martes, 11 de octubre de 2011

El día del fin de la hibernación

Las pestañas se me van desenredando y dejan de abrazarse fuertemente las unas con las otras. Vislumbro una línea de luz dorada, sin ningún filtro más que el de la neblina de mis ojos. Un sueño denso sigue instalado en mi frente, no recuerdo cuándo fue conciliado. Hace cuántos días, me refiero. Me resisto a abandonar mi estado de hibernación, y utilizo la poca fuerza que poseo en estos momentos para obligar a mis pestañas a volver a entrelazarse. Aprieto los ojos con ganas, ansiosa por volver allí, a las aguas turquesas en las que he acomodado mi cuerpo y mis sentidos durante todo este tiempo. A salvo.

Como las narf nacidas de la espumosa imaginación de M. Night Shyamalan, así estoy yo, rodeada de líquido turquesa agujereado por estrellas de luz que la refracción difumina hacia todas las direcciones. Me noto ligera y flexible, como si mis huesos hubieran perdido la rigidez y solo permaneciese el gelatinoso tuétano formando mi esqueleto. El agua me acaricia a una temperatura cálida, y me trae pequeñas perlas y piedras preciosas con las que hilo delicados guantes y tocados. Otras como yo me hacen compañía, bailando a mi alrededor, y me uno a ellas en sus juegos y cabeceos, en sus risas con forma de volutas, para sentir que formo parte de algo, de ese lugar alejado de todo. Estoy tan cómoda que dormiría o nadaría a todas horas. Aunque allí es lo mismo. Creo que no he dormido desde que llegué. Nunca he estado tan bien como en este pequeño universo azul.

 Por eso me asusto tanto cuando, en cuestión de segundos, siento cómo el aire deja de nutrirme a través de las rendijas que me salieron de detrás de las orejas; cuando mi cuerpo se vuelve pesado con la súbita vertebración de mis huesos; cuando el agua se hace densa y gelatinosa y su temperatura desciende inclemente, y me congela el corazón.

Es entonces cuando me doy cuenta de que mis pestañas se van desenredando y dejan de abrazarse fuertemente las unas con las otras. Cuando vislumbro una línea de luz dorada, sin ningún filtro más que el de la neblina de mis ojos.

Mis intentos por volver son vanos. Espero un ratito, muy quieta, hasta que mis pupilas se acostumbran a la sequedad del aire de mi habitación y la aterciopelada manta que encuentro sobre mí termina de devolverme el calor corporal. Me incorporo despacio, mientras intento pensar cuánto tiempo ha pasado, cómo llegué hasta allí y cómo he vuelto ahora. Y para qué.

La luz rebota por todo lo largo de mi brazo translúcido, y me maravillo al verlo cubierto de una costra de diamantes. La otra mano intenta atraparlos y termino riendo al comprobar que son gotas de agua. Huelo a cloro.

Logro ponerme en pie y empiezo a explorar los pasillos de una casa conocida. El olor a cruasanes recién hechos y a café caliente me guía directa a la cocina. Estoy hambrienta. Lleno hasta el borde una enorme taza y la cubro con dos cucharadas de nata fresca, que espolvoreo con canela y acoplo en una bandeja junto a un plato con una hojaldrada pirámide de cruasanes. A pequeños pasos, dándome tiempo, llego hasta la pequeña terraza. El calendario no engaña, estamos en octubre pero aún se puede disfrutar de los últimos desayunos al sol.

Me siento y, mientras mastico como si fuera la primera vez, contemplo que todo está tal como lo dejé. Un precioso cielo cerúleo en el horizonte, con sus algodonadas nubes; la pequeña pastelería francesa, la hilera de coches que pugnan por un espacio en el que coexistir, la dueña de la peluquería fumando un cigarrillo que sujeta entre dedos coloreados por gominolas, la pareja de gatos que enroscan su tiempo sobre el tejado de la tienda de electricidad, tentando al destino. La vida, en definitiva, continúa y me ha estado aguardando todo este tiempo de hibernación ante un invierno que me producía inquietud. Todos, el cielo, los pasteles, los coches, la peluquera, los gatos, parecen reírse de mí por haber intentado escaquearme de un mundo que muchas veces no logro entender, por haber intentado burlarlos y colarme por una alcantarilla hacia ese fondo turquesa donde cualquier cosa fluye sin dificultad.

 El humo del cigarrillo de la peluquera sube hasta mi terraza, se enfrenta a mi mirada, y me dice en un idioma frío, extraño, de esos que me gustan a mí, que solo sobre este escenario es posible una vida fascinante. Me quedo pensativa, sopesando la idea, y el maleducado aprovecha sus últimos hilillos de nada gris para recordarme con malévolo sarcasmo que puedo volver cuando quiera a “esa charca donde me moriré aburrida por la insípida charla de las perlas”. Ja. Y qué sabrá él.

Me restriego la mano por el brazo aún húmedo para eliminar todo rastro de mi ondulante mundo acuático. Ya está, casi despierta de nuevo. Vértigo. Ha sido una hibernación maravillosa, y probablemente la seguirán días en los que me arrepienta de haberle dado la razón al humo del cigarrillo y haber vuelto. Ya se lo advirtió Morfeo a Neo antes de elegir la pastillita roja en Matrix. Bueno, creo que esto es distinto, pero siempre envalentona saber que hiciste lo que Keanu hubiera hecho… ¿o no?

Ahora percibo un serpenteante cosquilleo en mis manos y piernas, que también luchan por despertarse. Tienen ganas de hacer cosas. Y sé que en unos momentos, mientras apure las migajas que quedan de los cruasanes, mis pestañas terminarán de despegarse y la gelatina que envolvió mi cuerpo durante todo este tiempo de letargo se reducirá a polvo salado. ¡Chas!

1 comentario:

  1. Es tentador dejarse llevar por ese universo azul donde todo fluye sin dificultad... pero tienen razón los que piensan que en el mundo real la vida puede ser fascinante... aunque con empeño!

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