jueves, 31 de marzo de 2011

El día del revés

No hay mayor sobresalto que despertarse en el suelo, tras un tremendo batacazo. A veces sucede mientras dormimos, en medio de una lucha onírica; de pronto nos damos la vuelta y ¡zas! De la cama al suelo. Pero ayer no me pasó exactamente así… Me desperté, y aún con los ojos pegados, saqué un pie de la cama, luego el otro y… ¡zas! Batacazo. Caída de dos metros de la cama al… techo.

Al principio no me di cuenta. Creía que seguía soñando. Sólo me sentía incómoda y dolorida por la caída, y mis ojos habían conseguido una ranura de visibilidad en la oscura habitación. La cosa empezó a volverse tensa cuando, al dar los primeros pasos, mis pies se retorcieron al tacto del gotelé y terminaron enredados con la lámpara de brazos medieval que cuelga de mi habitación. ¿Que... colgaba? ¿Se había caído la lámpara? Entonces encendí la luz, y entendí, sin dar crédito. Me había puesto enferma; claro, me había puesto enferma, estaba mareada, y veía cosas raras. Bueno, más bien… del revés.

Pues ya está, pensé mientras liberaba mi pie de uno de los brazos torcidos de la lámpara; hoy, despacito y en la mejor línea recta posible. Las puertas no supusieron un gran obstáculo –teniendo en cuenta el primer escalón-,  ni tampoco el pasillo. La cocina, en cambio, me trastornó ligeramente. Dando un salto para llegar a la mesa, pude alcanzar la tostadora y el pan, pero tuve que asistir tristemente al espectáculo de las rebanadas saltando continuamente de las resistencias del electrodoméstico. Abrí el frigorífico –al revés, claro- y cogí el cartón de zumo, pero al desenroscar el tapón, el líquido naranja empezó a fluir ¡hacia arriba! Sí, como en una fuente. No me quedó otra que plantar la bocaza sobre el cartón y asimilar todo el zumo que pude en unos segundos. Eso, y el pan tal cual –no tuve cuerpo para atreverme con la mermelada- me pareció suficiente para las circunstancias.

De vuelta al cuarto de baño, la ducha fue especialmente complicada. Con ayuda de una percha, conseguí alcanzar la manguera de la ducha, y subida a la lámpara, pude abrir la llave del grifo. El agua, como ya esperaba esta vez, comenzó a correr hacia el techo –perdón, el suelo- y tuve que situarme sobre ella, haciendo el pino, para conseguir mojarme el cuerpo entero.

Rápidamente aprendí que, cuando tienes un día del revés, el hogar se convierte en un espacio hostil. No hay sitio para sentarse, ni puedes cocinar, y menos ver la tele si no se quiere terminar con dolor de cabeza; te tropiezas con las lámparas, con las que no estás acostumbrado a toparte a cada paso, y si no vas atenta, terminas de batacazo en batacazo cada vez que necesitas traspasar una puerta. Así que salí de allí tan rápido como pude.

En la calle... o el cielo

Subí las escaleras para llegar a la calle. Pero, en lugar de aparecer sobre la acera pisé… el cielo. ¡Eso sí que lo disfruté al principio, los primeros pasos sobre nubes algodonosas y blancas! Bueno, ligeramente grisáceas, para ser honesta. Sin embargo, resultó terrorífico descubrir, sobre mi cabeza, calzadas llenas de coches ruidosos que iban vertiendo sus humos precisamente sobre mí. ¡Qué horror! Era mejor mirar al suelo, desde luego, para evitar la capota de escalectric que se desplegaba en todas las direcciones.

Así, a paso rápido, me dirigí hacia el único lugar donde podría mirar al cielo –perdón, suelo- sin necesitar un valium. Al llegar al parque, me tumbé y dejé que la envoltura gaseosa me arropara. Entonces, pude mirar sin miedo hacia arriba para descubrir una frondosa alfombra de hierba verde sobre mí, y me quedé un buen rato jugando a eso de adivinar formas en la disposición de las margaritas, las malas hierbas y las copas de los árboles. Aquí veía un corazón, allá una bruja en patinete, y más lejos un pájaro dodo.

Empachada ya de verde, continué andando sobre las nubes, que iban pasando de las tonalidades piedra a las definitivamente grises, hasta llegar al negruzco. Un estruendo y un quiebro de luz bajo mis pies. Glups. Eso sí que fue una buena ducha. Las gotas de agua templada reptaban por mi cuerpo, desde los tobillos hasta llegar a la cabeza, y simplemente, extendiendo las manos con las palmas hacia abajo, me acariciaban con un pequeño hormigueo. Después de un rato de euforia y saltos en una nueva interpretación de Cantando sobre la lluvia, me quedé helada de frío y decidí que era hora de volver a casa.

En el camino de vuelta, tras alcanzar una farola dando un buen brinco, pude trepar hasta llegar a la acera, y desde allí, asirme a la entrada de una cafetería, donde me hice un buen chichón nada más entrar al chocarme contra el extremo de la estantería que guardaba la selección de cafés. No tuve suficientes agallas para hacer el numerito de equilibrismo que realicé en el desayuno con el zumo con el café caliente, así que, definitivamente malhumorada porque todo me estaba saliendo del revés, volví a salir, trepé de nuevo por la farola y llegué a tierra firme… bueno, al cielo, claro.

