miércoles, 23 de noviembre de 2011

El día del Plan Universal (Anexo: La explicación de Raúl)

Como ya le advertí, Cloe no llegó a casa a tiempo de reunirse con ese chico de nombre tan raro…eh… Asier, eso. Testaruda, esa chiquilla. Supongo que al menos entendería por qué estaba él allí. O, al menos, en parte. Claro, hace un par de semanas, en la noche de Halloween, ella no pudo saber que ese chico sí había visto los carteles que ella puso para buscarle. ¡Por supuesto que los vio! Estaban por todos lados, ¡ya había que estar cegato! También supo que ese reclamo iba dirigido a él, y que la chica que firmaba, esa tal Cloe, sólo podía ser una. O quería con todas sus fuerzas que fuese ella. Esa chica que salió corriendo nada más conocerle, y que le había parecido vislumbrar repetidamente en distintos puntos de la ciudad, siempre a lo lejos, para desaparecer en el siguiente parpadeo.

La chiquilla, Cloe, le estaba esperando esa noche, sin saber que él caminaba hacia su casa, vestido con su traje de trabajo de la Casa del Terror, un moderno Eduardo Manostijeras, verificando casi con obsesión la dirección escrita en el cartel. Este chico, Asier, ¿no?, llegó hasta el portal, y entonces vio a una tropa auténtica de gente disfrazada como él. Se quedó de piedra. ¡Menuda cara puso!

Les estuvo observando un rato, desde la acera de enfrente. No parecía encontrarse muy bien. Debió de sentirse insignificante, como un clon más tirado de serie. Se sintió extraño dentro de ese traje, hasta parecerle ridículo. La vergüenza le empujó definitivamente hacia delante, pasando el portal, y decidió meterse en un bar a tomar algo, aprovechando que había también celebración de Halloween y su extravagante atuendo no llamaría la atención.

Salió de allí un rato después, sintiendo ya tristeza y arrastrando los pies. Entonces, como en otras ocasiones, divisó en la acera de enfrente, a unos metros, un reflejo de pelo anaranjado. En el parpadeo siguiente, unos brazos grandes servían de almohada a esa cabeza. No esperó a parpadear de nuevo, y sin querer sacar conclusiones, Asier volvió a casa.

Esa cabezota, Cloe, no podía saber nada de esto, ¡sólo faltaba!, pero digo yo que ahora entenderá al menos que Asier sí vio el cartel. Y que ha vuelto. Bueno, para ella nunca antes había estado ahí, claro…  En fin, que me estoy enredando mucho con esta historia y a mí, después de todo, ni me va, ni me viene. Ahí estén persiguiéndose por la ciudad o lo que les dé la gana. Yo tengo mucho que hacer, soy un hombre ocupado… Y si les sigo echando un vistacillo a las líneas de sus nombres en mi mapa, pues es por pura curiosidad, no sé, por saber cómo va a terminar esto… ¡A mi edad también tendré derecho a un poco de diversión! ¡Vamos, digo yo!

lunes, 21 de noviembre de 2011

El día del Plan Universal (2ª parte: Fuera del mapa)

Comenzamos el camino a pie, y el hombre aprovechó para echarme una buena bronca sobre la fatalidad de los chantajes a la tercera edad y la mala educación de los jóvenes del siglo XXI. Cuando, al cabo de un rato, se dio cuenta de que yo, en realidad, no era tan maleducada, dejó de resoplar y me dijo que se llamaba Raúl y que era uno de los veteranos del oficio. Subimos por el ascensor de un edificio corriente, de oficinas, y me llevó hasta la azotea. La vista era espectacular, los tejados del centro de la ciudad estaban guarnecidos por el esponjoso sol de noviembre. Raúl me hizo un gesto para que me acercase hasta el balcón.


-¿Qué ves?

-Nada. Los tejados.

Me tendió unas gafas que se sacó del bolsillo de la gabardina. Esperó a que me las pusiera y mirase de nuevo al horizonte.

-¿Y ahora?

