viernes, 29 de abril de 2011

El día del secuestro del avión

00.30 horas

Estoy escribiendo desde una suite de hotel de lujo a cientos de kilómetros de mi casa. Me he dado un relajante baño de burbujas mientras bebía una copa de champán, como en Pretty Woman, que directamente me ha enviado el servicio de habitaciones del hotel, junto con una deliciosa cena a base de marisco y foie-gras. Mmmm… ¡Y pensar que hace solo unas horas andaba entregada a la exigente tarea de secuestrar un avión! Recapitulemos…

Cinco horas antes

Lo peor de las vacaciones es, precisamente, que acaban en algún punto, y da igual la resistencia que uno ponga a esta realidad. Es impepinable. Otro año más, ahí estaba yo, en el aeropuerto de Kastrup, despidiéndome de mi padre con una mezcla de palabras hispano-danesas. El hombre, como siempre, me había comprado varios bollos de pan de zanahoria, mis favoritos, para amenizar el viaje. Odio las despedidas. Aunque sin ellas, los reencuentros no son posibles, y esos sí que me gustan… En fin, un mal necesario. La figura de mi padre funde sus contornos con los de decenas de personas mientras yo ato los cordones de mis botas estoicamente tras pasar el control de pasajeros. Vi ses. Hasta pronto.

Cuatro horas antes

Asiento 7A. Perfecto, cercano a la puerta. En ese momento pensé: “Qué bien, saldré de las primeras”. Ja. El despegue desde Copenhague resulta siempre estupendo, a los dos minutos se pueden ver a la perfección los contornos del país recortados por el mar, que se riza en borreguitos de espuma por la acción de los molinos eólicos. Detrás, en el 10C, un hombre clavadito a Michael Keaton hojea un libro con tapas forradas en papel de periódico. ¿Qué tipo de libro tendrá entre manos como para avergonzarse de él? Mmmm… A la media hora de vuelo devoro mi primer bollo de pan de zanahoria.

Tres horas antes

Se abre el micro de megafonía. “Al habla el comandante, tengo una mala noticia que darles. Por problemas comerciales de la compañía, este avión no podrá aterrizar en destino, el trayecto se reconduce hasta el aeropuerto de Mallorca”. ¿¿¿Cómo??? En ese momento pensé que nos había tocado un piloto chistoso frente al aparato, aunque no tenía mucho chiste, la verdad… Cuando confirmó estas palabras a los cinco minutos, empecé a ser consciente de que realmente íbamos a aterrizar, sin ninguna explicación, en Mallorca, rodeados de agua y a cientos de kilómetros de casa. ¿¿¿Cómo??? El murmullo empezó a crecer en ola por toda la cabina, hasta que Michael Keaton lo rompió poniéndose en pie y dirigiéndose a todos los pasajeros: “¡No abandonaremos el avión hasta que alguien nos dé una explicación para esto y nos lleven de vuelta a nuestras casas!”.  “¡Eso es un motín!”, chilló una azafata rubia –sin comentarios- e histérica. “¡Pues que así sea!”, contestó Michael Keaton. Yo le miraba embelesada y por fin reaccioné. Tenía razón. No nos podíamos mover del avión. Desde ese momento, ¡quedaba secuestrado por el pasaje!

Efectivamente, aterrizamos en Mallorca. Y efectivamente, los doscientos pasajeros secundaron a Michael Keaton y no hicieron amago de moverse de su asiento. El comandante y las azafatas instaron a que saliéramos de allí, asegurando que ya nos informarían en la terminal. Pero se ve que Michael Keaton ya estaba muy curtido en engaños aéreos, y vio claro el pastel. “Nadie bajará de este avión hasta que no venga un responsable de la compañía a darnos las soluciones pertinentes”. Qué bien hablaba, qué firmeza y qué seguridad… Era como Batman… Empecé a sentir una fuente de energía brotando de mi pecho, primera confirmación de que terminaría haciendo de Robin esa noche…

Llamé inmediatamente a mi amiga Lelaina, que debería de estar esperándome ya en el aeropuerto en el que debíamos haber aterrizado, para contarle lo sucedido. Ella se indignó muchísimo, y entonces me hizo la pregunta que me dio la clave: “¿Has pensado llamar a alguien de prensa?”. Lelaina es publicista y estaba acostumbrada a contemplar la realidad en clave de imágenes, eslóganes y titulares. Bingo.

Le di las gracias por la idea y contemplé el escenario que tenía ante mí: la tripulación pedía a los pasajeros, cada vez con menos modales, que bajasen del avión; los pasajeros bramaban a la tripulación que no se moverían de allí sin un nuevo plan de viaje; los muchos niños que formaban parte del pasaje alborotaban alrededor para que alguien les diera algo de comer… Entonces, el comandante, estirado como un poste telefónico, hizo valer su posición gritando entre el gentío: “Están desobedeciendo a la máxima autoridad de esta aeronave, la Guardia Civil se encuentra ya en camino para efectuar su desalojo y detención”. Glups. Parecía que la imagen hubiera quedado congelada. Un niño empezó a llorar, y los viajeros se miraban unos a otros con la sombra de la resignación en los ojos. Batalla perdida.

Y así hubiera sido, si no hubiera notado mi corazón acelerándose, y esa energía caliente que se impulsaba fuera de mi pecho, las orejas incandescentes, y me vi levantándome de mi asiento por primera vez, como un resorte y dirigiéndome al comandante con el suficiente volumen como para que me escuchase todo el avión. “Han tenido ustedes la mala suerte de llevar a una periodista de El País a bordo del avión. Acabo de hablar con el periódico y nos están guardando un hueco en la portada. No creo que a su compañía le haga mucha gracia, comuníqueselo, en todo caso”.

¡Madre mía, de verdad que me salió así! El resultado fue inmejorable y quedó reflejado en los cambios cromáticos que sufrió la cara del comandante. Su piel pasó del sonrosado al lívido, y de ahí, al verde. Me había llevado el gato al agua. Michael Keaton me sonrió y soltó un grito de satisfacción, todavía quedaba batalla por delante…

A partir de ese momento, ya las azafatas no se negaron a repartir agua entre los pasajeros, qué cosas tiene la prensa… Me sentí poderosa, y de cuando en cuando, iba llamando a Lelaina para fingir que hablaba con el periódico, y en cuanto el comandante me miraba, me aseguraba de que me escuchase alto y claro las últimas novedades: “Sí, la agencia EFE ya ha lanzado la noticia en la red nacional… Éste es mi teléfono, atiendo sin problemas a Radio Nacional, que esto va a para rato… ¿Ya lo ha dado la cadena SER? ¡Qué rapidez!...” Así me mantuve en una improvisación digna de Oscar.