Una vez en casa, no había mucho más por hacer. Me agarré al cabecero de la cama, y me arrastré entre las sábanas, entre las que me envolví fuertemente para evitar no caer. El mal humor comenzó a diluirse entre el mullido edredón, cerré los ojos y, con una sonrisa del revés, me sumí en un fantástico sueño en el que las cosas volvían a estar en su sitio. O quizá simplemente yo estaba patas arriba. Con ellas.

martes, 29 de marzo de 2011

El día de los espagueti a la boloñesa

La teoría italiana de la longitud de las pastas y su correspondencia con salsas específicas –extremadamente pretenciosa- siempre me hace pensar en Gianni. Nos conocimos hace unos años, en un campamento de verano en Copenhague al que fui con una de mis mejores amigas, Violeta. Gianni era un italiano algo excéntrico, que cumplía el estereotipo en cosas como la afición a la comida, a la vez que rompía el molde clásico –la moda no era su fuerte, entre otras cosas…-. Tenía un aspecto desaliñado, labios carnosos y tocaba en una banda de rock duro. Una combinación altamente tentadora para un par de locas adolescentes de vacaciones. Violeta y yo terminamos colgadas de Gianni; él la prefirió a ella.

Después de unos meses escribiéndose postales, mi amiga se olvidó de él. Se puede decir que yo perdí un amor ese verano, pero gané un amigo para toda la vida. Mis cartas y las suyas nunca dejaron de cruzarse, luego llegaron los sms a nuestros nuevos y flamantes móviles en la época de la universidad, el email y el año de estudios de Gianni en España. Las cenas siempre terminaban en grandes discusiones sobre la conveniencia o no de utilizar una pasta con una salsa específica. Gianni se desgañitaba explicándome que la salsa matriciana no podía ir con pasta corta… o al revés, nunca lo entendí del todo.

Habían pasado cuatro años desde la última vez que nos vimos, y, en mitad de la búsqueda de ideas para completar el libro de recetas, tuve una revelación. Los espagueti alla bolognesa del clásico El gran dictador, de Chaplin. Y esa era la mejor excusa para marcharme a Bolonia, donde vive Gianni, y aprender in situ la auténtica manera de cocinar el plato. Por supuesto que enviarle un mail para que me escribiese la receta hubiera sido más fácil –y mucho más barato-, pero no tan divertido ni auténtico.

Rumbo a Bolonia

Volar a Bolonia, gracias a las aerolíneas de bajo coste, fue poco doloroso y muy rápido. Lo cierto es que nunca había estado antes, a pesar de que la familia de Gianni procedía de un pueblo muy cercano a la ciudad. Mi amigo italiano me recogió en el aeropuerto, con una sonrisa de oreja a oreja; en esta ocasión habíamos dejado pasar demasiado tiempo sin vernos… Seguía tan desaliñado como siempre… Me monté en su coche, un viejo pelotilla rojo, y enseguida empezamos a ponernos al día en un idioma en el que se solapaban italiano, español e inglés. El sol brillaba con fuerza, y aprovechamos para ir primero al centro de la ciudad, donde empecé a alucinar con los maravillosos palacetes renacentistas pintados en tonos anaranjados y rojizos, callejuelas llenas de puestos de fruta y verdura, la vetusta universidad de Derecho… Aaah… Italia….

En fin, Gianni aprovechó para comprar los mejores espagueti para la ocasión. Entramos en una tienda donde elaboran la pasta fresca a diario. En el escaparate, perfectos tortellini color vainilla aseguraban, tarjetón mediante, la manufactura que había tras sus curvas delicadas… Aaaah… Italia… A ver si me centro. Pues eso, compramos varias cosas, las que Gianni consideró básicas para hacer el plato auténtico de estos espagueti y paramos en un local precioso a beber algo.

Era increíble estar sentada a su lado, después de sólo un par de horas de vuelo, disfrutando de una cerveza. Dos horas, 60 euros de avión, una excusa facilona pero solvente y… ¡allí estábamos! Me costaba entender por qué no había hecho esto antes… Y eso le intentaba explicar a Gianni, después de que nos hubiéramos hecho el consabido resumen de historias amorosas, trabajos-basura más recientes y meteduras de pata varias. Seguía teniendo unos labios preciosos…

De vuelta en el coche, me llevó a casa de sus padres, donde la verdadera mamma italiana me mostraría cómo cocinar la pasta. ¡Todo sea por la investigación gastronómica! Giulianna era una mujer extensa en todos los sentidos: gran cuerpo, gran voz, grandiosa energía tipo onda expansiva… Se la escuchaba trotar por toda la casa. La conocí cuando vino de visita a España a ver a su hijo, y aún recuerdo el tremendo número que protagonizó a su llegada al aeropuerto para justificar las enormes maletas que llevaba de pasta, café y quesos. La buena de Giulianna terminó regalándole al de seguridad un bote de Nutella para dejar el tema en tablas.

El efecto Barolo

Giulianna se puso a cortar la ternera, con mucho mimo, pero no nos dejaba tocar nada ni a Gianni ni a mí. Cosas de madres italianas. Muertos de aburrimiento, Gianni me llevó a ver la pequeña bodega de sus padres, que tenían algunos viñedos. “Ma, che cosa!”, gritó de pronto. Me acerqué a contemplar la botella que mi amigo sostenía, como si fuese un recién nacido. “Abbiamo un Barolo!”. Ah. Ante mi falta de reacción, Gianni me explicó que era uno de los mejores vinos italianos, estaba emocionadísimo; me cogió de la mano y me sacó en volandas de la bodega. De vuelta a su casa, dispuso una pequeña mesita de camping en el huerto de la parte trasera, con dos sillas plegables. Dejó la botella sobre la mesa y corrió a por copas y sacacorchos. Giulianna volvió a echarme de la cocina, o quizá esta vez me escaqueé yo solita, a pesar de que el tomate ya empezaba a estar en su punto.

