martes, 19 de abril de 2011

El día que cumplí la profecía (2ª parte)

Intenté pensar en películas en las que aparecieran recetas de cocina. Es lo que siempre hago, desde que firmé el libro con la editorial, cada vez que me siento angustiada por otro motivo. Pero no es un motivo cualquiera estar recorriendo a gatas una especie de túnel frío y terroso dentro de la Casa del Terror del parque de atracciones. Así que, por mucho que repasaba una y otra vez las últimas películas que había visto, los grandes clásicos y muchas de mis favoritas, no pude encontrar una sola imagen a la que agarrarme ni una idea brillante para completar un capítulo más del libro. No se lo recomiendo a nadie, de verdad.

Empecé a gatear más rápido, ya en ciernes de que me diera un ataque de claustrofobia, y por fin, vislumbré algo de claridad. La portezuela de salida era más grande que la del espejo de entrada. Aparecí en otra sala, más acogedora, con pinta de habitación convencional. Una cama, estanterías, mesillas de noche, un reloj… Un bulto sobresalía bajo el edredón de la cama. Ya, y ahora viene cuando me asusta la niña del exorcista, pensé, ya con la experiencia de otras casas de este tipo.

Me planté ante la cama, esperando el susto. Pero no pasó nada, así que me acerqué poco a poco, y vi que el bulto respiraba tranquila y acompasadamente. Lo toqué y el bulto se incorporó de un salto impulsado por un auténtico escalofrío. Salté hacia atrás yo también del susto. Y a esa distancia prudencial, comenzamos a mirarnos con curiosidad.

El bulto resultó ser un chico de veintitantos, uno de los actores de la Casa del Terror, que iba vestido con un mono negro de hebillas que me recordó a Eduardo Manostijeras. Tenía la cara muy pálida, mejillas moradas y labios muy rojos de los que colgaba un hilillo burdeos. Se dio cuenta de que mis ojos escrutaban su boca, tratando de adivinar si sería maquillaje o habría tenido pelea con alguien, porque el chico parecía dolido. “Es sirope de cereza”, dijo tras leerme el pensamiento. Su lengua se deslizó hasta el hilillo y lo lamió en un gesto que consiguió tranquilizarme. Le sonreí y me acerqué de nuevo a la cama.

Me senté junto a él y entonces me adentré en silencio en sus ojos. No sé lo que le habría pasado a este chico, pero nunca antes había visto unos ojos con tanta tristeza. Los ojos más tristes del mundo. Estaban enrojecidos pero no había rastro de humedad en ellos.

“¿Estás bien?”. Asintió, como si le pareciera natural que yo estuviera allí preguntándole si estaba bien. Me contó que él era el carcelero sádico de la Sala de Torturas, pero que a veces, cuando no podía soportarlo más, se escabullía un ratito a la Sala de la Niña del Exorcista, que se encontraba cerrada temporalmente porque la actriz que hacía de la niña acababa de pedir una baja por depresión.

-¿Qué te pasa en los ojos? -le pregunté.
-Tengo el corazón hecho puré -me susurró-. Pero no puedo llorar, no lo consigo. ¿Estás aquí para ayudarme?
-Creo que sí.

Me acerqué un poco más, su ojo en mi ojo. Le miré fijamente hasta colarme por la rugosidad de sus iris tierra. Le acaricié las pestañas, muy tupidas para ser un chico, y noté cosquillas en los dedos. Cerró los ojos y le besé los párpados, como un hada, apenas rozándole. Cuando volvió a abrir los ojos, me encontró sonriéndole, porque ya sabía lo que tenía que hacer. Saqué de mi bolsillo la bolsita de terciopelo y cogí el diamante. Seguía pareciendo una piedra mal pulida. Lo llevé a mis labios, y de ahí, apoyado sobre la yema de mi dedo índice, se lo acerqué a la cara, a la altura de sus ojos. Él miraba intentando descifrar el siguiente paso, dejándose hacer, sereno y confiado. Entonces, pasó.

En el instante en que el diamante rozó la piel del extremo interno de su ojo, refulgió en un mágico destello y se transformó en lágrima. La lágrima plateada empezó a rodar despacio mejilla abajo, y pareció crear un surco que atravesarían muchas más, porque cuando ya le llegaba a la barbilla, reparé en que otras lágrimas brotaban de sus ojos y se deslizaban con la facilidad de la mantequilla. Sin dejar de llorar, el chico empezó a reír, aliviado, en un estruendo maravilloso que me llenó de ternura y de ganas de besarle de nuevo.

-¡Por fin! ¡Es fantástico! –me abrazó- Me llamo Asier. ¿Tú quién eres?
-Cloe. Cloe Andersen. Tengo que irme -no podía desprenderme de su mano cálida.
-¡Espera! ¡Aún no sé cómo darte las gracias!

Pero yo ya había conseguido alcanzar la otra puerta, y corría pasillo arriba. Había cumplido mi profecía, el agua había vuelto a fluir, y con ella, supuestamente mi destino. Me zafé de un par de zombis y empecé a llamar a Mikel a gritos. Alguien me agarró con fuerza en el siguiente giro, y tras propinarle un buen pisotón, descubrí por fin a mi amigo.

-¿Pero dónde te has metido?
-¡Vámonos ya de aquí! –le espeté.

Salimos como poseídos por el diablo, y necesité tirarme varias veces por la montaña rusa para que en mi cuerpo todo se recolocara. En esos momentos, me preguntaba si Asier tendría algo que ver con el destino al que aludía mi profecía, pero si era así, volveríamos a encontrarnos. Después de todo, él tenía que seguir su propio proceso y yo sólo le había ayudado a derribar la primera presa.

2 comentarios:

  1. absolutamente precioso!!!
    me he enamorado de este texto :D

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  2. Vaya pedazo de historia!! fascinante!
    Me encanta la intriga y cómo va averiguando el camino con frases tan buenas como que no se vence a nadie huyendo!!

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