De pronto, los tejados desaparecieron ante mí. O no, pero podía ver a través de ellos. ¡Podía ver a través de todo, de los muros, de los árboles, de las planchas metálicas! Y además, regulaba yo misma la distancia con tan sólo enfocar un punto, como si mis ojos fueran un zoom fantástico que me acercaba y me alejaba de cada objeto en cuestión de segundos. Y lo mejor de todo es que podía vislumbrar a personas, a toda la gente que yo conocía, encendidos con un halo de luz coral. Les podía ver caminando, sentados en sus casas, trabajando… Moviéndose con líneas del mismo color bajo sus pies, que marcaban su itinerario… ¡Como un mapa de vida!

-Esto es… Es… ¡Asombroso!

Así, desde un plano superior del mundo, desde fuera del mapa, pude ver a mi amiga Coco pintando su apartamento, y echando un vistazo nervioso al teléfono de forma casi compulsiva. Entendí que no debió de haber pasado la noche con Jaime, un chico al que había conocido hacía poco y que le estaba dando algunos dolores de cabeza. Sus líneas rojas marcaban luego su camino a la calle, donde, precisamente, estaba previsto que se encontrase con Mikel. Mikel tendría que llegar desde su casa, según este extravagante mapa, y tras cruzarse con Coco su nombre estaba recuadrado sobre una mesa de su café favorito.

En la parte oeste de la ciudad reparé en Simon, mi jefe americano en la hamburguesería, que estaba en el Museo de Ciencias Naturales con sus hijos, los gemelos Sean y Will. En la sala contigua, me sorprendió ver a Jaime acompañado de una chica que yo no conocía, y que estaba recuadrada con el nombre de Bea.

Las horas siguen su curso, y todos los títeres de esta ciudad cumplen su itinerario como relojes.

Mikel se sentó a tomar un café con un chico recuadrado como Pablo, y justo detrás de él, en la mesa contigua pero dándole la espalda estaba... ¿Será posible? Era Viola, una chica italiana que fue el amor platónico de Mikel durante años y que volvió a Siena para estudiar en la universidad de allí… ¡No sabíamos que había vuelto! Madre mía, se estaban dando la espalda y no podían verse, pero ahí estaban, a pocos centímetros, casi podrían rozarse con los jerseys… Miré las líneas rojas bajo sus pies y no, no habría cruce posible, Mikel se levantará y se irá por la puerta sin darse la vuelta, lo que significaba que ella no le habría visto y no podría llamarle para detenerle… ¡Mierda! Me quité las gafas y miré a Raúl, histérica.

-¿No podemos hacer nada? ¡Están a pocos centímetros y no se van a ver!

-No es relevante –me contesta Raúl, tan ancho.

-¿Cómo que no es relevante? ¡Él perdió el contacto con ella, pero la quería muchísimo y probablemente ella también a él, pero sus padres la obligaron a hacer la universidad en Italia y ….!

Raúl me miraba con una media sonrisa, como se mira a una niña que lanza su batido con rabia contra la sede del Fondo Monetario Internacional, como si con ese gesto pudiera solucionarlo todo.

-Así es como tiene que pasar.

-¡No!

-Sí, chiquilla, y ahora recuerda que teníamos un trato. Calladita, ¿te acuerdas?

Me tragué toda mi estupefacción como pude, volví a ponerme las gafas, y seguí mirando.

Coco estaba en la calle, y como se había cruzado con Mikel, la charla con él la había demorado varios minutos. Llegó tarde a sus clases de claqué en una escuela que está detrás del Museo de Ciencias Naturales. Pasó por delante del vetusto edificio barroco algo después de que Jaime y la chica a la que ahora cogía de la mano, Bea, hubieran abandonado la exposición. Bajaron a la boca de metro que nace en la misma calle del museo, y Jaime y Bea se despidieron con un beso que despejaba toda duda. Volví a arder de furia. A sólo tres metros en la vertical de ese beso subterráneo, Coco se tropezó con los gemelos, y Simon, con gran amabilidad, le pidió disculpas y agarró a sus fieras desbocadas.