De pronto, la postal perfecta: el atardecer, los árboles frutales, el delicioso vino descendiendo por mi garganta, Gianni… Pensé que era eso todo lo que podía desear. Miré a Gianni y le sonreí. Apuró su enésima copa, me cogió la mano y me atrajo hacia sí para darme un beso perfecto. Un beso de amigos, de asunto pendiente, de adolescentes que experimentan, yo qué sé… Pero fue perfecto. El efecto Barolo. Cuando Giulianna salió a buscarnos, ya estábamos lejos de allí.

Al día siguiente salía mi vuelo de vuelta. Sí, me fui sin la receta de los auténticos espagueti alla bolognesa, pero Gianni prometió enviármela por mail. No importaba realmente, porque… ¡fue el día que besé a Gianni!

miércoles, 23 de marzo de 2011

El día del desengaño (homenaje a "Life vest under your seat" de Luis García Montero)

Aún no puedo creerme que pueda ser cierto. Dime que no es verdad, por favor, porque eres el único que puede hacerlo. Aunque sólo sea para darle con la puerta en las narices a los que me aseguran que me engañaste. Porque no me engañaste, ¿verdad? Tenía sólo 18 años y sí, vale, era joven y estúpida, pero… esto no me lo pude inventar, porque lo viví, ¡yo estaba allí… y tú también! ¿O es que el temblor acuático de tus ojos justo antes de coger el taxi hacia el JFK fue un truco? ¿Acaso lo inventé? ¿Lo vi porque era lo que quería ver, igual que buscamos desesperadamente señales que nos confirmen una decisión ya tomada anteriormente por nuestro inconsciente?

Imposible. El peso sobre los pulmones, la respiración alterada, como si faltase el aire, las palabras que se rompen en la base de la garganta… ¿Tampoco eso? ¿Por quién llorabas? ¿No llorabas por mí, por nosotros? Dos cuerpos muertos pero nunca tan vivos frente a tu portal, metidos en la burbuja que nos impedía ser arrastrados por el torrente de ejecutivos y modelos de revista. El diafragma estrangulado, porque nadie quiere decir las últimas palabras. Y siempre llegan. La angustia de pensar la angustia de la última noche. ¿No era verdad?

Me dijiste que nunca resististe las despedidas, la única manera de convencerme de que me quedara allí, en la calle 42, y renunciase a acompañarte al aeropuerto. ¿Era mentira? ¿Realmente no querías verme allí, de pie en la terminal, convertida en lágrima, para no tener problemas de conciencia? ¿Para no recordar que había otra persona que ya cumplía con esa función? No, esto no es posible… porque me hubiera dado cuenta, ¿verdad? Una llamada de teléfono, una fotografía, un error de tu lengua… algo. No pude ser tan ingenua… ¿o sí?

No puedo imaginarme a otra persona de pie, en la terminal, esperando tu regreso. Dime que no es verdad, por favor. Te agobiaba el aeropuerto porque no soportabas despedirte de mí, ¿verdad? Al aeropuerto, no, decías. El momento en que tus dedos saltaban de mi piel al aire para alejarse durante días… ¿No era eso lo que te tensaba el estómago? ¿No sería culpa, no? Porque mi sangre se congelaba y mi cuerpo entraba en hibernación durante tu ausencia, subsistiendo sólo con lo necesario, dormido y paralizado, acumulando energía para tu regreso, siempre en el Bar Andalucía.

Por favor, dime que no me mentiste, porque sólo tenía 18 años y han pasado muchos desde entonces. Dime que no me mentiste, aunque siga esperando junto al teléfono, frente a las torres de espejos de Manhattan, la llamada prometida que nunca realizaste.

sábado, 19 de marzo de 2011

El día del duende irlandés

¿Por qué a todo el mundo le caen bien los irlandeses? Es lo que me andaba preguntando al entrar en una taberna irlandesa de mi barrio para celebrar el día nacional del país, el famoso Saint Patrick´s Day. Logré aferrarme a la barra tras unos minutos de lucha libre con el resto de los clientes, que blandían mejillas coloradas, manos pegadas a pintas hasta arriba de cerveza y sombreros altos de Guinness.

“¡Media pinta de tostada!”, conseguí gritar al camarero. “Half pint? Where the hell is your irish spirit?”. El gruñido me sobresaltó desde el flanco izquierdo. Siguiendo el sonido, me topé frente a frente con un hombre mayor de barba blanca con gesto torcido. Llevaba gorro verde, como casi todos los borrachos del pub, a conjunto con un traje esmeralda , y apoyaba sus pies cómodamente en el taburete que le sostenía, como si hubiese estado allí toda la vida. “¿Perdone?”, contesté con toda la educación que pude. El anciano hizo un gesto, y me plantaron delante a los pocos segundos una pinta gigante de cerveza negra. Perfecto. “Now you look trully authentic”, fue toda la respuesta que obtuve del hombre.

