sábado, 16 de abril de 2011

El día que cumplí la profecía (1ª parte)


“El inerte que saltó sobre ti no te corresponde más tiempo… El momento llegará en la luna de la mediatriz del mes de las aguas. Busca la casa de los aullidos de horror, vence al tenebroso y encuentra la serpiente. Ella te mostrará el camino hasta el ojo más triste del mundo, donde los ríos no pueden fluir. Devuelve el inerte a su cauce y espera hasta verlo brillar de nuevo. No encontrarás tu destino hasta que el agua vuelva a fluir…”

 Era la primera profecía que me hacían en toda mi vida. Bueno, supongo que tampoco debe de ser tan normal que te hagan profecías así, como si tal cosa, mientras compras unos tomates, por eso enseguida comprendí la importancia de todo este asunto. ¡Mi destino dependía de ello! Y no lo encontraría “hasta que el agua vuelva a fluir”. Ya se sabe que las profecías son así, jeroglíficas y misteriosas, si no, carecerían de encanto.

Una vez transcrita, me puse manos a la obra con ella, y casi me costó todo un día de dar vueltas y vueltas a cada palabra, para decidir, al final, que tendría que ir desentrañando el misterio poco a poco, como hacen los detectives.

Arrancar fue lo más complicado, lo del “inerte”. Sí, parece sencillo, un inerte es un cuerpo no vivo, pero lo de que había saltado sobre mí… Ahí estaba la clave, era algo de lo que debía desprenderme, algo que yo tenía y que no me correspondía más… Algo no vivo, un objeto que prácticamente se me había plantado delante, como dice la profecía… Hasta varias horas después no caí en la cuenta ¿cómo lo había pasado por alto? Abrí el cajón de mi mesilla, saqué una pequeña bolsa de terciopelo azul y la vacié sobre mi mano. Ahí estaba. Diminuto, duro, desafiante. Había perdido algo de brillo, eso sí, pero seguía siendo el rey de los minerales. ¡El diamante que cayó de una estantería del museo invisible* y que decidí llevarme sin ser vista!

Estaba claro que tenía que devolverlo a algún sitio y en una fecha concreta, “la luna de la mediatriz del mes de las aguas”, para ser exactos. Vale, esto era fácil, tenía que ser una noche de mediados de abril. Obvio. Es decir, ya mismo, estábamos a día 14.

Agobio. ¿A dónde debía dirigirme con la piedra? “La casa de los aullidos del horror” era algo, cuando menos, poco definido, y daba lugar a múltiples alternativas. Podía tratarse de un manicomio, por ejemplo. O de la peluquería de Tremenda, una drag queen del barrio muy atrevida en los cortes y tintes… y con poca aceptación entre la clientela en el momento final frente al espejo. También podía ser el piso de los del 2º C, que se traían terribles broncas en las que a veces llegaba a intervenir la policía… Barajaba estas posibilidades y otras diez más igual de válidas mientras revisaba la pila de folletos publicitarios que habían ido acumulándose en mi buzón cuando, de pronto, un interruptor se encendió en mi cabeza y la solución se me presentó cristalina. El parque de atracciones.

En la casa de los aullidos del horror

Llamé a mi amigo Mikel, un loco de las atracciones, al que además le convenía mucho soltar adrenalina y liberar estrés tras su examen del MIR. Se mofó de la historia de mi profecía, pero terminó considerándola brillante como excusa para tirarnos por la montaña rusa esa tarde.Guardé el diamante en su bolsa, y ésta en mi pantalón, y un par de autobuses y dos horas después ya estábamos dentro del parque, y en diez minutos nos habíamos plantado en la cola –asolada- de la Casa del Terror. Aún estaba atardeciendo, pero supuse que dentro de esa casa no apta para flojos del corazón siempre debía de ser de noche. Acerté.

Mientras ascendíamos por los peldaños de madera roñosa de la casa, pensé en el paso siguiente. Ahora me quedaba vencer al tenebroso y encontrar a la serpiente. Eso, de primeras. Mikel llamó a la puerta cerrada frente a nosotros, y con el sonido de los golpes, me empecé a poner nerviosa. De pronto, eso se abrió solo, y pasamos a un recibidor angosto y claustrofóbico, cuajado de telarañas y espejos empolvados. A Mikel le brillaban los ojos. No había pasado un minuto cuando nos dimos cuenta de que no estábamos solos. Un Cuasimodo de ojeras como el carbón y dientes verde pino nos soltó un buen rollo de bienvenida, que incluía instrucciones de comportamiento, bla bla bla. Una portezuela como caída del cielo se abrió con un desagradable chirrido y Cuasimodo nos señaló que ahí comenzaba el recorrido. Vale, ya rápido, había que encontrar al tenebroso.

