martes, 5 de abril de 2011

El día del hombre muerto en el coche

En las ciudades grandes nos da por tener miedo a muchas cosas. Sobre todo, a la gente. Estamos continuamente rodeados de rostros desconocidos, con vidas y pensamientos difusos o crípticos, imposibles de abarcar. Se nos olvida que detrás de cada uno de ellos hay siempre una historia que contar. Y el rostro al que eliminamos la historia, al que ni siquiera damos opción a contarla, ese rostro es el que más miedo nos provoca. Anoche, cuando me metí en la cama, no sospechaba que aún quedaba día por delante, y que en unos cuantos minutos estaría frente a una de estas semblanzas desconocidas a las que nos negamos a conceder una historia.

Andaba entre almohadones escribiendo aquello que había convertido ese día en especial, y empecé a escuchar una estridente música latina a todo volumen. Como si fluyese de las propias paredes de mi habitación. Ya pasaban las dos de la madrugada, pero antes de cabrearme de verdad, preferí pensar que se trataba de un coche que había parado un momento para esperar a alguien. Un minuto, dos, tres, cinco… Mi desvencijada ventana de marco de madera había entrado ya en un peligroso tiritar, y la música continuaba un ascenso imparable de instrumentos, golpes electrónicos y remixes baratos.

Aposté por la filosofía zen, cogí una novela e intenté cerrar mi mente a los sucesos externos, concentrándome en el devenir de los personajes entre las líneas del papel. Hasta la quinta vez que tuve que empezar la misma frase no quise admitir que eso no estaba funcionando. Eso, y los gritos de una de las vecinas de la calle, que amenazaba al causante de ese infierno sonoro con la peor de las torturas si no cesaba la música.

Levanté la persiana y me asomé a la ventana para descubrir la escena en todo su esplendor. En los edificios de enfrente, algunos vecinos estaban asomados también, cacareando y protestando como perros rabiosos. Miraban hacia el edificio opuesto, es decir, ¡el mío! No había ningún bar abierto a esas horas, y no parecía que la música procediese de ninguna fiesta. Y justo bajo mi ventana, la fuente de todo ese barullo. Un coche rojo, con las ventanillas subidas, y con un hombre en su interior. Sí, no había duda, el sonido salía de allí. El problema era que el hombre no se movía. Estaba inhumanamente quieto. Le veía los brazos, reposando sobre sus piernas, con la cabeza gacha, sentado en el asiento del conductor. No aparté la mirada de él en los siguientes diez minutos, y nada, ni una ligera oscilación. El hombre estaba muerto, o en coma, porque era imposible que durmiera con ese volumen dentro del vehículo. Empecé a notar un escalofrío recorriendo mi espalda, cuando de repente escuché un “chof”. Un huevo se había estrellado contra el parabrisas del coche rojo, y al girarme para buscar su procedencia, encontré a mi compañera de piso, desde su ventana, agarrando con rabia la huevera y con los ojos brillando al rojo vivo. Tal impacto me causó, que empecé a rebuscar esa camiseta que me había dejado días atrás y que aún no le había devuelto.

“¡Hay un hombre muerto en el coche!”, aulló una mujer gorda con los rulos puestos desde el edificio de enfrente. “¡Hay que llamar a la policía!”, respondía un señor en camiseta blanca de tirantes. A los dos minutos, una chica en camisón avisaba de que la patrulla venía hacia acá.

Yo seguía como paralizada, sin dejar de mirar el cuerpo de brazos bronceados que debía no tener tímpanos a estas alturas. No podía apartarme de la ventana. Entonces, un coche de policía pasó de largo. Con las ventanillas subidas, no escucharon la música ni mucho menos vieron a los vecinos en sus ventanas, claro. Algunos empezaron a gritar para alertar a los policías, sin éxito, y los demás nos quedamos con la boca abierta. Esta vez fue mi compañera la que llamó de nuevo a los municipales para dar indicaciones más precisas sobre la situación del coche y hacer regresar a la patrulla.

La siguiente vez que pasó, el coche de luces azules volvió a protagonizar una escena absurda, como de tebeo malo. La gente, apostada en balcones y ventanas, cada vez más numerosa, parecía hacer el paseíllo para los agentes de la ley, que tenían pinta de estar más dormidos que despiertos, porque de nuevo se alejaron de allí para desaparecer al final de la calle. Casi pude imaginar un destello amarillo limón brotando de la piel de uno de los policías, que bien podría haber sido la encarnación del comisario Wiggum, de los Simpsons.

Algo se mueve

Y entonces algo me devolvió a la escena real. Una mano moviéndose. ¡El hombre no estaba muerto! Se rascó la cabeza y volvió a dejarla en reposo sobre sus piernas. La estupidez policial dejaba pocas alternativas. Al pensar en bajar, me entró el miedo. Ese rostro desconocido podía meterme en un problema, podía atacarme, hacerme daño o a saber qué cosas. La insoportable música hizo que pesara más la ingenuidad y fue el revulsivo para que me decidiera a conceder a ese hombre su propia historia. Quizá había tenido una noche horrible, quizá había peleado con su mujer, quizá ésta le había echado de casa, quizá su suegra había venido de visita y no soportaba dormir bajo el mismo techo que ella… Así que antes de pensármelo dos veces, ya me había puesto las zapatillas y estaba abajo, frente a su ventanilla.

El rostro desconocido tenía rasgos latinos, pelo corto y negro, mofletes mullidos y un tatuaje en la base del cuello que ponía “mamá” en el centro de una rosa. Toqué con los nudillos en el cristal repetidas veces, hasta que el hombre levantó la cabeza y abrió los ojos, que me miraron con sorpresa e incertidumbre. Cuando desenrolló la ventanilla, el estruendo me abofeteó en la cara y con señas y gritos, le pedí que bajara la música, a lo que el hombre respondió con torpes movimientos en busca de los mandos del reproductor. Tuve que entrar finalmente a ayudarle ante su ineficacia, y ya en silencio, y desde el asiento del copiloto, me enteré de que se llamaba Ramón. El hombre había volado desde Quito, y alquiló el coche en el mismo aeropuerto para llegar hasta el sur, para lo que llevaba conduciendo gran parte del día y de la noche. No tenía dinero para pagar un sitio donde dormir, y por eso decidió parar y descansar en el coche. Estaba tan derrotado, que olvidó quitar la música a todo volumen que llevaba puesta para evitar un despiste en la carretera. Y para sentirse más cerca de casa, me dijo.

Subí a casa con la promesa de prepararle un café y algo de comer, y en el momento en que salía del coche, Poli el Lechugas, frutero del barrio y también vecino chismoso, bajaba envuelto en una bata de topos violetas para ver si podía echar un cable. Le conté lo que pasaba, y ofreció el pequeño local que tenía pegado a su comercio, donde guardaba algunas cajas, para que Ramón pudiera echarse a dormir unas horas, hasta que abriera la frutería. Tenía una pequeña colchoneta que serviría de cama. Así que nos pusimos manos a la obra, Poli el Lechugas convenció a Ramón para salir del coche y dormir en su local, mientras yo bajaba de nuevo con una manta, restos de cena y un descafeinado calentito.

Esa noche, Ramón pudo descansar antes de continuar su largo viaje, y todos los vecinos conseguimos dormir. Sólo había sido necesario poner cara e historia a un desconocido. Qué fácil, ¿verdad?

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