Minutos más tarde, apareció en el avión un hombre de aspecto desagradable. Bajito y de complexión ancha; pelo lacio y negro bajo el que asomaba, brillante, una incipiente calva, traje barato oscuro y corbata azul a juego con el color corporativo de la compañía aérea. A mí me pilló colgada al teléfono con Lelaina. “Buenas noches, sentimos las molestias que les estamos causando, pero quiero que entiendan que la tripulación está cansada y no pueden abandonar el avión mientras ustedes lo tengan retenido. Si hacen el favor de bajar a la terminal, les informaremos sobre las opciones que hay”, concluyó. Michael Keaton no se dejó amedrentar por el Hombre de la Compañía Aérea: “¿Por qué no nos ofrece esas opciones aquí mismo, si tanta prisa tienen porque nos vayamos?”. La multitud bramó en apoyo a las palabras de Batman.

Y le volvió a tocar el turno a Robin, es decir, ¡a mí! “Estoy hablando en este mismo momento con el director adjunto de El País, me está preguntando su nombre, para citarle en la información que vamos a publicar mañana en portada. Por cierto, creo que la actuación de su compañía va a quedar en una situación algo… comprometida, digamos”. Hasta ahí perfecto, el Hombre de la Compañía Aérea me miró lívido, parecía que estaba colando, pero luego, me vi dominada por ese poder malévolo y tuve que añadir, alargándole el teléfono: “¿Quiere ponerse y se lo dice usted mismo?”. Mierda.

Me tiré el mayor farol de mi vida, y el Hombre de la Compañía Aérea debió de oler esa última duda en mi cara. El corazón se me salía del pecho, intenté contener la gota de sudor que me caía de la frente –bendito flequillo-; el hombre estaba librando una batalla contra su orgullo, y parecía que la iba ganando el orgullo, porque percibí cómo el peso de su cuerpo oscilaba hacia delante, y cómo su brazo se elevaba en dirección del teléfono… Pero entonces dudó, retrocedió y me dijo: “Quiero mantener una conversación en privado con usted, si no le importa”.

Colgué el teléfono a Lelaina y seguí al Hombre de la Compañía Aérea escaleras abajo, y allí, a pie de avión, tuvo lugar la negociación más fácil de la historia. Me preguntó qué queríamos, y se lo dije.

Una hora antes

En quince minutos estaba arriba de nuevo, y en otros quince más, el hombre de traje volvió a subir para realizar una última comunicación por la megafonía del avión: seríamos trasladados de inmediato en autobuses al centro de la ciudad para pasar la noche en un hotel de lujo superior, donde podríamos cenar y descansar, y volaríamos de vuelta a nuestras casas a primera hora de la mañana siguiente. Todo el avión rompió en aplausos y gestos de sorpresa, y Michael Keaton decretó a gritos el fin del secuestro del avión. Entre tanta celebración, se cayó al pasillo el misterioso libro que leía y pude acercarme a mirar el título impreso en la parte superior de las páginas… ¡Mujercitas! Qué decepción…

Ah, y por supuesto que no se publicó nada en la prensa, tal y como me comprometí con el Hombre de la Compañía Aérea. Que una tiene palabra…

miércoles, 27 de abril de 2011

El día de la Sirenita

Todos los años suelo aprovechar las vacaciones de Semana Santa para ir a Dinamarca a visitar a mi padre. Vive en la periferia de Copenhague, en unas casas construidas en cooperativa, con un gran jardín común donde incluyeron una piscina de agua helada. Es una casa muy al estilo escandinavo, con grandes ventanas, madera blanca y parqué claro en el suelo. Me encanta estar en la cocina, enorme, con muebles de Ikea y encimera de haya, sobre la que preparo el desayuno mientras mi padre hace gala de su sangre vikinga cada mañana, sumergiéndose en el agua helada de la alberca nada más levantarse de la cama. Brrrr.

Me sigue haciendo gracia mirarle a través del cristal mientras voy tostando los panecillos y cortando el queso, cómo se tira al agua sin reconsiderarlo siquiera, y cómo empieza a nadar con la piel enrojecida del cambio de temperatura. Nunca falla que se me termine poniendo la carne de gallina en los brazos, y que un escalofrío recorra mi columna hasta el cuello. Brrr. Cuando el café está listo y la mesa puesta, mi padre vuelve a la casa, se seca y se viste, y entonces compartimos un momento genial de desayuno. Normalmente, con la misma conversación. Empezamos en silencio, con las enormes tazas de café calentándonos las manos, y en algún punto, mi padre abre la boca y dice: “¿Por qué no vuelves?”.

Por qué no vuelvo. Él me argumenta, como todos los años, que enseguida podría refrescar el idioma, y que aquí podría vivir mucho mejor. Que podría aprender a tolerar el agua helada nada más levantarme. Yo le miro, guardo unos segundos de silencio, pensativa, le doy la razón y después introduzco una frase que empieza por “pero”: “Prefiero estar en un país de gente con cara de gente”. Le sonrío y él se ríe, nunca hastiado de haber escuchado esta argumentación decenas de veces. Luego siempre me suelta: “¿Qué quieres hacer hoy?”. Excepto el primer día que llego. Sabe que ese día es sagrado, mi día de peregrinación a la Sirenita. Una vez al año. No sé, hay gente que todos los años sale a las procesiones a ver a sus vírgenes o cristos. Se reencuentran con ellos y comparten un momento espiritual. Yo lo hago con la Sirenita.

Me enamoré de ella desde la primera vez que recuerdo haberla visto, siendo muy pequeña, cuando aún vivía en Dinamarca. Lille havfrue. Así la llaman los daneses. Mi madre me había contado el cuento muchas veces, y me impactó verla ahí, ver que era real, y que seguía contemplando el agua del mar por última vez con la tristeza de haber perdido a su amado príncipe para siempre. Me tranquilizaba que el cuento hubiese quedado congelado en ese punto, evitando el final de la apasionada sirena a cambio de ser condenada al desamor eterno.

