos sobre los agujeros de queso, me preparé un plato con gruesos trozos de queso holandés, de burbujeante superficie, que acompañé con una cerveza helada. Lo disfruté poco a poco, dejando que la maravillosa sensación fuese conquistando mi cuerpo. Las perfectas circunferencias huecas que dibujaba el maasdam giraban sobre mi lengua enfatizando su delicioso sabor. Sentí pena por aquel coleccionista de agujeros de queso que se limitaba a atesorarlos en una caja, sin saber nunca disfrutar de ellos. Pero no era culpa suya: el escritor de ese cuento nunca había probado un agujero de queso. Los había idolatrado en exceso.