 Frank tenía un acento raro, y no terminó de decirme de qué parte de Irlanda era. Invirtió un buen rato, en cambio, en contarme toda la historia de quién fue San Patricio, de cómo expulsó a las serpientes de la isla y de su muerte en circunstancias no aclaradas históricamente. Entre tanto, por cortesía de la casa rularon varias bandejas de gofres belgas con sirope de arce -¿???-, un chico en condiciones cuestionables me regaló su sombrero como signo de amor eterno, y tuve que sacar fotos a medio local. Pero Frank seguía ahí, erre que erre, con la historia del santo y del espíritu irlandés, insistiendo en la necesidad de que fuésemos a teñir el río de verde, como hacen en Nueva York.

Cuando el contenido de mi vaso había quedado reducido a un último sorbo, me encontré un trébol de cuatro hojas pegado en el culo del mismo. “¡Eh, Frank! ¿Cómo has hecho este truco?”. Pero en cuanto me giré en busca de Frank, ya no estaba. En un segundo. Visto y no visto. Sólo atisbé su figura, saliendo por la puerta de la taberna con algo en las manos. Hubiera jurado que era un caldero negro lleno de oro… Di el último mordisco a un recalentado gofre y me bajé con cuidado del taburete para pisar sobre… ¡un arco iris! El pub estaba abarrotado de gente, pero Frank me había dejado un pequeño sendero de luces de colores directo a la salida… Entonces lo entendí todo. “¡Vaya!”, pensé, “nunca antes había compartido barra con un leprechaun”.

martes, 15 de marzo de 2011

El día de la primera merienda con Goma

He decidido llamarle Goma. Sí, a mi pequeño gatito de plastilina color cereza. Apareció en el fondo de un tarro de mermelada –uf, ya casi me he acostumbrado a decir esta frase sin sentirme patológicamente trastornada, ¡bien!-. Mide lo que mi dedo meñique, maúlla en un suspiro y silba cuando busca mi atención. La flexibilidad de su cuerpo me permite llevármelo donde quiera, ¡como si fuera un llavero!

Ayer le llevé a probar las mejores tortitas con nata de la ciudad, en una pequeña cafetería con muebles como de casa de abuela. Mesas de madera carcomida, tapetes de bolillos, fotografías en blanco y negro… y Norma, claro, la dueña. A este rincón encantador le pasa un poco lo que al museo invisible… Aunque tiene sus propias reglas. Resulta casi imposible encontrar la calle donde está, es muy pequeña, no tiene nombre, y un paso en falso te puede hacer retroceder diez casillas, como cuando caes en la Oca mala. O más bien, aparecer en otro barrio distinto. Exige fe. Yo siempre que voy, lo hago así: hay que seguir las tres señales.

La primera señal es una mujer que lee. Puede ser una anciana, o una niña; a veces aparece en forma de estatua, o de dibujo en el suelo. Entonces la paso dejándola a mi izquierda. La segunda señal es una entrada de cine. Es la más difícil de ver, por el tamaño, pero siempre acaba apareciendo. Si la película es un drama, hay que torcer a la derecha en el siguiente cruce; si es comedia, a la izquierda. La tercera y última señal consiste en un espejo, o un reflejo de luz desde un retrovisor o el cristal recién lavado de un balcón. Entonces sí que no hay pérdida. Me sitúo frente a la luz, cierro los ojos, pienso en el interior del lugar más acogedor del mundo y levanto la pierna derecha como para dar un paso al vacío. Cuando abro los ojos y la pisada se completa, frente a mí, aparece puntual el café de Norma. El mejor sitio para merendar con Goma por primera vez.

Lo bueno de los gatos de plastilina es que no están catalogados dentro de ninguna especie viva, así que no pueden considerarse animales, por lo que puedes pasar con ellos a todos sitios. Elegí el mejor rincón, junto a la librería, y dejé a Goma suavemente sobre el tapete. Estiró sus patitas y empezó a juguetear entre los hilos. La buena de Norma trajo la pila de tortitas en un plato de porcelana con dibujo de rosas inglesas, dos tazas de té y siropes de fresa y caramelo. Goma utilizó la cuchara de trampolín para sumergirse en su taza caliente. La plastilina de su cuerpo era realmente resistente, ¡no se deshizo! Mi gato de bolsillo color cereza chapoteaba en el baño más dulce y relajante de su vida mientras yo le hacía cosquillas con duchas de azúcar y atacaba la merienda. Pero los ojos no se le abrieron con luz propia hasta que no contempló con la exquisita atención de los gatos cómo vertía el sirope de fresa sobre la pila de tortitas. No sé si tiene algo que ver con el color rojo, o con el exceso de azúcar y fruta, pero Goma saltó de la taza directa al chorro meloso. No contenta con revolcarse sobre la merienda, cuando dejé el tarro del sirope sobre la mesa, volvió a saltar para sumergirse en él. Realmente, pensé, éste va a ser el hábitat de los gatos de plastilina.

Sólo pudo probar las migajas que yo dejaba caer dentro de la jarrita de sirope, no quería salir. Tanto duró la cabezonería, que no me quedó más remedio que pedirle el favor a Norma. Y terminé volviendo a casa con la tripa llena y un tarro de sirope de fresa con gato dentro. Eso sí, sin parar de reír. Ambos.

viernes, 11 de marzo de 2011

El día de las cinco fases de soborno

¿Cuánto cuesta la reproducción de una canción de Madonna en una fiesta de perfil intelectual un jueves por la noche? Humillación tras humillación, estas son las cinco fases por las que transité para sobornar a un pinchadiscos tirano:

Fase 1. El movimiento de cortejo
Tímido, respetuoso, lento, ingenuo y casi infantil. Es el primer acercamiento al trono del tirano de los discos que te haya tocado en gracia sufrir una noche cualquiera en una sala de baile. “Ser amable es ser invencible”, dice un proverbio chino. Pero claro, cuando el chico con cascos me mira de arriba abajo con cara de pocos amigos y hace una mueca sin siquiera mirarme a los ojos tras el despliegue de mi mejor sonrisa, descubro de pronto que los chinos del proverbio no iban mucho de discotecas. 