Ya cuando crecí un poco, me gustaba subirme a las rocas, acercarme a ella y acariciarle la cola de pez, como reconfortándola en su pena. Qué frágil parece, pero a la vez, ahí está, mirando a los barcos, esperando el milagro. Tiene alma bajo el bronce. Por eso me irrita mucho el espectáculo habitual de los turistas que llegan y exclaman, en distintos idiomas: “¡Qué pequeña es!”, como con desprecio. Siempre me entran verdaderos instintos asesinos, que luego calmo con la condescendencia de entender que algunas personas no pueden ver más allá y que se lo están perdiendo todo.

Todos los años, en el primer día de mis vacaciones de Semana Santa, tras desayunar con mi padre, me acerco al puerto de Copenhague para saludarla. Me siento en un banco que está justo frente a su roca, y me quedo allí un buen rato, acompañándola. Los turistas van apareciendo en ráfagas, cosas de la física, de manera que siempre consigo un tiempo de estar a solas con ella. Yo un año mayor cada vez, y ella, siempre adolescente. Qué curioso.Y ahí estábamos otro año más.

-¡Hola! Ya te estaba esperando…
-Bueno, es que este año la Semana Santa ha caído muy tarde, fíjate que ya estamos a finales de abril…
-¿Sí? No lo había notado…
-No me extraña, ahora debe de ser complicadísimo para ti conocer las fechas, con el tiempo tan raro que sufrimos en todo el mundo… Hace demasiado calor para Copenhague ¿verdad?
-Sí, estos días está calentando mucho el sol, es una maravilla. Me entretengo mucho jugando con los reflejos en el agua. Parecen pequeñas joyas que voy coleccionando, y cada una tiene una forma distinta. Mira esa de ahí, parece una mariposa, ¿a que sí?
-Ah, pues es verdad. ¡Y la que está al lado tiene forma de beso!
-¡O de fresa!

La Sirenita es, sencillamente, encantadora.

-¿Qué tal has llevado este año?-le pregunto.
-Bien, mejor. Este año nadie ha intentado arrancarme la cabeza, qué alivio. Una noche pasó un chico borracho, hizo el amago de subirse a mi roca, de abalanzarse sobre mí, pero se resbaló y cayó al agua. Y claro, ¡ya no lo volvió a intentar!
-Me alegro mucho, de verdad. Qué paciencia tienes con la gente.
-No me queda otro remedio.
-Ya. ¿Y qué tal la vuelta de la Expo de Shanghai?
-Muy bien, tenía muchas ganas de volver ya. Me agobiaron mucho los chinos, se me acercaban en masa, no paraban de fotografiarme, cientos de flashes a la vez… Me mareo enseguida con los flashes. Debe de ser que soy fotosensible.
-Sí, es lógico, estás acostumbrada a los cielos encapotados.
-Claro, eso mismo pienso yo. Aunque el sol sí que me gusta. ¿Y tú qué tal has pasado el año?
-Buf… Han sido unos meses muy movidos, sigo dando tumbos, pero bueno. Me contrataron para hacer un nuevo libro de cocina, estoy trabajando en eso, aunque va algo lento. Y he tomado la determinación de disfrutar al máximo de cada día, como si fuera un reto, y lograr que me ocurran cosas maravillosas. Y que dependan de mí, claro. Eso es lo más importante.
-Ah… ¿Y estás enamorada?
-Pues… No. Aunque hace unos días me pasó algo muy especial con un chico. Se llama Asier. Y trabaja en la Casa del Terror.
-¿La Casa del Terror?
-Sí, bueno… No importa. No sé si le volveré a ver más, él ahora está muy triste, necesita tiempo.
-¿Es guapo?
-No pude verle bien, estaba disfrazado… Pero tiene unos ojos preciosos, color tierra, con gruesas y largas pestañas.
-¡Como mi príncipe!
-¿En serio?
-¡Sí!
-¡Qué casualidad!
-Por cierto, ha llegado algo para ti esta mañana… Está en el agua, al pie de mi roca. ¿Lo ves?

Eché un vistazo hacia donde la Sirenita me indicaba, y de pronto, la vi. Una pequeña botella de cristal transparente se mecía en el agua. Me acerqué, y con cuidado, fui apoyándome en las piedras hasta alcanzar la botella. Tenía un mensaje dentro.

-¿Lo cojo?
-Claro, es para ti.

Estirando el dedo índice, apresé el papel enrollado hasta sacarlo de la botella. La tinta estaba un poco emborronada, el papel casi desecho y lleno de polvo de sal. Sólo había una palabra escrita, como una orden: CREE.

-¿Quién me lo ha enviado?
-Eso ya no lo sé, lo siento.

Me di cuenta de que había llegado el momento de despedirme de la Sirenita, al menos hasta la próxima vez.

-Tengo que irme ya, voy a comer con mi padre. Me ha gustado mucho verte. Sigues tan preciosa como siempre.
-Muchas gracias –casi pude ver cómo se sonrojaba la sirena-. Te deseo mucha suerte con tu libro, seguro que quedará muy bien. Sólo que… ¿Podrías hacerme un favor?
-Claro…
-¡No incluyas ninguna receta de pescado!
-¡Eso está hecho!

Sonreí a mi amiga y emprendí el camino de regreso a casa, con la botella entre mis manos y el mensaje en su interior, tal y como me la había encontrado. ¿Quién me la habría enviado? ¿Desde dónde? Qué misterio… Mis pensamientos comenzaron a ralentizarse al pasar por una de mis cafeterías favoritas, Sigfred Kaffé, donde me compré un delicioso chocolate caliente para llevar. El oro de los mayas llenó de calor y energía mi cuerpo durante el resto del paseo, y cuando por fin llegué a casa, la Sirenita ya había logrado convencerme. Estaba dispuesta a creer.

martes, 19 de abril de 2011

El día que cumplí la profecía (2ª parte)

Intenté pensar en películas en las que aparecieran recetas de cocina. Es lo que siempre hago, desde que firmé el libro con la editorial, cada vez que me siento angustiada por otro motivo. Pero no es un motivo cualquiera estar recorriendo a gatas una especie de túnel frío y terroso dentro de la Casa del Terror del parque de atracciones. Así que, por mucho que repasaba una y otra vez las últimas películas que había visto, los grandes clásicos y muchas de mis favoritas, no pude encontrar una sola imagen a la que agarrarme ni una idea brillante para completar un capítulo más del libro. No se lo recomiendo a nadie, de verdad.

