miércoles, 13 de abril de 2011

El día de la profecía

Creo que no es la primera vez que hablo de Poli el Lechugas. Es el frutero del barrio, con un pequeño local a pocos metros bajo la ventana de mi habitación; un hombre moreno, bajito, algo achaparrado y con un diente de oro. Siempre atiende con un delantal de flores de lo más hortera y una sonrisa de oreja a oreja que, personalmente, tiendo a interpretar como burla ambigua. Porque Poli el Lechugas no es un tipo cualquiera, es muy listo. Bueno, más que listo, tiene un don. No lo puedes ver todos los días, pero sí que de vez en cuando puede con él, le supera, como si le desbordase el cuerpo y sale de repente.

Yo lo he presenciado dos veces. Nunca dirigido a mí, claro. Te das cuenta porque el cuerpo se le queda rígido, ya esté sujetando siete kilos de patatas que rebanando una calabaza gigante; los ojos se le van, mira a un punto perdido, como quien ve la luz al final del túnel –no vale la pena seguir su mirada, sueles toparte con cajas apiladas de judías o redecillas de naranjas colgando del techo-. La mandíbula le cae, con la boca entreabierta, dejando ver el destello del diente de oro. Y entonces, habla. Le desaparece el acento gaditano, sus eses silban y las zetas atrapan la lengua entre los dientes; las palabras forman misteriosas frases, y crípticas, van rodando hacia fuera… De pronto, cuando aún estás tratando de comprender lo que sucede, Poli reenfoca la imagen con sus pupilas, menea la cabeza, convierte su boca en la clásica sonrisa burlona y dice algo así como: “Me ha dissssho cuarto de sssshampiñone, ¿verdá?”.  Y eso significa que la profecía está echada.

Por lo demás, Poli el Lechugas es muy normal, pero nunca pierdo la ocasión de ir a su local a comprar las frutas y verduras, porque nunca se sabe lo que puede pasar… Así fue cómo me llegó el día de mi propia profecía. No cabía duda, ya que era yo la única que estaba en la tienda en ese momento. Poli se afanaba en escogerme los tomates más rojos, cuando la vista se me fue a uno de ellos que caía rodando por el suelo, hasta salir por la puerta alegremente. Perdí de vista al tomate escapista y me volví hacia Poli. El hombre estaba como estatua de hielo encorvado sobre la caja de los tomates, con una mano agarrotada que probablemente había dejado escapar al huido. Se incorporó muy lentamente, entornó los ojos mirando hacia el más allá, dejó caer la mandíbula y dijo, con una dicción perfecta y un tempo infinito:

El inerte que saltó sobre ti no te corresponde más tiempo… El momento llegará en la luna de la mediatriz del mes de las aguas... Busca la casa de los aullidos de horror, vence al tenebroso y encuentra la serpiente... Ella te mostrará el camino hasta el ojo más triste del mundo, donde los ríos no pueden fluir... Devuelve el inerte a su cauce y espera hasta verlo brillar de nuevo... No encontrarás tu destino hasta que el agua vuelva a fluir…”

Antes de que Poli volviera en sí, yo ya le había dejado el dinero sobre la báscula, había cogido los tomates y había subido corriendo a casa, donde me apresuré a apuntar cada una de sus palabras grabadas a fuego en mi cabeza… Mi profecía estaba echada.

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