Fase 2. Presión a dúo
Si no puedes vencerle… comienza la segunda batalla con refuerzos. Dos suelen ejercer más presión que una, así que… Mi amiga la Terremoto me hizo de escudera… O más bien yo terminé de escudera suya. Es cierto que no elegí bien el refuerzo, porque la Terremoto no es muy diestra en las formas, y decidió contestar una segunda mueca despectiva del señor tenebroso de los platillos pegándole el chicle en la mesa de mezclas… glups. Tonto el último.

Fase 3. El cortejo del siglo XXI
La sintonía remezclada del programa de naturaleza de Félix Rodríguez de la Fuente retumbando contra las paredes de la sala se hace insoportable sin estar profundamente colocado. La gente a mi alrededor empieza a bailar con movimientos de águila y de ave carroñera. El piloto de mi cabeza se pone al rojo vivo, la situación es desesperada, y la medida debe estar a la altura. Esto requiere una seducción al uso del siglo XXI. Algo bueno recibí de la sangre danesa, y es preciso utilizarlo. Me desabrocho los primeros botones de la camisa frente a mi endiosado enemigo y le prometo la visión de un pecho completo si cambia -¡de una vez!- la (jodida) canción. El tío se ríe en mi cara con maldad. Humillación total.

Fase 4. De perdidos al río
Un siniestro tema de doce minutos de samba brasileña fusionada con sonidos bollywood me hace olvidar la humillación anterior. Sin pensar, apelo a los instintos más primarios para conseguir algo. La súplica extrema. Le imploro, le lloro y me arrodillo hasta desaparecer de su campo de visión, confiando en el efecto dramático. Termino empapada con una copa que alguien olvidó en el extremo de la mesa de mezclas. Maldición.

Fase 5. El trueque
Mientras seco la camisa en el secador del cuarto de baño del local, los engranajes de mi cabeza se ponen en marcha… hasta llegar a lo más sencillo, lo más simple de la cuestión, lo más humano… Parece ridículo, pero es la última oportunidad. Salgo de la sala a la calle con unas monedas en el bolsillo, directa al 24 Horas de enfrente. ¿Cómo no se me había ocurrido antes? Quince minutos después, me enfrento nuevamente al pinchadiscos con una nueva arma. Le planto una suculenta bolsa de cruasanes de chocolate. El chico me mira, por primera vez sin torcer la boca con asco, y se echa a reír. Una risa blanca y dulce, auténtica. Se retuerce de risa mientras le explico que están rellenos de chocolate y recién horneados. Y en ese momento veo que le he ganado. Me lo confirma: “¿Qué quieres que ponga?”.

Una canción de Madonna me costó una bolsa de cruasanes. No me atreví a pedirle Ven conmigo, de Christina Aguilera. Me pareció abusar de la confianza. Ah, y también me dio su número de teléfono, que justo a la salida del local me apresuré a tirar. ¿O qué se había creído?

miércoles, 9 de marzo de 2011

El día del gato de mermelada

Llevo horas intentando procesarlo. Pero está ahí. No me lo estoy inventando. Esta mañana, como cualquier otra, me estaba preparando el desayuno. Lo de todos los días: pan tostado, café, mantequilla y mermelada. Pero cuando escarbaba con la cuchara en el bote de mermelada de frambuesas, lo encontré. Pequeño y encarnado, con una textura suave y flexible, como de… plastilina. Sí, un diminuto gato de plastilina chapoteaba en el fondo del tarro de mermelada.

Le ayudé a salir con la punta de la cuchara y le puse entre mis tostadas. No dejaba de relamerse sus patitas mientras maullaba de satisfacción. Aún sigo observándolo… Y creo que me lo voy a quedar.

lunes, 7 de marzo de 2011

El día del baile de máscaras

Los carnavales me devuelven la fe en la humanidad. El hecho de que un gran número de personas se entretengan varias semanas cortando telas, cosiendo lentejuelas y probándose pelucas sólo por el placer de lucir su mejor disfraz, por el placer de la locura y el juego, de desplegar su imaginación al ojo público, es, desde luego, emocionante. No hay grandes fines en esto… en principio, claro, porque tengo que recordar en este punto, cómo a los once años me vestí de cantante de rock como excusa para embadurnarme los labios con un escandaloso lápiz rojo que debiera haber conquistado a mi amor del cole de entonces –aprendí, años después, que un tema de cromosomas impide que los chicos sean susceptibles a estos detalles cromáticos-.

Pues eso, que me encanta disfrazarme, sea por lo que sea. Cuando eres pequeño a todo el mundo le parece adorable y casi obligatorio el disfraz en esta época. Pero ya de mayor… a veces resulta complicado encontrar con qué excusa engañar y a quién, para que se unan a este “circo de las maravillas” callejero, al menos por una noche. Así he llegado a situaciones tan ridículas como sentarme en un sofá vestida de drácula, con los colmillos de goma clavándose en mi barbilla, mientras veía alguna peli… acompañada de mi gato, ataviado con una capita para la ocasión… Otro año terminé encerrada en un aula de la facultad de Bellas Artes –sede de míticas celebraciones carnavalescas-, vestida de Jacqueline-retratada-por-Picasso, donde varios fanáticos pretendían convencerme para que participase en una vídeo-performance improvisada.