Empecé a gatear más rápido, ya en ciernes de que me diera un ataque de claustrofobia, y por fin, vislumbré algo de claridad. La portezuela de salida era más grande que la del espejo de entrada. Aparecí en otra sala, más acogedora, con pinta de habitación convencional. Una cama, estanterías, mesillas de noche, un reloj… Un bulto sobresalía bajo el edredón de la cama. Ya, y ahora viene cuando me asusta la niña del exorcista, pensé, ya con la experiencia de otras casas de este tipo.

Me planté ante la cama, esperando el susto. Pero no pasó nada, así que me acerqué poco a poco, y vi que el bulto respiraba tranquila y acompasadamente. Lo toqué y el bulto se incorporó de un salto impulsado por un auténtico escalofrío. Salté hacia atrás yo también del susto. Y a esa distancia prudencial, comenzamos a mirarnos con curiosidad.

El bulto resultó ser un chico de veintitantos, uno de los actores de la Casa del Terror, que iba vestido con un mono negro de hebillas que me recordó a Eduardo Manostijeras. Tenía la cara muy pálida, mejillas moradas y labios muy rojos de los que colgaba un hilillo burdeos. Se dio cuenta de que mis ojos escrutaban su boca, tratando de adivinar si sería maquillaje o habría tenido pelea con alguien, porque el chico parecía dolido. “Es sirope de cereza”, dijo tras leerme el pensamiento. Su lengua se deslizó hasta el hilillo y lo lamió en un gesto que consiguió tranquilizarme. Le sonreí y me acerqué de nuevo a la cama.

Me senté junto a él y entonces me adentré en silencio en sus ojos. No sé lo que le habría pasado a este chico, pero nunca antes había visto unos ojos con tanta tristeza. Los ojos más tristes del mundo. Estaban enrojecidos pero no había rastro de humedad en ellos.

“¿Estás bien?”. Asintió, como si le pareciera natural que yo estuviera allí preguntándole si estaba bien. Me contó que él era el carcelero sádico de la Sala de Torturas, pero que a veces, cuando no podía soportarlo más, se escabullía un ratito a la Sala de la Niña del Exorcista, que se encontraba cerrada temporalmente porque la actriz que hacía de la niña acababa de pedir una baja por depresión.

-¿Qué te pasa en los ojos? -le pregunté.
-Tengo el corazón hecho puré -me susurró-. Pero no puedo llorar, no lo consigo. ¿Estás aquí para ayudarme?
-Creo que sí.

Me acerqué un poco más, su ojo en mi ojo. Le miré fijamente hasta colarme por la rugosidad de sus iris tierra. Le acaricié las pestañas, muy tupidas para ser un chico, y noté cosquillas en los dedos. Cerró los ojos y le besé los párpados, como un hada, apenas rozándole. Cuando volvió a abrir los ojos, me encontró sonriéndole, porque ya sabía lo que tenía que hacer. Saqué de mi bolsillo la bolsita de terciopelo y cogí el diamante. Seguía pareciendo una piedra mal pulida. Lo llevé a mis labios, y de ahí, apoyado sobre la yema de mi dedo índice, se lo acerqué a la cara, a la altura de sus ojos. Él miraba intentando descifrar el siguiente paso, dejándose hacer, sereno y confiado. Entonces, pasó.

En el instante en que el diamante rozó la piel del extremo interno de su ojo, refulgió en un mágico destello y se transformó en lágrima. La lágrima plateada empezó a rodar despacio mejilla abajo, y pareció crear un surco que atravesarían muchas más, porque cuando ya le llegaba a la barbilla, reparé en que otras lágrimas brotaban de sus ojos y se deslizaban con la facilidad de la mantequilla. Sin dejar de llorar, el chico empezó a reír, aliviado, en un estruendo maravilloso que me llenó de ternura y de ganas de besarle de nuevo.

-¡Por fin! ¡Es fantástico! –me abrazó- Me llamo Asier. ¿Tú quién eres?
-Cloe. Cloe Andersen. Tengo que irme -no podía desprenderme de su mano cálida.
-¡Espera! ¡Aún no sé cómo darte las gracias!

Pero yo ya había conseguido alcanzar la otra puerta, y corría pasillo arriba. Había cumplido mi profecía, el agua había vuelto a fluir, y con ella, supuestamente mi destino. Me zafé de un par de zombis y empecé a llamar a Mikel a gritos. Alguien me agarró con fuerza en el siguiente giro, y tras propinarle un buen pisotón, descubrí por fin a mi amigo.

-¿Pero dónde te has metido?
-¡Vámonos ya de aquí! –le espeté.

Salimos como poseídos por el diablo, y necesité tirarme varias veces por la montaña rusa para que en mi cuerpo todo se recolocara. En esos momentos, me preguntaba si Asier tendría algo que ver con el destino al que aludía mi profecía, pero si era así, volveríamos a encontrarnos. Después de todo, él tenía que seguir su propio proceso y yo sólo le había ayudado a derribar la primera presa.

sábado, 16 de abril de 2011

El día que cumplí la profecía (1ª parte)


“El inerte que saltó sobre ti no te corresponde más tiempo… El momento llegará en la luna de la mediatriz del mes de las aguas. Busca la casa de los aullidos de horror, vence al tenebroso y encuentra la serpiente. Ella te mostrará el camino hasta el ojo más triste del mundo, donde los ríos no pueden fluir. Devuelve el inerte a su cauce y espera hasta verlo brillar de nuevo. No encontrarás tu destino hasta que el agua vuelva a fluir…”

 Era la primera profecía que me hacían en toda mi vida. Bueno, supongo que tampoco debe de ser tan normal que te hagan profecías así, como si tal cosa, mientras compras unos tomates, por eso enseguida comprendí la importancia de todo este asunto. ¡Mi destino dependía de ello! Y no lo encontraría “hasta que el agua vuelva a fluir”. Ya se sabe que las profecías son así, jeroglíficas y misteriosas, si no, carecerían de encanto.

Una vez transcrita, me puse manos a la obra con ella, y casi me costó todo un día de dar vueltas y vueltas a cada palabra, para decidir, al final, que tendría que ir desentrañando el misterio poco a poco, como hacen los detectives.