Empecé a tener ganas de salir de aquel teatro de locos; al final este trabajo no resultaba tan divertido como imaginé. Eché un último vistazo a mi barrio, buscando mi edificio. De pronto, me llamó la atención un recuadro encendido justo en el portal. Su nombre estaba escrito en mayúsculas y el estómago me dio un vuelco. ASIER. Estaba frente al portal, y tocó el timbre del telefonillo. Estaba llamando a mi piso. Me giré de nuevo a Raúl y le lancé las gafas.

-¡Tengo que irme!

-Da igual, no vas a llegar. No hay mucho más que hacer.

-¡Pero…! –miré las líneas de nuevo, para descubrir que estaba en lo cierto.

-Tenías que haber estado en casa a esta hora, y entonces os hubierais encontrado, pero te encabezonaste en venir conmigo… Tampoco es relevante, no supone un gran cambio en el Itinerario General…

Me quedé con la boca abierta, no se me ocurría qué más decir…

-Y ahora, ¿me devuelves mi libreta?

Tendí el bloc al bueno de Raúl y empecé a aceptar mi derrota. Él también me había tendido una pequeña trampa.

-¿Te has divertido? –me preguntó, irónico.

-No, no tanto como creí.

Me di la vuelta para dirigirme hacia la puerta que da al ascensor. Oí a Raúl llamándome.

-¡No olvides que esto es tan cierto como tú quieras creer! En realidad, nada ha cambiado, ¿a que no?

Negué despacio con la cabeza, intentando comprender el sentido de aquello. Entonces caí en que sólo trataba de confortarme. Le sonreí.

-Me ha gustado conocerte, Raúl. Saber que sois de verdad. –el hombre asintió, complacido-. Sólo que deberías retirarte, ¿no crees? ¡No puedes ir perdiendo tus notas por ahí!


domingo, 13 de noviembre de 2011

El día del Plan Universal (1ª parte: Dentro del mapa)

Se supone que están ahí, entre nosotros. Son hombres y mujeres de gabardina gris que saben lo que va a pasar, que tienen la información suficiente para ir pronosticando cada uno de los acontecimientos, grandes o pequeños; como vigilantes que confirman que cada movimiento sucede en el sitio y a la hora esperada. Y si no es así, simplemente reajustan algún detalle para que todo vuelva al itinerario establecido. Esto no lo digo yo, claro, sino el escritor de ficción Philip K. Dick allá por los años 50. ¿Y quién soy yo para contradecir tan fecunda imaginación e inteligencia? Pues nadie, claro.


No me gusta la idea de tener un plan, de que todos lo tengamos. No me refiero a un plan cualquiera, como ir al cine, sino a EL PLAN UNIVERSAL (¡ay, madre, en qué jardín me estoy metiendo!). Resulta un incordio pensar que, hagas lo que hagas, el producto será el mismo. De hecho, nadie debe de creérselo porque, de ser así, si realmente nos tragáramos el cuento de EL PLAN, estaríamos todos tan tranquilos en casa esperando que pasaran las cosas, ¿no? Y no nos preocuparíamos ni lo más mínimo por nada porque todos los sentimientos serían superfluos. Vale, sí, hasta aquí creo que hay coherencia.  

El caso es que, pese a todo, a mí siempre me ha hecho gracia la idea de Philip K. Dick de infiltrar por las calles a personas con conocimientos por encima de lo humano, que nos contemplaran con distancia, como si fuésemos títeres pegados a un decorado. Y todo porque me daba envidia, en realidad… ¡Lo que ellos podrían saber y lo que se reirían a lo largo del día con nuestro ir y venir caótico, como trompos locos! ¡Ya me gustaría a mí ese trabajo!

Pensaba en todo esto sentada frente a la fuente del parque cercano a mi casa, disfrutando de un día luminoso y templado que se había colado a estas alturas de noviembre, y todo esto empezó porque anoche, en casa de Coco, vimos una película basada en la historia del escritor, que consiguió perturbar un poco mis sueños.

