martes, 29 de marzo de 2011

El día de los espagueti a la boloñesa

La teoría italiana de la longitud de las pastas y su correspondencia con salsas específicas –extremadamente pretenciosa- siempre me hace pensar en Gianni. Nos conocimos hace unos años, en un campamento de verano en Copenhague al que fui con una de mis mejores amigas, Violeta. Gianni era un italiano algo excéntrico, que cumplía el estereotipo en cosas como la afición a la comida, a la vez que rompía el molde clásico –la moda no era su fuerte, entre otras cosas…-. Tenía un aspecto desaliñado, labios carnosos y tocaba en una banda de rock duro. Una combinación altamente tentadora para un par de locas adolescentes de vacaciones. Violeta y yo terminamos colgadas de Gianni; él la prefirió a ella.

Después de unos meses escribiéndose postales, mi amiga se olvidó de él. Se puede decir que yo perdí un amor ese verano, pero gané un amigo para toda la vida. Mis cartas y las suyas nunca dejaron de cruzarse, luego llegaron los sms a nuestros nuevos y flamantes móviles en la época de la universidad, el email y el año de estudios de Gianni en España. Las cenas siempre terminaban en grandes discusiones sobre la conveniencia o no de utilizar una pasta con una salsa específica. Gianni se desgañitaba explicándome que la salsa matriciana no podía ir con pasta corta… o al revés, nunca lo entendí del todo.

Habían pasado cuatro años desde la última vez que nos vimos, y, en mitad de la búsqueda de ideas para completar el libro de recetas, tuve una revelación. Los espagueti alla bolognesa del clásico El gran dictador, de Chaplin. Y esa era la mejor excusa para marcharme a Bolonia, donde vive Gianni, y aprender in situ la auténtica manera de cocinar el plato. Por supuesto que enviarle un mail para que me escribiese la receta hubiera sido más fácil –y mucho más barato-, pero no tan divertido ni auténtico.

Rumbo a Bolonia

Volar a Bolonia, gracias a las aerolíneas de bajo coste, fue poco doloroso y muy rápido. Lo cierto es que nunca había estado antes, a pesar de que la familia de Gianni procedía de un pueblo muy cercano a la ciudad. Mi amigo italiano me recogió en el aeropuerto, con una sonrisa de oreja a oreja; en esta ocasión habíamos dejado pasar demasiado tiempo sin vernos… Seguía tan desaliñado como siempre… Me monté en su coche, un viejo pelotilla rojo, y enseguida empezamos a ponernos al día en un idioma en el que se solapaban italiano, español e inglés. El sol brillaba con fuerza, y aprovechamos para ir primero al centro de la ciudad, donde empecé a alucinar con los maravillosos palacetes renacentistas pintados en tonos anaranjados y rojizos, callejuelas llenas de puestos de fruta y verdura, la vetusta universidad de Derecho… Aaah… Italia….

En fin, Gianni aprovechó para comprar los mejores espagueti para la ocasión. Entramos en una tienda donde elaboran la pasta fresca a diario. En el escaparate, perfectos tortellini color vainilla aseguraban, tarjetón mediante, la manufactura que había tras sus curvas delicadas… Aaaah… Italia… A ver si me centro. Pues eso, compramos varias cosas, las que Gianni consideró básicas para hacer el plato auténtico de estos espagueti y paramos en un local precioso a beber algo.

Era increíble estar sentada a su lado, después de sólo un par de horas de vuelo, disfrutando de una cerveza. Dos horas, 60 euros de avión, una excusa facilona pero solvente y… ¡allí estábamos! Me costaba entender por qué no había hecho esto antes… Y eso le intentaba explicar a Gianni, después de que nos hubiéramos hecho el consabido resumen de historias amorosas, trabajos-basura más recientes y meteduras de pata varias. Seguía teniendo unos labios preciosos…

De vuelta en el coche, me llevó a casa de sus padres, donde la verdadera mamma italiana me mostraría cómo cocinar la pasta. ¡Todo sea por la investigación gastronómica! Giulianna era una mujer extensa en todos los sentidos: gran cuerpo, gran voz, grandiosa energía tipo onda expansiva… Se la escuchaba trotar por toda la casa. La conocí cuando vino de visita a España a ver a su hijo, y aún recuerdo el tremendo número que protagonizó a su llegada al aeropuerto para justificar las enormes maletas que llevaba de pasta, café y quesos. La buena de Giulianna terminó regalándole al de seguridad un bote de Nutella para dejar el tema en tablas.

El efecto Barolo

Giulianna se puso a cortar la ternera, con mucho mimo, pero no nos dejaba tocar nada ni a Gianni ni a mí. Cosas de madres italianas. Muertos de aburrimiento, Gianni me llevó a ver la pequeña bodega de sus padres, que tenían algunos viñedos. “Ma, che cosa!”, gritó de pronto. Me acerqué a contemplar la botella que mi amigo sostenía, como si fuese un recién nacido. “Abbiamo un Barolo!”. Ah. Ante mi falta de reacción, Gianni me explicó que era uno de los mejores vinos italianos, estaba emocionadísimo; me cogió de la mano y me sacó en volandas de la bodega. De vuelta a su casa, dispuso una pequeña mesita de camping en el huerto de la parte trasera, con dos sillas plegables. Dejó la botella sobre la mesa y corrió a por copas y sacacorchos. Giulianna volvió a echarme de la cocina, o quizá esta vez me escaqueé yo solita, a pesar de que el tomate ya empezaba a estar en su punto.

De pronto, la postal perfecta: el atardecer, los árboles frutales, el delicioso vino descendiendo por mi garganta, Gianni… Pensé que era eso todo lo que podía desear. Miré a Gianni y le sonreí. Apuró su enésima copa, me cogió la mano y me atrajo hacia sí para darme un beso perfecto. Un beso de amigos, de asunto pendiente, de adolescentes que experimentan, yo qué sé… Pero fue perfecto. El efecto Barolo. Cuando Giulianna salió a buscarnos, ya estábamos lejos de allí.

Al día siguiente salía mi vuelo de vuelta. Sí, me fui sin la receta de los auténticos espagueti alla bolognesa, pero Gianni prometió enviármela por mail. No importaba realmente, porque… ¡fue el día que besé a Gianni!

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