El caso es que pensé que este año sería distinto, y que, con la excusa de cumplir mi reto cotidiano, sería una idea inmejorable recuperar uno de mis antiguos sueños: ¡acudir a un auténtico baile de máscaras! Mi amiga Coco, que es muy de farándula, me puso sobre aviso de un baile que se celebraría este sábado en un palacete restaurado en las afueras de la ciudad, al norte. No lo conocíamos, pero el asunto prometía. Etiqueta y máscara eran requeridos. ¡Bien!, pensé. No más colmillos de goma, no más bolsas de basura atadas al cuerpo, no más traje de garrafón. ¡Esto será de película!

Siempre he tenido en la cabeza la imagen de Drew Barrymore-Cenicienta llegando a esa gala medieval de máscaras en Por siempre jamás, batiendo unas enormes alas diseñadas por un Leonardo Da Vinci producto de las licencias artísticas de los guionistas. Así que me puse manos a la obra con el asunto de las alas y de la máscara, que también quería hacerme con plumas.

A última hora de la tarde, Coco se pasó a recogerme en su coche. Bajé las escaleras del portal con mi vestido hasta los pies color champán, la cara cubierta de plumas y lentejuelas, y unas enormes alas ceñidas a mi espalda con elásticos, en plan mochila.  Con un poco de imaginación, casi parecía que estaba descendiendo la escalinata de Versalles. Tuve que mirar dos veces la abolladura en una de las puertas del viejo twingo granate para cerciorarme de que ése era el coche de Coco, y de que la… ejem… forma femenina embutida en charol en su interior era realmente Coco. Después de algunas maniobras para instalar mis alas junto a mi propio cuerpo en el asiento del copiloto, mi amiga arrancó y me explicó que iba de Catwoman, y que le había costado un impermeable negro y un día entero de costura. La cabeza la llevaba cubierta con un pasamontañas negro y unas orejas de gato acopladas –creo que eran los bolsillos del impermeable-. Preferí no plantearle el concepto de “etiqueta”, por no desilusionarla, la verdad.

En marcha

Nos pusimos en marcha. Sólo debíamos permanecer atentas a un par de desvíos para dar con el lugar exacto. El primero estaba muy a la vista, y conducía a una carretera secundaria dirección a un pueblo con nombre como de hortaliza. La cosa se complicó en el segundo desvío. Estaba muy oscuro y había un cambio de sentido raro. Tan raro, que Coco lo hizo mal y a los dos minutos un coche de la guardia civil nos paraba por ir en sentido contrario en ese carreterín de cabras. La cara que puso el agente, al bajar la ventanilla Coco, y descubrir lo que él interpretó como una etarra ligerita y alguien que había cometido un delito contra alguna especie voladora protegida fue… bueno, indescriptible. Explicarle que íbamos a una fiesta de disfraces y que habíamos hecho un giro equivocado no nos libró de soplar. Realmente no hubo ningún problema de verdad hasta que el hombre bigotudo no decidió reconocer en la cara tuneada de Coco a una terrorista en orden de búsqueda. Hala, y se quedó tan pancho. Así que no nos quedó más remedio que acompañarle a las dependencias de la Guardia Civil del pueblo más cercano –ése con nombre como de hortaliza-, donde, como ya le advertimos, hizo el ridículo de su vida cuando, tras verificar la identidad de Coco y la mía, se dio cuenta del error. Estábamos fastidiadas y perdidas en medio de la nada, y el agente ya no sabía cómo pedir disculpas. El hombre insistió en acompañarnos hasta el bar del pueblo, donde al menos podríamos tomarnos unas cocacolas y unas cortezas a invitación suya.

A punto estuvimos de mandarle a la mierda cuando reparamos desde fuera en que, en ese pequeño bar,  medio pueblo celebraba el carnaval. Era una fiesta de las cutres, sin etiqueta ni máscaras. Entramos a husmear, y enseguida causamos sensación. “¡Qué originales! ¡Una etarra prostituta y una gaviota drag-queen!”, nos gritó el camarero al servirnos la primera cerveza. Coco y yo nos miramos, y telepáticamente, decidimos tomarnos la invitación muy en serio. Pedimos bebidas para todos y que corriesen las raciones de bravas y croquetas, todo bien apuntadito en la cuenta del señor agente.

Carnaval en vena

Bailamos con piratas, hablamos de política con enfermeros sádicos, jugamos a las cartas con pitufos gemelos, compartimos cola en el aseo y confidencias con una bruja, el conde drácula me enseñó a tirar la caña perfecta, discutí por la última croqueta con Shrek y terminé besando apasionadamente a Eduardo Manostijeras.

Con el alba despuntando, Coco y yo volvimos al coche; Spiderman y el jefe indio nos cargaron el maletero con varias garrafas de aceite y vino del pueblo como regalo y nos despedimos de toda esa estrambótica comitiva que iba saliendo del bar con promesas de vuelta.