Abrí el periódico que llevaba, y antes de terminar el artículo, un hombre se sentó junto a mí. No pude evitar mirarle por el rabillo del ojo, es una manía que tengo, y tuve que contener la risa al encontrarme con un señor que rozaba los 60, vestido con una gabardina gris y un sombrero de ala en el mismo color. ¡Vaya casualidad! Recordé estos sueños en los que eres medio consciente y vas creando tú misma la historia, haciendo aparecer y desaparecer a la carta a los personajes que pueblan tu imaginación y tus deseos más secretos.

Continué a mi periódico, pero ya sin prestar demasiada atención. La idea de tener sentado a mi lado a uno de estos vigilantes supremos era demasiado tentadora para mi fácilmente excitable imaginación. Así que, en las siguientes miradas furtivas, capté su grueso bigote blanco, sus zapatos negros recién pulidos, la pluma estilográfica azul zafiro que sujetaba en una mano… Y el ligero bloc de notas que sostenía con la otra y apoyaba sobre sus piernas. Agucé la vista un poco más para descifrar los garabatos rojos de la página. Había varias líneas dibujadas a lápiz, y otras tantas en rojo con pequeñas leyendas recuadradas. Parecían líneas de autobuses sólo que no había números dentro de los recuadros, sino nombres… Probé con el recuadro más cercano a mi ángulo de visión, y parecía que podía vislumbrar una C… luego una L… Las sospechas se iban amontonando tirando de los músculos de mi espalda, cuando un tremendo viento huracanado me arrancó de cuajo el periódico y dejó al hombre sin su bloc.

Ambos parecieron cobrar vida por un momento, y los seres de papel emprendieron la carrera en paralelo a la fuente, jugándose la vida a escasos centímetros de la fatal agua, a la vez que yo me incorporaba de un salto, con más reflejos que el hombre, y me ponía a correr hasta darles alcance.

Cuando al fin lo conseguí, no pude disimular mi total desinterés por el periódico recogiendo en un gesto ralentizado el misterioso bloc. Las líneas estaban trazadas sobre un mapa de la ciudad que apenas se distinguía, y los recuadros marcaban la situación de las personas… Efectivamente, mi nombre estaba etiquetado justo encima del banco del parque del que me acababa de levantar. ¡No podía ser posible! Pero sólo podía haber una explicación…

Escuché al hombre jadeando detrás de mí y me giré con un inicio de temblor en las manos.

-¡Ya no estoy para estos trotes! –gimió-. Gracias, guapa, por cogerme la agenda. 

El hombre se acercó hasta mí tendiendo la mano, también temblorosa, hacia las hojas que yo agarraba y continuaba mirando con la boca abierta. Sólo podía haber una explicación…

-Usted… ¿Es uno de ellos, verdad?

-Mmm… ¿Cómo?

-Sí, de esos hombres con gabardina gris que vigilan y saben y reajustan. ¿Entonces es cierto?

-Ejem… Mira, chiquilla, no sé de qué estás hablando… Y ahora, si haces el favor de devolverme…

-¿Qué hace mi nombre marcado aquí? ¿En el mismo banco en el que estábamos sentados? ¡A ver si se cree que soy tonta!

 El hombre abrió la boca para decir algo, pero desistió al cabo de unos cuantos balbuceos. Resopló con fuerza.

 -¡Bah, qué le vamos a hacer! Me fallan los reflejos, esto nunca me hubiera pasado hace diez años. Sabía que la ráfaga llegaría por el este, pero me pilló desprevenido… Igual que tú, que parece mentira con la edad que tienes que sigas creyendo en cuentos… ¡Ya nadie cree!

-No es su día de suerte, me temo –le dije sonriendo-. Entonces, es todo verdad. Ustedes existen y hay un plan.

-Bueno, a grandes rasgos… ¡En fin, pero no vale la pena! Mira, tengo prisa, no puedo permitirme estar aquí explicándote nada, tengo que irme ya hacia… ejem… Así que necesito que me lo devuelvas.

Miré el pequeño bloc, y luego al hombre. Me di cuenta de que era mi oportunidad.

-Quiero ir con usted.

-Ni hablar, chiquilla.

-Pues entonces se queda sin sus notas.