Arrancar fue lo más complicado, lo del “inerte”. Sí, parece sencillo, un inerte es un cuerpo no vivo, pero lo de que había saltado sobre mí… Ahí estaba la clave, era algo de lo que debía desprenderme, algo que yo tenía y que no me correspondía más… Algo no vivo, un objeto que prácticamente se me había plantado delante, como dice la profecía… Hasta varias horas después no caí en la cuenta ¿cómo lo había pasado por alto? Abrí el cajón de mi mesilla, saqué una pequeña bolsa de terciopelo azul y la vacié sobre mi mano. Ahí estaba. Diminuto, duro, desafiante. Había perdido algo de brillo, eso sí, pero seguía siendo el rey de los minerales. ¡El diamante que cayó de una estantería del museo invisible* y que decidí llevarme sin ser vista!

Estaba claro que tenía que devolverlo a algún sitio y en una fecha concreta, “la luna de la mediatriz del mes de las aguas”, para ser exactos. Vale, esto era fácil, tenía que ser una noche de mediados de abril. Obvio. Es decir, ya mismo, estábamos a día 14.

Agobio. ¿A dónde debía dirigirme con la piedra? “La casa de los aullidos del horror” era algo, cuando menos, poco definido, y daba lugar a múltiples alternativas. Podía tratarse de un manicomio, por ejemplo. O de la peluquería de Tremenda, una drag queen del barrio muy atrevida en los cortes y tintes… y con poca aceptación entre la clientela en el momento final frente al espejo. También podía ser el piso de los del 2º C, que se traían terribles broncas en las que a veces llegaba a intervenir la policía… Barajaba estas posibilidades y otras diez más igual de válidas mientras revisaba la pila de folletos publicitarios que habían ido acumulándose en mi buzón cuando, de pronto, un interruptor se encendió en mi cabeza y la solución se me presentó cristalina. El parque de atracciones.

En la casa de los aullidos del horror

Llamé a mi amigo Mikel, un loco de las atracciones, al que además le convenía mucho soltar adrenalina y liberar estrés tras su examen del MIR. Se mofó de la historia de mi profecía, pero terminó considerándola brillante como excusa para tirarnos por la montaña rusa esa tarde.Guardé el diamante en su bolsa, y ésta en mi pantalón, y un par de autobuses y dos horas después ya estábamos dentro del parque, y en diez minutos nos habíamos plantado en la cola –asolada- de la Casa del Terror. Aún estaba atardeciendo, pero supuse que dentro de esa casa no apta para flojos del corazón siempre debía de ser de noche. Acerté.

Mientras ascendíamos por los peldaños de madera roñosa de la casa, pensé en el paso siguiente. Ahora me quedaba vencer al tenebroso y encontrar a la serpiente. Eso, de primeras. Mikel llamó a la puerta cerrada frente a nosotros, y con el sonido de los golpes, me empecé a poner nerviosa. De pronto, eso se abrió solo, y pasamos a un recibidor angosto y claustrofóbico, cuajado de telarañas y espejos empolvados. A Mikel le brillaban los ojos. No había pasado un minuto cuando nos dimos cuenta de que no estábamos solos. Un Cuasimodo de ojeras como el carbón y dientes verde pino nos soltó un buen rollo de bienvenida, que incluía instrucciones de comportamiento, bla bla bla. Una portezuela como caída del cielo se abrió con un desagradable chirrido y Cuasimodo nos señaló que ahí comenzaba el recorrido. Vale, ya rápido, había que encontrar al tenebroso.

Otras tres personas venían detrás de nosotros por ese pasillo estrecho, totalmente oscuro y lleno de cuadros viejos, candelabros y ventanas. Por una de ellas, vimos pasar como un relámpago a un hombre vestido de leñador, hacha incluida, y entonces los de atrás gritaron y empezamos a correr hasta el siguiente giro del pasillo. No parecía haber moros en la costa, así que paré para tomar aire y noté la mano de Mikel sobre mi hombro. Cuando me giré, se me heló la sonrisa en la cara. A no ser que Mikel ahora tuviese navajas en lugar de dedos, ése no era Mikel. Estaba paralizada, y Freddy Kruger dio un paso más hacia mí. Mi gran trauma infantil. En ese momento, noté cómo saltaba un resorte en mi corazón, empecé a chillar como una loca y a correr hacia delante con los ojos cerrados y sacudiéndome todo el cuerpo, como si me estuviesen devorando las cucarachas. Al abrir los ojos, todo seguía muy oscuro, pero ni rastro de Mikel ni de los demás. Tampoco de Freddy, no me podía quejar. Pero ya comenzaba a sentir miedo de verdad, deseaba salir de allí de una vez. Incluso todo el tema de la profecía me empezó a parecer disparatado. A punto de desandar lo andado en busca de mi amigo, sale del pasillo una figura encapuchada con túnica negra y guadaña. Claro, era él: el tenebroso. Y tenía que vencerle. ¿Vencerle?

Venciendo al tenebroso

Aunque me moría de miedo, fui directa hacia la figura, que enseguida se puso en alerta y me cortó el paso. Traté de escabullirme por debajo de su brazo, pero el tenebroso fue más rápido que yo, me agarró del cuello y me apretó contra la pared, amenazante. Estaba claro, además, que no se puede vencer a nadie huyendo, un detalle en el que reparé algo tarde. La única forma de vencer al tenebroso debía ser dejándole en bragas, es decir, desarmado. Así que, mientras reverberaba desde las profundidades de su capucha una carcajada maléfica, giré rápidamente mi cabeza, le mordí con todas mis fuerzas la mano que me apretaba el cuello y ante su sorpresa, le arrebaté la guadaña, le pegué una patada entre las piernas y me lié a correr otra vez, tratando de ignorar los aullidos del tenebroso desde mi espalda.

Tensa como estaba la cosa, decidí meterme por otra puerta para perderle de vista definitivamente. Me encontré en una pequeña salita que imitaba un patio gótico, con un pozo oxidado en el centro. Qué tétrico todo. Recobré el aliento y tiré la guadaña por el pozo, que resultó tener un par de metros de profundidad.