Otras tres personas venían detrás de nosotros por ese pasillo estrecho, totalmente oscuro y lleno de cuadros viejos, candelabros y ventanas. Por una de ellas, vimos pasar como un relámpago a un hombre vestido de leñador, hacha incluida, y entonces los de atrás gritaron y empezamos a correr hasta el siguiente giro del pasillo. No parecía haber moros en la costa, así que paré para tomar aire y noté la mano de Mikel sobre mi hombro. Cuando me giré, se me heló la sonrisa en la cara. A no ser que Mikel ahora tuviese navajas en lugar de dedos, ése no era Mikel. Estaba paralizada, y Freddy Kruger dio un paso más hacia mí. Mi gran trauma infantil. En ese momento, noté cómo saltaba un resorte en mi corazón, empecé a chillar como una loca y a correr hacia delante con los ojos cerrados y sacudiéndome todo el cuerpo, como si me estuviesen devorando las cucarachas. Al abrir los ojos, todo seguía muy oscuro, pero ni rastro de Mikel ni de los demás. Tampoco de Freddy, no me podía quejar. Pero ya comenzaba a sentir miedo de verdad, deseaba salir de allí de una vez. Incluso todo el tema de la profecía me empezó a parecer disparatado. A punto de desandar lo andado en busca de mi amigo, sale del pasillo una figura encapuchada con túnica negra y guadaña. Claro, era él: el tenebroso. Y tenía que vencerle. ¿Vencerle?

Venciendo al tenebroso

Aunque me moría de miedo, fui directa hacia la figura, que enseguida se puso en alerta y me cortó el paso. Traté de escabullirme por debajo de su brazo, pero el tenebroso fue más rápido que yo, me agarró del cuello y me apretó contra la pared, amenazante. Estaba claro, además, que no se puede vencer a nadie huyendo, un detalle en el que reparé algo tarde. La única forma de vencer al tenebroso debía ser dejándole en bragas, es decir, desarmado. Así que, mientras reverberaba desde las profundidades de su capucha una carcajada maléfica, giré rápidamente mi cabeza, le mordí con todas mis fuerzas la mano que me apretaba el cuello y ante su sorpresa, le arrebaté la guadaña, le pegué una patada entre las piernas y me lié a correr otra vez, tratando de ignorar los aullidos del tenebroso desde mi espalda.

Tensa como estaba la cosa, decidí meterme por otra puerta para perderle de vista definitivamente. Me encontré en una pequeña salita que imitaba un patio gótico, con un pozo oxidado en el centro. Qué tétrico todo. Recobré el aliento y tiré la guadaña por el pozo, que resultó tener un par de metros de profundidad.

Y ahora qué. Me di un par de vueltas por esa sala, y no había muchas alternativas de salida. La misma puerta por la que yo había entrado. Pero entonces, mirando al pozo desde un ángulo distinto, ¡me di cuenta de que la broca se retorcía en sus extremos formando una figura de serpiente! La cabeza del reptil, que se distinguía bien porque tenía la bocaza bien abierta y le salía un alambre que hacía de lengua bífida, miraba hacia la izquierda. “Ella te mostrará el camino hasta el ojo más triste del mundo…”, seguía la profecía… Así que, me puse exactamente al lado de la serpiente, intentando ver lo que ella estaba mirando. Justo frente a la altura de sus ojos, la sala acababa en una pared de la que colgaba un enorme espejo de marco barroco. Me acerqué hasta él, casi esperando que me hablase o algo. Me acordé de A través del espejo, y de cómo Alicia acerca su mano y la superficie fría del cristal se ablanda y engulle su cuerpo hasta transportarla a esa otra dimensión. Acaricié el cristal y no pasó nada... hasta que mis dedos tropezaron con un corte. Un pequeño fragmento a punto de saltar. Será por manía, pero empecé a hacer palanca para arrancar el trozo, y de la fuerza, el espejo se me vino encima para luego estrellarse contra el suelo. ¡Cling cling clang! Genial, siete años de mala suerte.

Dentro del pasadizo

Cuando levanté de nuevo la mirada… ¡voilà ! ¡El espejo escondía otra portezuela elevada sobre el suelo que daba a un pasadizo! Para que luego critiquen a los torpes… El pasadizo, siendo sinceros, tenía mala pinta. Estaba más oscuro aún, tenía una altura de no más de un metro, corría aire frío por dentro, y parecía buena morada de bichos. Pero la serpiente había hablado, y era ése el camino que debía dirigirme hacia “el ojo más triste del mundo”.

Comprobé que el diamante seguía alojado en el fondo del bolsillo de mi pantalón, respiré hondo y, de un salto, me deslicé hacia las tripas de esa casa que estaba empezando a odiar profundamente…

(Continuará…)

* Ver El día del museo invisible

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