Al hombre le cambió el color de cara al amarillo matarratas. Yo luchaba por reprimir mi satisfacción. Le tenía atrapado.

-Venga, chiquilla, ¿no te das cuenta de que es algo importante? No juegues con esto o te quemarás…

-Sólo le pido un día. Quiero ir con usted y ver lo que hacen durante este día. No es gran cosa, a mí luego nadie me creerá aunque lo cuente, ¿no? Le aseguro que no le molestaré más. Pero si no me concede este pequeño capricho, también le aseguro, y no se crea que me estoy tirando el farol, que desapareceré de aquí corriendo con sus notas inmediatamente. Usted decide.

El hombre siguió titubeando; visiblemente estaba pasando un rato de perros.

-No creo que a sus superiores les haga mucha gracia saber…

-¡¡¡¡Basta ya!!! ¡Está bien, niñata del demonio! Vienes conmigo, te quedas calladita, haces lo que yo te diga, me devuelves el bloc, y cuando yo lo diga, te evaporas y olvidas todo esto. ¡Esas son mis condiciones!

-¡Me alegra que haya entrado en razón! Yo le sigo.


(Continuará)

sábado, 5 de noviembre de 2011

El día de los corazones de galleta de Halloween (La noche)

Una vez pegadas las cuartillas-reclamo en un intento de volver a conectar con Asier, ya no había mucho más que pudiera hacer salvo preparar la fiesta de Halloween de la noche. En realidad, ya después del arrebato de romanticismo, calculé las posibilidades matemáticas de que él pudiera ver en las próximas horas uno de los carteles (posibilidad de que estuviese en la ciudad x posibilidad de que estuviese en el corto diámetro de mi barrio x posibilidad de que un papel con un montaje en blanco y negro llamase su atención), y de que, de ser así, se encendiese un recuerdo en su interior que le obligara a apuntar la dirección y dirigirse hasta mi casa esa noche. No eran gran cosa, la verdad. Aún así, notaba cómo mis músculos se agarrotaban progresivamente, cómo mi estómago parecía albergar una verbena y, por mucho que me resistiese, no podía escaparme del hecho de que me estaba poniendo algo nerviosa, ya fuese por un sexto sentido que me mantenía en guardia ante la noche de Halloween, ya fuese por mi bulliciosa e indomable imaginación, capaz de darme la lata en los momentos menos oportunos.

Así que me lié a preparar, con la ayuda de mi amiga Coco, brebajes, gelatinas y otros manjares de aspecto terrorífico para acompañar las galletas de corazón de Eduardo Manostijeras. Quedaron muy logrados unos chupitos sangrientos, hechos con vodka tintado en granadina y con un lichi a modo de ojo en el fondo del vaso. Tan emocionadas estábamos Coco y yo ante nuestra creación, que nadie más pudo disfrutarla, ya que mis extraños nervios y las ganas de mi amiga de empezar la fiesta cuanto antes aunaron su malicia para hacernos caer en la tentación como débiles chinches. Glup.

Después llegó el momento de disfrazarse. Me puse una peluca de largos mechones rubios y un vestido de verano blanco intentado el más difícil todavía de convertirme en Winona Ryder por esa noche. Coco, por otra parte, se ciñó un mono de malla negro al que pegó un enorme número en porcentaje recortado en cartulina Me explicó que se vestía de euríbor, que era lo que más miedo daba a la gente estos días.

Un par de horas más tarde empezaron a llegar nuestros amigos. Y otro par de horas después, el timbre seguía sonando, y cada vez que abríamos la puerta, aparecía alguien vestido de Eduardo Manostijeras reclamando su corazón de galleta.

¡Cómo pude ser tan imbécil! Medio barrio se había dado por aludido con mi cartel y se iban apiñando poco a poco en el breve salón de mi casa, como una siniestra reunión de clones devoradores de galletas. Coco se vio obligada a contarle la historia a nuestro amigo Mikel, para que nos ayudara a interrogar a esa panda e ir haciendo criba. Los disfraces estaban realmente conseguidos, y por eso me fue imposible identificar de primeras a Poli el Lechugas, el frutero del barrio, o a Pincho, el cocinero del Sundae Nights, que habían visto el cartel y, al leer mi nombre, les pareció una idea brillante lo de venir a darme una sorpresa.