Y ahora qué. Me di un par de vueltas por esa sala, y no había muchas alternativas de salida. La misma puerta por la que yo había entrado. Pero entonces, mirando al pozo desde un ángulo distinto, ¡me di cuenta de que la broca se retorcía en sus extremos formando una figura de serpiente! La cabeza del reptil, que se distinguía bien porque tenía la bocaza bien abierta y le salía un alambre que hacía de lengua bífida, miraba hacia la izquierda. “Ella te mostrará el camino hasta el ojo más triste del mundo…”, seguía la profecía… Así que, me puse exactamente al lado de la serpiente, intentando ver lo que ella estaba mirando. Justo frente a la altura de sus ojos, la sala acababa en una pared de la que colgaba un enorme espejo de marco barroco. Me acerqué hasta él, casi esperando que me hablase o algo. Me acordé de A través del espejo, y de cómo Alicia acerca su mano y la superficie fría del cristal se ablanda y engulle su cuerpo hasta transportarla a esa otra dimensión. Acaricié el cristal y no pasó nada... hasta que mis dedos tropezaron con un corte. Un pequeño fragmento a punto de saltar. Será por manía, pero empecé a hacer palanca para arrancar el trozo, y de la fuerza, el espejo se me vino encima para luego estrellarse contra el suelo. ¡Cling cling clang! Genial, siete años de mala suerte.

Dentro del pasadizo

Cuando levanté de nuevo la mirada… ¡voilà ! ¡El espejo escondía otra portezuela elevada sobre el suelo que daba a un pasadizo! Para que luego critiquen a los torpes… El pasadizo, siendo sinceros, tenía mala pinta. Estaba más oscuro aún, tenía una altura de no más de un metro, corría aire frío por dentro, y parecía buena morada de bichos. Pero la serpiente había hablado, y era ése el camino que debía dirigirme hacia “el ojo más triste del mundo”.

Comprobé que el diamante seguía alojado en el fondo del bolsillo de mi pantalón, respiré hondo y, de un salto, me deslicé hacia las tripas de esa casa que estaba empezando a odiar profundamente…

(Continuará…)

* Ver El día del museo invisible

miércoles, 13 de abril de 2011

El día de la profecía

Creo que no es la primera vez que hablo de Poli el Lechugas. Es el frutero del barrio, con un pequeño local a pocos metros bajo la ventana de mi habitación; un hombre moreno, bajito, algo achaparrado y con un diente de oro. Siempre atiende con un delantal de flores de lo más hortera y una sonrisa de oreja a oreja que, personalmente, tiendo a interpretar como burla ambigua. Porque Poli el Lechugas no es un tipo cualquiera, es muy listo. Bueno, más que listo, tiene un don. No lo puedes ver todos los días, pero sí que de vez en cuando puede con él, le supera, como si le desbordase el cuerpo y sale de repente.

Yo lo he presenciado dos veces. Nunca dirigido a mí, claro. Te das cuenta porque el cuerpo se le queda rígido, ya esté sujetando siete kilos de patatas que rebanando una calabaza gigante; los ojos se le van, mira a un punto perdido, como quien ve la luz al final del túnel –no vale la pena seguir su mirada, sueles toparte con cajas apiladas de judías o redecillas de naranjas colgando del techo-. La mandíbula le cae, con la boca entreabierta, dejando ver el destello del diente de oro. Y entonces, habla. Le desaparece el acento gaditano, sus eses silban y las zetas atrapan la lengua entre los dientes; las palabras forman misteriosas frases, y crípticas, van rodando hacia fuera… De pronto, cuando aún estás tratando de comprender lo que sucede, Poli reenfoca la imagen con sus pupilas, menea la cabeza, convierte su boca en la clásica sonrisa burlona y dice algo así como: “Me ha dissssho cuarto de sssshampiñone, ¿verdá?”.  Y eso significa que la profecía está echada.

Por lo demás, Poli el Lechugas es muy normal, pero nunca pierdo la ocasión de ir a su local a comprar las frutas y verduras, porque nunca se sabe lo que puede pasar… Así fue cómo me llegó el día de mi propia profecía. No cabía duda, ya que era yo la única que estaba en la tienda en ese momento. Poli se afanaba en escogerme los tomates más rojos, cuando la vista se me fue a uno de ellos que caía rodando por el suelo, hasta salir por la puerta alegremente. Perdí de vista al tomate escapista y me volví hacia Poli. El hombre estaba como estatua de hielo encorvado sobre la caja de los tomates, con una mano agarrotada que probablemente había dejado escapar al huido. Se incorporó muy lentamente, entornó los ojos mirando hacia el más allá, dejó caer la mandíbula y dijo, con una dicción perfecta y un tempo infinito:

El inerte que saltó sobre ti no te corresponde más tiempo… El momento llegará en la luna de la mediatriz del mes de las aguas... Busca la casa de los aullidos de horror, vence al tenebroso y encuentra la serpiente... Ella te mostrará el camino hasta el ojo más triste del mundo, donde los ríos no pueden fluir... Devuelve el inerte a su cauce y espera hasta verlo brillar de nuevo... No encontrarás tu destino hasta que el agua vuelva a fluir…”

Antes de que Poli volviera en sí, yo ya le había dejado el dinero sobre la báscula, había cogido los tomates y había subido corriendo a casa, donde me apresuré a apuntar cada una de sus palabras grabadas a fuego en mi cabeza… Mi profecía estaba echada.

jueves, 7 de abril de 2011

El día de las tartas

¿Es posible elaborar tartas que cuenten historias? Según Jenna, la protagonista de La camarera (2007), sí. El pastel Bebé Malo, el pastel No-quiero-tener-al-bebé-de-Earl o la tarta Enamorarse son algunas de sus exquisitas creaciones. Cada postre relata una historia llena de emociones, que se transmiten desde las manos que manipulan los ingredientes hasta las papilas gustativas de quienes disfrutan el resultado final. La idea me pareció estupenda, podía ayudarme a resolver la sección dulce del libro de cocina que estoy escribiendo, así que me lié a experimentar. Realmente, para el libro me bastaba con reproducir las tartas de la película, pero decidí darle una vuelta de tuerca más para intentar obtener mi propia cosecha de tartas con historia.