Sí, podíamos haber estado en un palacete renacentista, con música de piano, cócteles de cava y canapés de pescados ahumados, rodeadas de misteriosos hombres con pajarita y máscaras forradas en satén, bailando junto a una piscina rodeada de velas y pétalos de rosa. El plan varió ligeramente, pero quizá mi gran fantasía del baile de máscaras hubiera sido muy difícil de materializar en la vida real. De este modo, todavía queda la posibilidad de vivirla en otra ocasión, pensé. Después de todo, el carnaval en este pueblo con nombre como de hortaliza estuvo increíble, y también consiguió devolverme la fe en la humanidad…

jueves, 3 de marzo de 2011

El día del anillo de mierda

Tengo que reconocer que ayer no tuve un día muy florido que digamos. A veces parece que las circunstancias externas conspiran para alinearse sobre una misma persona y aplastarla como a una miserable colilla. Es en estos momentos cuando, según los psicólogos, debemos tomar el control y pensar que el factor externo sólo puede suponer el 10 por ciento de cómo pintemos la situación global. Claro, que no es tan fácil. Y menos cuando pretendes que cada uno de tus días se caracterice por algún suceso luminoso.

Los dueños de la editorial que me publicó el primer libro, y para los que estaba realizando el segundo, me recordaban al Gordo y el Flaco. Su piel cetrina de luz de fluorescente, combinada, si tocaba ese día, con traje negro, recreaba sin esfuerzo la imagen cinematográfica en blanco y negro. Pero ellos, el Gordo y el Flaco Editores, eran mucho más desagradables. Y estaba claro que ése tampoco era su mejor día. Entre otras cosas, me recriminaron que iba retrasada con el libro y que tenía que bucear en más películas para encontrar referencias menos conocidas. Que quizá tenía que empezar desde cero porque no estaban seguros de lo que les estaba presentando. Ah, y que el adelanto prometido estaba en entredicho, claro… Intenté defenderme como pude, pero tampoco me dieron mucha tregua. Y las discusiones se me dan mal. Así que terminé saliendo por la puerta con las orejas gachas. Muy mal.

De camino de vuelta tras el broncazo, barruntaba yo todo esto que dicen los psicólogos de controlar la situación mientras seguía brotando humo negro de mi cabeza. A ver cómo arreglaba el día ahora. Entré en una cafetería con el anhelo de alimentar mi maltrecho espíritu con un cruasán a la plancha recién hecho y un capuchino calentito, y me cuentan, una vez sentada, que no les funciona la máquina de café. En fin, pido un refresco y el cruasán, que me sirven al cabo de unos minutos con mermelada de melocotón, a la que tengo alergia. Y resulta que era la única mermelada que sirven en el local. Pues vaya. El humo negro no cesaba de desbordar mis entrañas.

Con el mejunje del cruasán a palo seco y la cocacola sin pasar las once y media de la mañana, y el mal cuerpo por no haberles dicho al Gordo y al Flaco un par de cosas, continué el camino de vuelta a casa. Normalmente, es poco recomendable andar mirando al suelo, sueles perderte muchas cosas que pasan alrededor. Pero en este caso, fue todo un acierto porque, de algún modo, lo interesante apareció junto a uno de mis tristones pasos. Un pequeño anillo descansaba sobre la acera, abandonado. No era nada especial, sólo una banda delgada y sucia, dorada, que casi podía haber aparecido de regalo dentro de un roscón de Reyes, o de una bolsa de patatas fritas. Me lo puse sin pensármelo dos veces, y me recordó inmediatamente al cuento del anillo que convertía todo en mierda.

No recuerdo ni el título ni el nombre de la autora, pero es de estas historias que, seguramente por lo escatológico, te maravillan a los diez años y te acompañan el resto de tu vida –ya por otros motivos, supongo-. En el cuento, la niña protagonista recibe un regalo de un hada: un anillo mágico, que al ponérselo y girarlo una vuelta hacia la izquierda, convertía en mierda aquello que estuviera mirando. La niña, como cabe esperar, se lo pasa en grande con la pieza de bisutería… Tampoco me acuerdo del final, porque ¡lo realmente fantástico es lo que pasa en el medio! ¡Grandes posibilidades podría tener lo de convertir en mierda las cosas a nuestro antojo!

Emocionada y de mejor humor con la historia del anillo, casi ni me di cuenta cuando mis pies giraron sobre sí mismos para volver sobre los pasos ya andados. Apenas me di cuenta, igualmente, de que entraba en el portal de la editorial, y de que subía en el ascensor directa al piso de la oficina. Sólo pensaba en la protagonista del cuento mientras mis ojos permanecían fijos en el anillo. Con el despiste y la ensoñación, no reparé en que tuve que pasar por delante de la recepción y saludar distraídamente a Nancy, la secretaria; y no fue hasta que no llegué ante la puerta del despacho del Gordo y el Flaco cuando fui consciente de dónde me encontraba de nuevo.

Frente a mí, la puerta gris con la ostentosa placa grabada con los nombres de los señores editores. Podía escuchar sus voces, al teléfono, despellejando a saber a qué pobre ahora. Toqué en la puerta y abrí sin esperar permiso. Apreté el anillo con la otra mano, y empecé a girarlo una vuelta mirando fijamente a las dos figuras de película en blanco y negro, que no se perdían uno de mis movimientos con una expresión pasmada. Ya casi podía empezar a ver cómo sus trajes se deshacían, cómo la piel se oscurecía, cómo sus caras se expandían y sus figuras se iban aplastando por el peso de la nueva textura. Casi lo olía. “¡Noooo!”, parecía que gritaban en un borboteante murmullo ahogado. Casi era como si les hubiese convertido en una gran montaña de mierda.