Ya después de eso, nada había en ese salón que pudiera alterarme. Los chupitos sangrientos habían logrado serenarme del todo, y el azúcar de las galletas mantenía mi energía por las nubes. Pero el piso se iba desbordando de gente, no era capaz de distinguir una sola cara conocida y decidí escaparme a respirar el aire de la calle durante unos minutos.

La madrugada era fría y sólo había cogido una chaqueta vaquera, así que envolví mi cuello con los largos mechones rubios de la peluca a modo de bufanda y me puse a caminar para entrar en calor. A los pocos metros, alguien berreaba detrás de mí.

-¡Clooooooooooooooooooooooe!

Era Mikel, vestido de Jack el Destripador. Llevaba en una mano una botella y en la otra, una de mis enormes chaquetas de lana. Tres tallas más grande. Me giré justo para ver a mi amigo zigzagueando en mi busca. Se reía como un tonto. Como un tonto que se había bebido el vodka restante de los chupitos sangrientos. La verdad es que tenía su gracia.

-Ponte esto, que vas a coger frío –soltó nada más alcanzarme, tendiéndome la chaqueta. Mikel tenía esa manía de ser como una madre, pero con cromosomas XY y sin haber pasado por embarazos. Le salía natural.

-Mikel, creo que ésta es la primera vez que te veo borracho. ¿Qué has estado bebiendo?

-Un poco de esto… un poco de lo otro… Uno de los Manostijeras me ha preparado una mezcla con no sé cuántas cosas… ¡Deliciosa! –estalló en una mayúscula carcajada con la consiguiente descoordinación de sus extremidades que casi me arrastra al suelo.

Le ayudé a recomponerse y le obligué a sentarse un rato conmigo, en las escaleras de un portal, a la vez que le convencí de que me diese la botella que llevaba en la mano. Sólo era ponche, y me pregunté de dónde habría sacado esa bebida de quinceañera.

-Ni rastro, ¿eh? –volvió a hablar.

-¿Cómo dices?

-Que no está aquí quien buscas.

Dudé unos segundos mientras retorcía con saña uno de los mechones rubios de fibra sintética.

-Ah… Ya. Bueno…

-Mira lo que me vas a tener que agradecer… -me cortó mientras rebuscaba algo en sus bolsillos.

Unos segundos después, me enseñó tres corazones de galleta.

-¡Son los últimos! Uno es para ti, otro para mí, y el tercero, para cuando él venga a recogerlo… Porque vendrá algún día, lo sabes ¿no? Y no hará falta pegar ningún cartel.

La verdad era que no lo sabía, y él tampoco, pero en ese instante me dio igual; su ternura de amigo incondicional me había conmovido, y eso, al menos, era real y estaba ante mí, en aquel portal de una extraña noche de Halloween. Le abracé con fuerza y nos acurrucamos como dos gatos noctámbulos. Devoramos nuestras galletas en silencio, y de pronto, un ruido de tuberías reverberó en su estómago.

-Ups, creo que voy a vomitar.

Cuando subimos a casa de nuevo, me las apañé para echar a la alocada manada de Eduardos, y despedí a mis amigos con la excusa de que a Mikel le había sentado mal la bebida y necesitaba acostarse. Le preparé un puf maravilloso que se convierte en cama, y a los segundos estaba ya roncando. Guardé la tercera galleta en una antigua caja de bombones, por si acaso.