Decidí llamar a mis amigos para que me ayudaran en el proceso. Cada uno traería una historia, una preocupación, alegría o anécdota de esta semana, y trataríamos entre todos de hacerlo comestible. Para esa tarde hice acopio de chocolates distintos, cacao, galletas, mermeladas de todo tipo, vainilla, canela, harina, huevos, leche, fresas, cerezas, plátanos, azúcar, frutos secos, quesos, jamón y no sé cuántas cosas más. Un espectacular festival dio la bienvenida a mis cinco mejores amigos sobre la gran mesa de madera que preside mi cocina. Preparé café-bombón para todos, y poco a poco, fuimos poniendo en común todas esas vivencias de la semana. La masa básica para los pasteles ya estaba preparada y los recipientes forrados con ella. Sólo hacía falta empezar a transformar las palabras, risas, lágrimas, inquietudes y gestos en ingredientes que dieran lugar a una mezcla digna de ser horneada y saboreada. Y esto fue lo que pasó…

1. Pastel NO-PUEDO-DEJAR-DE-HACER-EL-AMOR. Coco está completamente enamorada, al cien por cien, viviendo ese estado de psicosis de los primeros meses con alguien. Resulta que ese alguien es el Spiderman al que conocimos en nuestra mítica noche de carnaval en aquel pueblo con nombre de hortaliza*, por cierto. El caso es que, con los mofletes sonrosados y sin dejar de picotear almendras y perlitas de chocolate –un clásico after sex-, Coco contaba lo feliz que era y lo intensamente que estaba disfrutando del sexo, el mejor de toda su vida, hasta el punto de que no podía pensar más que en hacer el amor con Spiderman. A todas horas.

Mezclamos una ingente cantidad de fresas trituradas con mermelada de fruta de la pasión, canela, clavo y un chorrito de cava. Flambeamos. Rellenamos la masa y decoramos con virutas de chocolate con leche.

2. Pastel ME-CASO-CON-ZAPATOS-NUEVOS. Lelaina va a casarse dentro de un par de meses. Todo está ya listo para el gran día, pero aún no había encontrado los zapatos para su vestido de novia. Su problema es que no sabe andar con tacón, y la horrible dictadura de la moda de los últimos años se lo ha estado poniendo difícil… hasta que esta semana, por fin, encontró en una pequeña tienda escondida en una calle olvidada de un barrio invisible de la ciudad esos zapatos perfectos que necesitaba. Tacón bajito y ancho, color beige nacarado, con un pespunte ribeteado en tono bronce, precio inferior a cien euros. Ahí estaban, hasta los había traído para enseñárnoslos, y no cabía de la emoción tras haberse incluso planteado la posibilidad de que le prestaran unos zapatos para su propia boda.

Derretimos el chocolate blanco, añadimos leche condensada y espolvoreamos canela. Vertemos sobre la masa y pintamos líneas con caramelo recién fundido.

3. Pastel QUIERO-MATAR-A-MI-JEFE.  Clásica historia laboral que hemos vivido todos en algún momento, incluso cada día, pero que actualmente estaba consumiendo a mi amigo Kit, harto de ser siempre el foco de todas las broncas y malas caras de su jefe pese a su paciencia y buen humor. Esta misma semana, sin ir más lejos, el señor Intocable le había dado la vuelta completamente al proyecto de diseño en el que trabajaba desde hacía meses y que acababa de terminar. Vamos, que tenía que empezar desde el principio. Su paciencia también tiene límites, claro.

Fundimos el queso azul con leche, añadimos huevo, y vino blanco. En una sartén, tostamos las nueces y las rociamos generosamente con brandy. Flambeamos y añadimos a la mezcla antes de verter sobre el recipiente e introducir en el horno.

4. Pastel DESPUÉS-DEL-EXAMEN. Todo es incertidumbre y angustia estos días en la vida de Mikel, tras haber realizado el MIR, el examen de los médicos. Apenas le habíamos visto el pelo en el último año, mientras lo preparaba, y una vez pasado, resulta que está casi peor que antes esperando ese resultado que decidirá prácticamente toda su carrera. No duerme bien, y nos dijo que los momentos de relativa calma se van solapando con los de ansiedad e inquietud a modo de montaña rusa.

Partimos grandes trozos de chocolate amargo, alternamos con otros de chocolate blanco, añadimos arándanos y cubrimos de toffee. Al horno. 

5. Pastel QUÉ-HAGO-CON-MI-VIDA. ¡Otro clásico de nuestra generación! La multitud de opciones que tenemos a veces nos suponen un problema, en lugar del auténtico valor de nuestro tiempo, y no es raro terminar liado y paralizado, porque nos negamos a elegir. En éstas tenemos a Lilo, que debe decidir entre continuar con un trabajo que le resta tiempo para pintar, dejar la pintura definitivamente o coger la mochila para recorrer mundo, inspirarse y prorrogar esa elección.

Pelamos distintas frutas y las partimos en trozos pequeños: fresas, plátano, kiwi, mango, manzana y pera. Preparamos una crema de vainilla, empapamos en ella la fruta y vertemos sobre la base del pastel. Machacamos las galletas hasta convertirlas en migajas y cubrimos el relleno formando una costra que se endurecerá al hornear. Decorar con perlitas de chocolate blanco y negro.

Me escaqueé de contar mi historia, pero cuando mis amigos se fueron, más contentos que unas castañuelas tras saborear tantas cosas ricas y con sus tartas bajo el brazo, me puse con mi propio pastel. Derretí enormes trozos de chocolate amargo, le añadí moras y frambuesas previamente chafadas y unos pétalos de rosa. Reduje a polvo algunos granos de pimienta negra y rosa y lo espolvoreé sobre la mezcla. Cuando terminó de cocerse y pude probarla, el resultado estuvo a la altura. Sí, definitivamente así es como debería sentirse bajo el paladar el retorno de algo perdido y anhelado.



* Ver El día del baile de máscaras

martes, 5 de abril de 2011

El día del hombre muerto en el coche

En las ciudades grandes nos da por tener miedo a muchas cosas. Sobre todo, a la gente. Estamos continuamente rodeados de rostros desconocidos, con vidas y pensamientos difusos o crípticos, imposibles de abarcar. Se nos olvida que detrás de cada uno de ellos hay siempre una historia que contar. Y el rostro al que eliminamos la historia, al que ni siquiera damos opción a contarla, ese rostro es el que más miedo nos provoca. Anoche, cuando me metí en la cama, no sospechaba que aún quedaba día por delante, y que en unos cuantos minutos estaría frente a una de estas semblanzas desconocidas a las que nos negamos a conceder una historia.

Andaba entre almohadones escribiendo aquello que había convertido ese día en especial, y empecé a escuchar una estridente música latina a todo volumen. Como si fluyese de las propias paredes de mi habitación. Ya pasaban las dos de la madrugada, pero antes de cabrearme de verdad, preferí pensar que se trataba de un coche que había parado un momento para esperar a alguien. Un minuto, dos, tres, cinco… Mi desvencijada ventana de marco de madera había entrado ya en un peligroso tiritar, y la música continuaba un ascenso imparable de instrumentos, golpes electrónicos y remixes baratos.