Si la vida pudiera ser tan fácil… ¿verdad?

martes, 1 de marzo de 2011

El día tras la máscara blanca

Mi nuevo objetivo vital me llevó ayer hasta el interior de una asociación cultural, donde corrí a inscribirme en un taller de teatro corporal, que incluía máscaras y mimo. La ilusión de mi vida nunca ha sido hacer el payaso, en fin, no es que quiera ahora hacer todo-lo-que-no-he-podido-hacer-en-los-últimos-años-y-que-me-hubiese-encantado, sino bueno, más bien, me he propuesto para esto lo de dejarme llevar. “Fluir”. Y en esto del fluir, pues qué casualidad que iba andando un día tranquilamente por la calle, y en un nanosegundo que dediqué a contemplar mis zapatos nuevos de las rebajas, me resbalé con los restos de un sándwich de mortadela que me propulsó directamente contra el portal siguiente

De verdad que no sé cómo siempre me las apaño para ponerme en ridículo. El caso es que, justo mientras me recomponía un poco toda colorada intentando fingir que no escuchaba las risas del frutero –Poli el Lechugas, toda una institución en el barrio-, vi un cartelote publicitando las distintas clases que ofertaba esta asociación cultural, que se llama La Osa Mayor. Y no sé, lo del taller de teatro corporal me pareció la oportunidad perfecta para que PASASE ALGO. Además, se podía asistir el primer día de prueba, que era más intensivo, para ver si te interesaba lo suficiente.

Ayer fue el gran día. Tuve que ir vestida por completo de negro, y la verdad es que estas cosas siempre son un palo nada más llegar porque no sólo no conoces a nadie de la gente que está ahí esperando como tú, sino que además tienes la certeza de que delante de esos desconocidos vas a hacer las cosas más ridículas durante los siguientes minutos. La profesora, una mujer mayor muy huesuda y con el pelo estiradísimo en un moño que se parecía a la señorita Rotenmeyer, nos repartió unas máscaras de plástico. No tenían expresión, eran neutras y blancas. Nos dijo que lo más importante era que aprendiéramos a respirar con la máscara puesta, que había que sentirla sin que nos incomodase para poder luego mover el cuerpo perfectamente. Así que nos tuvimos que poner las caretas y la Rotenmeyer nos iba dando voces para que corriéramos por el espacio y se nos aceleraran las pulsaciones de lo lindo.

Nos mandó parar en seco una primera vez, aún no me había acalorado demasiado bajo el plástico, y aunque empecé a sentir que costaba más respirar una vez quieta, no me supuso un gran problema. Pero después de un ratito más largo de correteo, volvió a ordenar una congelación total. Mierda, y ya la cosa fue diferente. La máscara se ceñía a la perfección a mi cara, y tenía las correspondientes perforaciones de nariz y boca coincidiendo con las mías propias pero… no sé, parecía que el aire no entraba. Rotenmeyer gritó, justo cuando yo iba a hacer algo, que no moviésemos ni un pelo y ni mucho menos nos quitásemos la máscara. Que teníamos que aguantar y lograr estabilizar la respiración bajo el plástico. Eso, “salvo peligro de muerte”, matizó. Es verdad que para estas cosas me pongo cabezota, y me las tomo demasiado en serio. Jo, es que no entraba aire. Intenté aguantar, empecé a pensar en cosas alegres, como hacía Julie Andrews en Sonrisas y Lágrimas, pero por más espaguetis a la boloñesa y elefantes bebé que se presentaban en mi cabeza, seguía sin respirar y con el  corazón desbocado .

El problema de las máscaras es que, al ser su objetivo ocultar, nadie puede ver que tu cara está cambiando del color piel estándar al rojo, pasando por el violeta y hasta el blanquecino-verdoso, que constituye el punto crítico. Si la máscara hubiera sido translúcida, por ejemplo, la cosa no hubiera terminado como terminó. Lo siguiente que vi fue el techo abriéndose ante mí, y después un cielo negro con estrellas como diamantes. La sensación era rara, como de hormigueo, pero me sentía relajada. Y de pronto, me doy cuenta de que las estrellas empiezan a moverse hasta formar la cara de una osa. ¡La Osa Mayor! No sé cómo, pero de la silueta brillante, la Osa pasa a tener pelo, ¡y cuerpo! Y yo voy subiendo hacia ella, y la abrazo…qué pelo tan suave… Cuando ya estoy bien acurrucadita, la osa se pone violenta y me muerde la cabeza, y otra vez el agobio de no poder respirar…

Abrí los ojos, me di cuenta de que estaba hiperventilando y de que volvía a ver el techo, pero con varios pares de ojos observándome a pocos centímetros y pidiéndome que me calmase. Me tenían apoyadas las piernas sobre una silla, y me explicaron, ya cuando logré tranquilizarme un poco, que me había desmayado con la máscara puesta. Rotenmeyer parecía encantada porque, según dijo, había quedado “muy dramático”. Me fui de la sala tan pronto como pude coordinar de nuevo mis extremidades, con ganas de que me tragase la tierra. Desde luego, no era la experiencia que estaba buscando…

A la salida me pareció ver a la Osa en la recepción, pero prefiero pensar en esa imagen como un producto de la falta de oxígeno en el cerebro.

En fin, no todos los días se pueden sacar conclusiones interesantes. Y precisamente ayer, gracias a esto, aprendí a no volverme a fiar nunca más de los caminos a los que conducen los sándwiches de mortadela.