Esa noche soñé que bailaba con Eduardo Manostijeras bajo la nieve, y a la mañana siguiente me desperté como si el viento me hubiera estado haciendo cosquillas en los pies.  

martes, 1 de noviembre de 2011

El día de los corazones de galleta de Halloween (La mañana)

Halloween llegó este año así como de repente, sigiloso y sin avisar. Los turnos de trabajo en el Sundae Nights no estaban ayudándome mucho a finalizar el libro de recetas, y cuando empecé a ver todos los escaparates vestidos de cortinas naranjas y telarañas algodonosas, me pareció una excelente idea incorporar un capítulo temático que incluyese el bocado perfecto ligado a alguna película clásica de estas fechas. Me pasaba las horas de servicio de mesa en mesa con mi imaginación bullendo de míticas cintas de terror, repasando las escenas que recordaba en busca de alguna gelatina, un ponche  o un pastel de calabaza para incluir en el libro. Hasta que di con ello. La imagen me llegó como si un elefante acabase de entrar en una cacharrería, y resultó perfecta. ¡Las galletas-corazón de Eduardo Manostijeras!

Con la previsión de que tenía libre el día festivo, me puse a experimentar en los pocos ratos ociosos con masas y distintas proporciones entre azúcar y mantequilla, después de haberme agenciado unos moldes con forma de corazones y estrellas, y mi piso se convirtió en toda una factoría de dulces en tan solo un par de días. Mi amiga Coco, que huele a leguas la posibilidad de una fiesta, me convenció de que, ya que tenía esa ingente cantidad de repostería, lo menos que podía hacer era celebrar Halloween en casa invitando a todos nuestros amigos. Eso sí, la etiqueta requería disfraz terrorífico a todos los asistentes, no como la última vez, allá por el año 2001, cuando terminamos Coco y yo vestidas de Drácula en el sofá de su casa, viendo Bambi más solas que nada mientras nos despegábamos las palomitas que se nos quedaban atravesadas en los colmillos de plástico.

Ahora que la noche de las calabazas dentadas se había puesto de moda, mis amigos parecían más receptivos a la fiesta y se comprometieron enseguida a asistir, así que Coco y yo nos dedicamos a los preparativos desde por la mañana.

Antes de seguir, tengo que confesar algo. Lo que no le conté a nadie, ni siquiera a mi mejor amiga, es que la imagen de Eduardo Manostijeras y su corazón de galleta me había traído otra escena a la cabeza. Asier. El día que le conocí*, escondido en la Casa del Terror del parque de atracciones, vestido como el héroe imposible de Tim Burton. El traje negro de hebillas, los ojos maquillados como cuevas, los labios encendidos como bolas de navidad… También pensé en cómo volvimos a cruzarnos, en ese extraño episodio en el que me las apañé para ayudarle a salir de un siniestro bucle de gente** que anidaba en el centro de la ciudad; en cómo llegué tarde y no pude retenerle, por segunda vez. Y justo otra vez me enfrento a él, a las fotos de mi memoria, tan solo días después de haber recordado la leyenda de los hilos*** a causa de un pinchazo en mi corazón. Sólo es posible el encuentro.

De pronto, esa idea se disparó dentro de mí como un cohete espacial. Si sólo era posible el encuentro, si los hilos ya estaban tirando para restar metros de distancia, cualquier ayuda extra iría dirigida al mismo propósito, ¿no? El caso es que ni lo pensé, busqué inmediatamente fotografías de Eduardo Manostijeras en internet, imprimí mi favorita y realicé un sencillo montaje del que hice múltiples fotocopias tamaño cuartilla. Aprovechando el buen tiempo y que Coco bajaba al mercado a comprar calabazas, salí corriendo a empapelar todas las farolas y marquesinas que un diámetro razonable me permitía. Cuando terminé, y para justificar ese tiempo, me pasé por un par de tiendas donde compré toda clase de telarañas y farolillos con forma de murciélagos.

A la vuelta del mercado, Coco no pudo resistir la tentación de acercarse a una cuartilla pegada a la parada del autobús 54, que, en blanco y negro, dibujaba la cara de Eduardo Manostijeras sobre un imperativo en letras picudas: “¡Ven a por tu corazón de galleta!”. Bajo esta línea, en un tipo mucho más pequeño, la firma de una tal Cloe junto a su dirección postal.

Coco subió con los ojos entornados. No hace falta decir que tuve que contárselo.

 (Continuará)


 * El día que cumplí la profecía (2ª parte)

** El día del Ocho (2ª parte)

*** El día de la leyenda de los hilos