jueves, 31 de marzo de 2011

El día del revés

No hay mayor sobresalto que despertarse en el suelo, tras un tremendo batacazo. A veces sucede mientras dormimos, en medio de una lucha onírica; de pronto nos damos la vuelta y ¡zas! De la cama al suelo. Pero ayer no me pasó exactamente así… Me desperté, y aún con los ojos pegados, saqué un pie de la cama, luego el otro y… ¡zas! Batacazo. Caída de dos metros de la cama al… techo.

Al principio no me di cuenta. Creía que seguía soñando. Sólo me sentía incómoda y dolorida por la caída, y mis ojos habían conseguido una ranura de visibilidad en la oscura habitación. La cosa empezó a volverse tensa cuando, al dar los primeros pasos, mis pies se retorcieron al tacto del gotelé y terminaron enredados con la lámpara de brazos medieval que cuelga de mi habitación. ¿Que... colgaba? ¿Se había caído la lámpara? Entonces encendí la luz, y entendí, sin dar crédito. Me había puesto enferma; claro, me había puesto enferma, estaba mareada, y veía cosas raras. Bueno, más bien… del revés.

Pues ya está, pensé mientras liberaba mi pie de uno de los brazos torcidos de la lámpara; hoy, despacito y en la mejor línea recta posible. Las puertas no supusieron un gran obstáculo –teniendo en cuenta el primer escalón-,  ni tampoco el pasillo. La cocina, en cambio, me trastornó ligeramente. Dando un salto para llegar a la mesa, pude alcanzar la tostadora y el pan, pero tuve que asistir tristemente al espectáculo de las rebanadas saltando continuamente de las resistencias del electrodoméstico. Abrí el frigorífico –al revés, claro- y cogí el cartón de zumo, pero al desenroscar el tapón, el líquido naranja empezó a fluir ¡hacia arriba! Sí, como en una fuente. No me quedó otra que plantar la bocaza sobre el cartón y asimilar todo el zumo que pude en unos segundos. Eso, y el pan tal cual –no tuve cuerpo para atreverme con la mermelada- me pareció suficiente para las circunstancias.

De vuelta al cuarto de baño, la ducha fue especialmente complicada. Con ayuda de una percha, conseguí alcanzar la manguera de la ducha, y subida a la lámpara, pude abrir la llave del grifo. El agua, como ya esperaba esta vez, comenzó a correr hacia el techo –perdón, el suelo- y tuve que situarme sobre ella, haciendo el pino, para conseguir mojarme el cuerpo entero.

Rápidamente aprendí que, cuando tienes un día del revés, el hogar se convierte en un espacio hostil. No hay sitio para sentarse, ni puedes cocinar, y menos ver la tele si no se quiere terminar con dolor de cabeza; te tropiezas con las lámparas, con las que no estás acostumbrado a toparte a cada paso, y si no vas atenta, terminas de batacazo en batacazo cada vez que necesitas traspasar una puerta. Así que salí de allí tan rápido como pude.

En la calle... o el cielo

Subí las escaleras para llegar a la calle. Pero, en lugar de aparecer sobre la acera pisé… el cielo. ¡Eso sí que lo disfruté al principio, los primeros pasos sobre nubes algodonosas y blancas! Bueno, ligeramente grisáceas, para ser honesta. Sin embargo, resultó terrorífico descubrir, sobre mi cabeza, calzadas llenas de coches ruidosos que iban vertiendo sus humos precisamente sobre mí. ¡Qué horror! Era mejor mirar al suelo, desde luego, para evitar la capota de escalectric que se desplegaba en todas las direcciones.

Así, a paso rápido, me dirigí hacia el único lugar donde podría mirar al cielo –perdón, suelo- sin necesitar un valium. Al llegar al parque, me tumbé y dejé que la envoltura gaseosa me arropara. Entonces, pude mirar sin miedo hacia arriba para descubrir una frondosa alfombra de hierba verde sobre mí, y me quedé un buen rato jugando a eso de adivinar formas en la disposición de las margaritas, las malas hierbas y las copas de los árboles. Aquí veía un corazón, allá una bruja en patinete, y más lejos un pájaro dodo.

Empachada ya de verde, continué andando sobre las nubes, que iban pasando de las tonalidades piedra a las definitivamente grises, hasta llegar al negruzco. Un estruendo y un quiebro de luz bajo mis pies. Glups. Eso sí que fue una buena ducha. Las gotas de agua templada reptaban por mi cuerpo, desde los tobillos hasta llegar a la cabeza, y simplemente, extendiendo las manos con las palmas hacia abajo, me acariciaban con un pequeño hormigueo. Después de un rato de euforia y saltos en una nueva interpretación de Cantando sobre la lluvia, me quedé helada de frío y decidí que era hora de volver a casa.

En el camino de vuelta, tras alcanzar una farola dando un buen brinco, pude trepar hasta llegar a la acera, y desde allí, asirme a la entrada de una cafetería, donde me hice un buen chichón nada más entrar al chocarme contra el extremo de la estantería que guardaba la selección de cafés. No tuve suficientes agallas para hacer el numerito de equilibrismo que realicé en el desayuno con el zumo con el café caliente, así que, definitivamente malhumorada porque todo me estaba saliendo del revés, volví a salir, trepé de nuevo por la farola y llegué a tierra firme… bueno, al cielo, claro.

Una vez en casa, no había mucho más por hacer. Me agarré al cabecero de la cama, y me arrastré entre las sábanas, entre las que me envolví fuertemente para evitar no caer. El mal humor comenzó a diluirse entre el mullido edredón, cerré los ojos y, con una sonrisa del revés, me sumí en un fantástico sueño en el que las cosas volvían a estar en su sitio. O quizá simplemente yo estaba patas arriba. Con ellas.

2 comentarios:

  1. qué buena idea!! yo muchas veces me he quedado mirando al techo pensando cómo sería la vida al revés, pero nunca había llegado tan lejos! genial sobre todo la escena de la tormenta y cuando ves formas en las margaritas!

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