Aposté por la filosofía zen, cogí una novela e intenté cerrar mi mente a los sucesos externos, concentrándome en el devenir de los personajes entre las líneas del papel. Hasta la quinta vez que tuve que empezar la misma frase no quise admitir que eso no estaba funcionando. Eso, y los gritos de una de las vecinas de la calle, que amenazaba al causante de ese infierno sonoro con la peor de las torturas si no cesaba la música.

Levanté la persiana y me asomé a la ventana para descubrir la escena en todo su esplendor. En los edificios de enfrente, algunos vecinos estaban asomados también, cacareando y protestando como perros rabiosos. Miraban hacia el edificio opuesto, es decir, ¡el mío! No había ningún bar abierto a esas horas, y no parecía que la música procediese de ninguna fiesta. Y justo bajo mi ventana, la fuente de todo ese barullo. Un coche rojo, con las ventanillas subidas, y con un hombre en su interior. Sí, no había duda, el sonido salía de allí. El problema era que el hombre no se movía. Estaba inhumanamente quieto. Le veía los brazos, reposando sobre sus piernas, con la cabeza gacha, sentado en el asiento del conductor. No aparté la mirada de él en los siguientes diez minutos, y nada, ni una ligera oscilación. El hombre estaba muerto, o en coma, porque era imposible que durmiera con ese volumen dentro del vehículo. Empecé a notar un escalofrío recorriendo mi espalda, cuando de repente escuché un “chof”. Un huevo se había estrellado contra el parabrisas del coche rojo, y al girarme para buscar su procedencia, encontré a mi compañera de piso, desde su ventana, agarrando con rabia la huevera y con los ojos brillando al rojo vivo. Tal impacto me causó, que empecé a rebuscar esa camiseta que me había dejado días atrás y que aún no le había devuelto.

“¡Hay un hombre muerto en el coche!”, aulló una mujer gorda con los rulos puestos desde el edificio de enfrente. “¡Hay que llamar a la policía!”, respondía un señor en camiseta blanca de tirantes. A los dos minutos, una chica en camisón avisaba de que la patrulla venía hacia acá.

Yo seguía como paralizada, sin dejar de mirar el cuerpo de brazos bronceados que debía no tener tímpanos a estas alturas. No podía apartarme de la ventana. Entonces, un coche de policía pasó de largo. Con las ventanillas subidas, no escucharon la música ni mucho menos vieron a los vecinos en sus ventanas, claro. Algunos empezaron a gritar para alertar a los policías, sin éxito, y los demás nos quedamos con la boca abierta. Esta vez fue mi compañera la que llamó de nuevo a los municipales para dar indicaciones más precisas sobre la situación del coche y hacer regresar a la patrulla.

La siguiente vez que pasó, el coche de luces azules volvió a protagonizar una escena absurda, como de tebeo malo. La gente, apostada en balcones y ventanas, cada vez más numerosa, parecía hacer el paseíllo para los agentes de la ley, que tenían pinta de estar más dormidos que despiertos, porque de nuevo se alejaron de allí para desaparecer al final de la calle. Casi pude imaginar un destello amarillo limón brotando de la piel de uno de los policías, que bien podría haber sido la encarnación del comisario Wiggum, de los Simpsons.

Algo se mueve

Y entonces algo me devolvió a la escena real. Una mano moviéndose. ¡El hombre no estaba muerto! Se rascó la cabeza y volvió a dejarla en reposo sobre sus piernas. La estupidez policial dejaba pocas alternativas. Al pensar en bajar, me entró el miedo. Ese rostro desconocido podía meterme en un problema, podía atacarme, hacerme daño o a saber qué cosas. La insoportable música hizo que pesara más la ingenuidad y fue el revulsivo para que me decidiera a conceder a ese hombre su propia historia. Quizá había tenido una noche horrible, quizá había peleado con su mujer, quizá ésta le había echado de casa, quizá su suegra había venido de visita y no soportaba dormir bajo el mismo techo que ella… Así que antes de pensármelo dos veces, ya me había puesto las zapatillas y estaba abajo, frente a su ventanilla.

El rostro desconocido tenía rasgos latinos, pelo corto y negro, mofletes mullidos y un tatuaje en la base del cuello que ponía “mamá” en el centro de una rosa. Toqué con los nudillos en el cristal repetidas veces, hasta que el hombre levantó la cabeza y abrió los ojos, que me miraron con sorpresa e incertidumbre. Cuando desenrolló la ventanilla, el estruendo me abofeteó en la cara y con señas y gritos, le pedí que bajara la música, a lo que el hombre respondió con torpes movimientos en busca de los mandos del reproductor. Tuve que entrar finalmente a ayudarle ante su ineficacia, y ya en silencio, y desde el asiento del copiloto, me enteré de que se llamaba Ramón. El hombre había volado desde Quito, y alquiló el coche en el mismo aeropuerto para llegar hasta el sur, para lo que llevaba conduciendo gran parte del día y de la noche. No tenía dinero para pagar un sitio donde dormir, y por eso decidió parar y descansar en el coche. Estaba tan derrotado, que olvidó quitar la música a todo volumen que llevaba puesta para evitar un despiste en la carretera. Y para sentirse más cerca de casa, me dijo.

Subí a casa con la promesa de prepararle un café y algo de comer, y en el momento en que salía del coche, Poli el Lechugas, frutero del barrio y también vecino chismoso, bajaba envuelto en una bata de topos violetas para ver si podía echar un cable. Le conté lo que pasaba, y ofreció el pequeño local que tenía pegado a su comercio, donde guardaba algunas cajas, para que Ramón pudiera echarse a dormir unas horas, hasta que abriera la frutería. Tenía una pequeña colchoneta que serviría de cama. Así que nos pusimos manos a la obra, Poli el Lechugas convenció a Ramón para salir del coche y dormir en su local, mientras yo bajaba de nuevo con una manta, restos de cena y un descafeinado calentito.

Esa noche, Ramón pudo descansar antes de continuar su largo viaje, y todos los vecinos conseguimos dormir. Sólo había sido necesario poner cara e historia a un desconocido. Qué fácil, ¿verdad?