martes, 1 de marzo de 2011

El día tras la máscara blanca

Mi nuevo objetivo vital me llevó ayer hasta el interior de una asociación cultural, donde corrí a inscribirme en un taller de teatro corporal, que incluía máscaras y mimo. La ilusión de mi vida nunca ha sido hacer el payaso, en fin, no es que quiera ahora hacer todo-lo-que-no-he-podido-hacer-en-los-últimos-años-y-que-me-hubiese-encantado, sino bueno, más bien, me he propuesto para esto lo de dejarme llevar. “Fluir”. Y en esto del fluir, pues qué casualidad que iba andando un día tranquilamente por la calle, y en un nanosegundo que dediqué a contemplar mis zapatos nuevos de las rebajas, me resbalé con los restos de un sándwich de mortadela que me propulsó directamente contra el portal siguiente

De verdad que no sé cómo siempre me las apaño para ponerme en ridículo. El caso es que, justo mientras me recomponía un poco toda colorada intentando fingir que no escuchaba las risas del frutero –Poli el Lechugas, toda una institución en el barrio-, vi un cartelote publicitando las distintas clases que ofertaba esta asociación cultural, que se llama La Osa Mayor. Y no sé, lo del taller de teatro corporal me pareció la oportunidad perfecta para que PASASE ALGO. Además, se podía asistir el primer día de prueba, que era más intensivo, para ver si te interesaba lo suficiente.

Ayer fue el gran día. Tuve que ir vestida por completo de negro, y la verdad es que estas cosas siempre son un palo nada más llegar porque no sólo no conoces a nadie de la gente que está ahí esperando como tú, sino que además tienes la certeza de que delante de esos desconocidos vas a hacer las cosas más ridículas durante los siguientes minutos. La profesora, una mujer mayor muy huesuda y con el pelo estiradísimo en un moño que se parecía a la señorita Rotenmeyer, nos repartió unas máscaras de plástico. No tenían expresión, eran neutras y blancas. Nos dijo que lo más importante era que aprendiéramos a respirar con la máscara puesta, que había que sentirla sin que nos incomodase para poder luego mover el cuerpo perfectamente. Así que nos tuvimos que poner las caretas y la Rotenmeyer nos iba dando voces para que corriéramos por el espacio y se nos aceleraran las pulsaciones de lo lindo.

Nos mandó parar en seco una primera vez, aún no me había acalorado demasiado bajo el plástico, y aunque empecé a sentir que costaba más respirar una vez quieta, no me supuso un gran problema. Pero después de un ratito más largo de correteo, volvió a ordenar una congelación total. Mierda, y ya la cosa fue diferente. La máscara se ceñía a la perfección a mi cara, y tenía las correspondientes perforaciones de nariz y boca coincidiendo con las mías propias pero… no sé, parecía que el aire no entraba. Rotenmeyer gritó, justo cuando yo iba a hacer algo, que no moviésemos ni un pelo y ni mucho menos nos quitásemos la máscara. Que teníamos que aguantar y lograr estabilizar la respiración bajo el plástico. Eso, “salvo peligro de muerte”, matizó. Es verdad que para estas cosas me pongo cabezota, y me las tomo demasiado en serio. Jo, es que no entraba aire. Intenté aguantar, empecé a pensar en cosas alegres, como hacía Julie Andrews en Sonrisas y Lágrimas, pero por más espaguetis a la boloñesa y elefantes bebé que se presentaban en mi cabeza, seguía sin respirar y con el  corazón desbocado .

El problema de las máscaras es que, al ser su objetivo ocultar, nadie puede ver que tu cara está cambiando del color piel estándar al rojo, pasando por el violeta y hasta el blanquecino-verdoso, que constituye el punto crítico. Si la máscara hubiera sido translúcida, por ejemplo, la cosa no hubiera terminado como terminó. Lo siguiente que vi fue el techo abriéndose ante mí, y después un cielo negro con estrellas como diamantes. La sensación era rara, como de hormigueo, pero me sentía relajada. Y de pronto, me doy cuenta de que las estrellas empiezan a moverse hasta formar la cara de una osa. ¡La Osa Mayor! No sé cómo, pero de la silueta brillante, la Osa pasa a tener pelo, ¡y cuerpo! Y yo voy subiendo hacia ella, y la abrazo…qué pelo tan suave… Cuando ya estoy bien acurrucadita, la osa se pone violenta y me muerde la cabeza, y otra vez el agobio de no poder respirar…

Abrí los ojos, me di cuenta de que estaba hiperventilando y de que volvía a ver el techo, pero con varios pares de ojos observándome a pocos centímetros y pidiéndome que me calmase. Me tenían apoyadas las piernas sobre una silla, y me explicaron, ya cuando logré tranquilizarme un poco, que me había desmayado con la máscara puesta. Rotenmeyer parecía encantada porque, según dijo, había quedado “muy dramático”. Me fui de la sala tan pronto como pude coordinar de nuevo mis extremidades, con ganas de que me tragase la tierra. Desde luego, no era la experiencia que estaba buscando…

A la salida me pareció ver a la Osa en la recepción, pero prefiero pensar en esa imagen como un producto de la falta de oxígeno en el cerebro.

En fin, no todos los días se pueden sacar conclusiones interesantes. Y precisamente ayer, gracias a esto, aprendí a no volverme a fiar nunca más de los caminos a los que conducen los sándwiches de mortadela.

1 comentario:

  1. jaja! me encanta el momento en que describes a la osa mayor y sobre todo la moraleja final!! no hay que fiarse de los caminos a los que conducen los sándwiches de mortaleda!

    ResponderEliminar