lunes, 7 de marzo de 2011

El día del baile de máscaras

Los carnavales me devuelven la fe en la humanidad. El hecho de que un gran número de personas se entretengan varias semanas cortando telas, cosiendo lentejuelas y probándose pelucas sólo por el placer de lucir su mejor disfraz, por el placer de la locura y el juego, de desplegar su imaginación al ojo público, es, desde luego, emocionante. No hay grandes fines en esto… en principio, claro, porque tengo que recordar en este punto, cómo a los once años me vestí de cantante de rock como excusa para embadurnarme los labios con un escandaloso lápiz rojo que debiera haber conquistado a mi amor del cole de entonces –aprendí, años después, que un tema de cromosomas impide que los chicos sean susceptibles a estos detalles cromáticos-.

Pues eso, que me encanta disfrazarme, sea por lo que sea. Cuando eres pequeño a todo el mundo le parece adorable y casi obligatorio el disfraz en esta época. Pero ya de mayor… a veces resulta complicado encontrar con qué excusa engañar y a quién, para que se unan a este “circo de las maravillas” callejero, al menos por una noche. Así he llegado a situaciones tan ridículas como sentarme en un sofá vestida de drácula, con los colmillos de goma clavándose en mi barbilla, mientras veía alguna peli… acompañada de mi gato, ataviado con una capita para la ocasión… Otro año terminé encerrada en un aula de la facultad de Bellas Artes –sede de míticas celebraciones carnavalescas-, vestida de Jacqueline-retratada-por-Picasso, donde varios fanáticos pretendían convencerme para que participase en una vídeo-performance improvisada.

El caso es que pensé que este año sería distinto, y que, con la excusa de cumplir mi reto cotidiano, sería una idea inmejorable recuperar uno de mis antiguos sueños: ¡acudir a un auténtico baile de máscaras! Mi amiga Coco, que es muy de farándula, me puso sobre aviso de un baile que se celebraría este sábado en un palacete restaurado en las afueras de la ciudad, al norte. No lo conocíamos, pero el asunto prometía. Etiqueta y máscara eran requeridos. ¡Bien!, pensé. No más colmillos de goma, no más bolsas de basura atadas al cuerpo, no más traje de garrafón. ¡Esto será de película!

Siempre he tenido en la cabeza la imagen de Drew Barrymore-Cenicienta llegando a esa gala medieval de máscaras en Por siempre jamás, batiendo unas enormes alas diseñadas por un Leonardo Da Vinci producto de las licencias artísticas de los guionistas. Así que me puse manos a la obra con el asunto de las alas y de la máscara, que también quería hacerme con plumas.

A última hora de la tarde, Coco se pasó a recogerme en su coche. Bajé las escaleras del portal con mi vestido hasta los pies color champán, la cara cubierta de plumas y lentejuelas, y unas enormes alas ceñidas a mi espalda con elásticos, en plan mochila.  Con un poco de imaginación, casi parecía que estaba descendiendo la escalinata de Versalles. Tuve que mirar dos veces la abolladura en una de las puertas del viejo twingo granate para cerciorarme de que ése era el coche de Coco, y de que la… ejem… forma femenina embutida en charol en su interior era realmente Coco. Después de algunas maniobras para instalar mis alas junto a mi propio cuerpo en el asiento del copiloto, mi amiga arrancó y me explicó que iba de Catwoman, y que le había costado un impermeable negro y un día entero de costura. La cabeza la llevaba cubierta con un pasamontañas negro y unas orejas de gato acopladas –creo que eran los bolsillos del impermeable-. Preferí no plantearle el concepto de “etiqueta”, por no desilusionarla, la verdad.

En marcha

Nos pusimos en marcha. Sólo debíamos permanecer atentas a un par de desvíos para dar con el lugar exacto. El primero estaba muy a la vista, y conducía a una carretera secundaria dirección a un pueblo con nombre como de hortaliza. La cosa se complicó en el segundo desvío. Estaba muy oscuro y había un cambio de sentido raro. Tan raro, que Coco lo hizo mal y a los dos minutos un coche de la guardia civil nos paraba por ir en sentido contrario en ese carreterín de cabras. La cara que puso el agente, al bajar la ventanilla Coco, y descubrir lo que él interpretó como una etarra ligerita y alguien que había cometido un delito contra alguna especie voladora protegida fue… bueno, indescriptible. Explicarle que íbamos a una fiesta de disfraces y que habíamos hecho un giro equivocado no nos libró de soplar. Realmente no hubo ningún problema de verdad hasta que el hombre bigotudo no decidió reconocer en la cara tuneada de Coco a una terrorista en orden de búsqueda. Hala, y se quedó tan pancho. Así que no nos quedó más remedio que acompañarle a las dependencias de la Guardia Civil del pueblo más cercano –ése con nombre como de hortaliza-, donde, como ya le advertimos, hizo el ridículo de su vida cuando, tras verificar la identidad de Coco y la mía, se dio cuenta del error. Estábamos fastidiadas y perdidas en medio de la nada, y el agente ya no sabía cómo pedir disculpas. El hombre insistió en acompañarnos hasta el bar del pueblo, donde al menos podríamos tomarnos unas cocacolas y unas cortezas a invitación suya.

A punto estuvimos de mandarle a la mierda cuando reparamos desde fuera en que, en ese pequeño bar,  medio pueblo celebraba el carnaval. Era una fiesta de las cutres, sin etiqueta ni máscaras. Entramos a husmear, y enseguida causamos sensación. “¡Qué originales! ¡Una etarra prostituta y una gaviota drag-queen!”, nos gritó el camarero al servirnos la primera cerveza. Coco y yo nos miramos, y telepáticamente, decidimos tomarnos la invitación muy en serio. Pedimos bebidas para todos y que corriesen las raciones de bravas y croquetas, todo bien apuntadito en la cuenta del señor agente.

Carnaval en vena

Bailamos con piratas, hablamos de política con enfermeros sádicos, jugamos a las cartas con pitufos gemelos, compartimos cola en el aseo y confidencias con una bruja, el conde drácula me enseñó a tirar la caña perfecta, discutí por la última croqueta con Shrek y terminé besando apasionadamente a Eduardo Manostijeras.

Con el alba despuntando, Coco y yo volvimos al coche; Spiderman y el jefe indio nos cargaron el maletero con varias garrafas de aceite y vino del pueblo como regalo y nos despedimos de toda esa estrambótica comitiva que iba saliendo del bar con promesas de vuelta.

Sí, podíamos haber estado en un palacete renacentista, con música de piano, cócteles de cava y canapés de pescados ahumados, rodeadas de misteriosos hombres con pajarita y máscaras forradas en satén, bailando junto a una piscina rodeada de velas y pétalos de rosa. El plan varió ligeramente, pero quizá mi gran fantasía del baile de máscaras hubiera sido muy difícil de materializar en la vida real. De este modo, todavía queda la posibilidad de vivirla en otra ocasión, pensé. Después de todo, el carnaval en este pueblo con nombre como de hortaliza estuvo increíble, y también consiguió devolverme la fe en la humanidad…

2 comentarios:

  1. Jajaja, Cloe! Me encanta que tu amiga fuera de Etarra prostituta! Yo la hubiera enseñado a hacerse un traje de Catwoman maravilloso... jajaja. Me alegro que disfrutárais tanto y es que por norma general el populacho es mucho más alegre que la estirada clase alta! Me he reído muuucho con la entrada!

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  2. jajaja! a mí me gusta mucho más que ella vaya disfrazada de gaviota drag-queen!! Queremos fotos, Cloe!!

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