viernes, 21 de octubre de 2011

El día en que un marciano se encargó de atender un bar

Mis primeras veces, así, en general, siempre tienden al desastre, en particular los primeros días en un trabajo nuevo. Todo lo malo que podría suceder, de alguna insólita manera, termina ocurriendo, así que la experiencia previa me ha enseñado a estar preparada para todo cada vez que me enfrento a un nuevo primer día de trabajo. Tengo que admitir que ser capaz de servir mesas sobre unos patines de ruedas en paralelo, sin tropiezos ni bandejas volando por los aires, no dejaba de ser una provocación mayúscula para unos hados con tanto sentido del humor como los míos. Por eso no me extrañó advertir un sutil tembleque en mis piernas mientras me dirigía, por primera vez, al Sundae Nights a trabajar.

El americano Simon, mi rollizo nuevo jefe, mostró su piedad conmigo y, por ser el primer día, me levantó la regla de tener que utilizar los patines de bota blanca con lazos rojos. Enseguida me puse la camisa y la falda que llevaba por uniforme y él pasó a enseñarme dónde estaba cada cosa y cómo realizar bien la tarea para la que me había contratado. Me presentó a Martín, encargado de atender desde la barra, y a Pincho, el cocinero, que había recibido un curso rápido de cómo preparar las más deliciosas hamburguesas y auténticas tartas de queso neoyorkinas. Todavía era pronto, y no había más que un anciano del barrio despistado bebiendo un café a pequeños sorbitos apoyado en la barra, con lo que aproveché para familiarizarme con el lugar y charlar un poco con mis nuevos compañeros.

Martín tenía bastante experiencia previa como camarero, a pesar de su juventud, y se comprometió a enseñarme a tirar bien la cerveza y algunos trucos básicos para no terminar con la espalda destrozada. Esta sabiduría, sin embargo, no le estaba aportando calma para el día de apertura del Sundae Nights, y se movía histérico de un extremo a otro para asegurarse de que todo estaba donde debía estar y no verse abrumado por la presumible posterior avalancha de clientes hambrientos y sedientos desde la barra. Le ofrecí prepararle una tila doble para que se centrase, y de paso así aprender a manejar la máquina de café, cosa que le pareció muy bien.

Una hora después, cuando los primeros clientes comenzaron a entrar, Martín había apurado la taza y se le veía más calmado, yo ya estaba en mi puesto con mi mejor sonrisa a petición de Simon y Pincho comenzaba a calentar el aceite preparado para el aluvión de patatas fritas que se le venía encima y batía con fuerza la leche para aligerar los batidos.

Conseguí llevar mis primeras comandas sin equivocarme, poniendo a cada cual lo suyo y con la rapidez suficiente para que no les diera tiempo a aburrirse ni que se quedasen frías las viandas. Todo parecía fluir, y Simon nos dijo que iba a hacer unos recados cerca de allí. Fue salir nuestro jefe por la puerta, y darme cuenta de que Martín se estaba poniendo lívido. Su cara era como una vela, y los ojos se le desencajaban por segundos. ¿Martín?

Me acerqué rápidamente, y antes de que me respondiera, salió huyendo despavorido al final del pasillo con las manos sujetándose la tripa. Ay madre.

Hojas diabólicas

Esa fue solo la primera de las carreras que se pegaría el pobre Martín durante la siguiente media hora. A Pincho se le quemaron un par de tandas de aros de cebolla por la distracción de ver al otro como una bala pasando frente a la ventana que daba a la cocina, y yo empecé a repasar con Martín, en los escasos minutos en los que no estaba encerrado en el baño, lo que había comido hasta ese momento. Se me encendió de pronto una bombilla. La tila.

Me acerqué a la cocina para inspeccionar el cubilete de las infusiones, de donde había sacado la tila. Entre las infusiones, encontré unas bolsitas de una planta que no me sonaba de nada, hojas de sen, leí, y le pregunté a Pincho qué era eso. El cocinero puso cara de preocupación, y me dijo que, si eso era lo que Martín había tomado, ya podíamos mandarle a casa porque esa infusión le mantendría ocupado depurando su cuerpo durante el día entero. Radical.

Corrí a buscar la taza abandonada por Martín, en la que yo le había preparado la infusión, casi pidiendo a las fuerzas superiores del universo que la diminuta etiqueta de cartón que cuelga de la bolsita de hierbas pusiera claramente “tila”. Cuando descubrí esas tres palabras ahí grabadas, “hojas de sen”, me dieron ganas de meter la cabeza en la ralladora de queso. ¡Mierda!

Fui a buscar a Martín al baño y le dije que tenía que irse a casa, que le había preparado por equivocación una infusión de un fuerte laxante, y que ya me encargaba yo de todo, que así no podía estar. El camarero desapareció de allí doblado, sujetándose la barriga con todo el largo de los brazos, tras llamar nosotros a un taxi para que le dejase en su casa lo antes posible. Me sentía fatal. ¡Aunque a quién se le puede ocurrir colocar esas bolsitas de hojas diabólicas junto a las inofensivas manzanillas y poleos!

Por otra parte, con todo este lío se nos había echado encima el primer pico de hora punta, las meriendas de los estudiantes que salían de la Facultad de Geología, y la barra empezó a estar invadida por caras de post-púberes que exigían sus hamburguesas y cafés helados.

Me aposté detrás de la barra, los ojos saliéndose de sus órbitas, sin poder evitar acordarme de estas películas de zombis donde la masa de trapillo y carnes sueltas acaba con la pobre víctima paralizada por el terror.  No quería ser devorada por pardillos de primero de carrera. ¡No! Entonces empecé a moverme, sin pensar, solo a moverme como una loca para poder aplacar a las turbas.

En esa tarde, debí de servir cafés hechos con coca-cola hervida, batidos de té caliente, patatas fritas con sirope de chocolate, hamburguesas con guarnición de helado y perritos calientes rellenos únicamente de pepinillos en vinagre. Pincho, desde la cocina, hacía lo que podía, pero no logró dar más de sí. Y prefirió, sabiamente, cerrar los ojos para no ver cómo de pronto, esa camarera de pelo cobrizo encoletado, se convertía en el marciano Gurb de Eduardo Mendoza atendiendo la barra del Sundae Nights.


Nota añadida posteriormente: Los clientes de aquella tarde consideraron las meriendas servidas de tal originalidad, que las semanas siguientes no dejaron de felicitar a Simon por su atrevimiento y seguían reclamando sus cafés de coca-cola hervida… En lo que a mí respecta, me cambiaron el contrato de prueba a indefinido y Martín, contra todo pronóstico, volvió a dirigirme la palabra.

1 comentario:

  1. oleeee!! eso es tener buena estrella!! deberías abrir tu propio restaurante y tener la exclusividad de los cafés de coca cola hervida!

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