jueves, 3 de marzo de 2011

El día del anillo de mierda

Tengo que reconocer que ayer no tuve un día muy florido que digamos. A veces parece que las circunstancias externas conspiran para alinearse sobre una misma persona y aplastarla como a una miserable colilla. Es en estos momentos cuando, según los psicólogos, debemos tomar el control y pensar que el factor externo sólo puede suponer el 10 por ciento de cómo pintemos la situación global. Claro, que no es tan fácil. Y menos cuando pretendes que cada uno de tus días se caracterice por algún suceso luminoso.

Los dueños de la editorial que me publicó el primer libro, y para los que estaba realizando el segundo, me recordaban al Gordo y el Flaco. Su piel cetrina de luz de fluorescente, combinada, si tocaba ese día, con traje negro, recreaba sin esfuerzo la imagen cinematográfica en blanco y negro. Pero ellos, el Gordo y el Flaco Editores, eran mucho más desagradables. Y estaba claro que ése tampoco era su mejor día. Entre otras cosas, me recriminaron que iba retrasada con el libro y que tenía que bucear en más películas para encontrar referencias menos conocidas. Que quizá tenía que empezar desde cero porque no estaban seguros de lo que les estaba presentando. Ah, y que el adelanto prometido estaba en entredicho, claro… Intenté defenderme como pude, pero tampoco me dieron mucha tregua. Y las discusiones se me dan mal. Así que terminé saliendo por la puerta con las orejas gachas. Muy mal.

De camino de vuelta tras el broncazo, barruntaba yo todo esto que dicen los psicólogos de controlar la situación mientras seguía brotando humo negro de mi cabeza. A ver cómo arreglaba el día ahora. Entré en una cafetería con el anhelo de alimentar mi maltrecho espíritu con un cruasán a la plancha recién hecho y un capuchino calentito, y me cuentan, una vez sentada, que no les funciona la máquina de café. En fin, pido un refresco y el cruasán, que me sirven al cabo de unos minutos con mermelada de melocotón, a la que tengo alergia. Y resulta que era la única mermelada que sirven en el local. Pues vaya. El humo negro no cesaba de desbordar mis entrañas.

Con el mejunje del cruasán a palo seco y la cocacola sin pasar las once y media de la mañana, y el mal cuerpo por no haberles dicho al Gordo y al Flaco un par de cosas, continué el camino de vuelta a casa. Normalmente, es poco recomendable andar mirando al suelo, sueles perderte muchas cosas que pasan alrededor. Pero en este caso, fue todo un acierto porque, de algún modo, lo interesante apareció junto a uno de mis tristones pasos. Un pequeño anillo descansaba sobre la acera, abandonado. No era nada especial, sólo una banda delgada y sucia, dorada, que casi podía haber aparecido de regalo dentro de un roscón de Reyes, o de una bolsa de patatas fritas. Me lo puse sin pensármelo dos veces, y me recordó inmediatamente al cuento del anillo que convertía todo en mierda.

No recuerdo ni el título ni el nombre de la autora, pero es de estas historias que, seguramente por lo escatológico, te maravillan a los diez años y te acompañan el resto de tu vida –ya por otros motivos, supongo-. En el cuento, la niña protagonista recibe un regalo de un hada: un anillo mágico, que al ponérselo y girarlo una vuelta hacia la izquierda, convertía en mierda aquello que estuviera mirando. La niña, como cabe esperar, se lo pasa en grande con la pieza de bisutería… Tampoco me acuerdo del final, porque ¡lo realmente fantástico es lo que pasa en el medio! ¡Grandes posibilidades podría tener lo de convertir en mierda las cosas a nuestro antojo!

Emocionada y de mejor humor con la historia del anillo, casi ni me di cuenta cuando mis pies giraron sobre sí mismos para volver sobre los pasos ya andados. Apenas me di cuenta, igualmente, de que entraba en el portal de la editorial, y de que subía en el ascensor directa al piso de la oficina. Sólo pensaba en la protagonista del cuento mientras mis ojos permanecían fijos en el anillo. Con el despiste y la ensoñación, no reparé en que tuve que pasar por delante de la recepción y saludar distraídamente a Nancy, la secretaria; y no fue hasta que no llegué ante la puerta del despacho del Gordo y el Flaco cuando fui consciente de dónde me encontraba de nuevo.

Frente a mí, la puerta gris con la ostentosa placa grabada con los nombres de los señores editores. Podía escuchar sus voces, al teléfono, despellejando a saber a qué pobre ahora. Toqué en la puerta y abrí sin esperar permiso. Apreté el anillo con la otra mano, y empecé a girarlo una vuelta mirando fijamente a las dos figuras de película en blanco y negro, que no se perdían uno de mis movimientos con una expresión pasmada. Ya casi podía empezar a ver cómo sus trajes se deshacían, cómo la piel se oscurecía, cómo sus caras se expandían y sus figuras se iban aplastando por el peso de la nueva textura. Casi lo olía. “¡Noooo!”, parecía que gritaban en un borboteante murmullo ahogado. Casi era como si les hubiese convertido en una gran montaña de mierda.

Si la vida pudiera ser tan fácil… ¿verdad?

1 comentario:

  1. Cloe! Deberías de buscar esa historia de la niña con el anillo y compartirla con nosotros! jamás la había oido!

    Y ya de paso si puedes compartir conmigo ese anillo... sólo déjamelo un par de horas, jeje

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