jueves, 13 de octubre de 2011

El día de las botitas blancas

Dicen que la ingenuidad y los sueños se acaban el día que necesitas pagar el alquiler o hacerte cargo del bienestar básico de otros. A todo el mundo le llega, a unos antes y a otros más tarde, y yo no podía escapar a esa regla universal, por muy pelirroja y bicho raro que fuese.

El día que me di cuenta de que el pequeño adelanto económico que el Gordo y el Flaco, mis queridos editores, me habían pagado por la redacción del libro de cocina, había llegado a su fin, al igual que mis exiguos ahorros, es el día que entendí que había que cambiar de estrategia si quería sobrevivir. Así que a ello me puse.

Comencé a dar vueltas por mi barrio, en busca de carteles pegados en comercios donde solicitasen nuevos empleados o de algún cotilleo en la panadería que me diera la pista para conseguir ese ansiado trabajo. Por encima de todo, me repetía, necesito pagar el alquiler. Y que ese trabajo me permita unas horas libres para terminar de una vez de escribir el libro, si no quería acabar brutalmente asesinada por un ataque de cólera del Gordo y el Flaco.

Precisamente al pasarme por la frutería del barrio, Poli el Lechugas me comentó que en una de las calles aledañas estaban a punto de abrir una hamburguesería fashion, de esas. Agradecí la indicación y hasta allí me dirigí, para descubrir un local de brillo plastificado al que estaban dando los últimos retoques. Tuve la suerte de conocer ahí mismo al encargado, Simon, que no Simón, porque era americano. Se había instalado en la ciudad tras casarse con una española, me contó al rato. El caso es que Simon, con su cara rolliza y pecosa y sus ojos enmarcados en la fina montura roja de sus gafas, me hizo solo una pregunta: ¿Sabes patinar?

Un consejo muy común para afrontar una entrevista de trabajo, es aquello de decir que sí a todo lo que te pregunten. ¿Podrías trabajar en fin de semana? . ¿Te parece bien el sueldo que te proponemos? . ¿Conoces este programa de diseño? . Así que, antes siquiera de que me diera tiempo a pensar en las consecuencias que mi respuesta podría entrañar, mis labios se movieron solos estirándose hacia ambos carrillos para articular en un silbido un rotundo sí.

Ni siquiera debí pestañear, así que Simon, que había dejado un instante de silencio para que yo preguntase extrañada los motivos de ese requisito, se lanzó a explicarme que quería recrear la imagen prototípica del diner americano, con sus mesitas de aluminio de acabado romo, sus cestitas de plástico a rebosar de patatas fritas y cómo no, sus camareras patinadoras. Comprobé que, efectivamente, el local era lo suficientemente amplio como para poner en marcha una idea tan disparatada como esa, con lo que deduje que nadie le haría bajarse del burro a este hombre.

Me despedí del rollizo Simon después de que él hubiera anotado bien todos mis datos para resolver el papeleo y que pudiera empezar este mismo fin de semana. Ya salía por la puerta cuando me gritó: ¡Espera! ¡Olvidas algo!. Ese algo colgaba de su mano derecha y era un par de patines de bota blanca y lazadas rojas, igualitos a los de mi infancia. Casi notaba que los patines me miraban con ojos burlones. Me acerqué despacito, sosteniéndoles la cara de chiste, y cuando pasaron de los brazos de Simon a los míos, este me dio una última indicación: Practica un poco.

Nunca me había resultado tan fácil conseguir un trabajo, la verdad. Pero algo me invitaba a pensar que sería algo más difícil conservarlo… No iba desencaminada mi intuición, porque, sin yo sospecharlo, durante el camino de vuelta a casa las perfectas botitas blancas se confabularon para no ayudarme absolutamente en nada… ¡Retorcidas!

(Continuará)

1 comentario:

  1. venga... no puede ser tan difícil! será incluso divertido pasarte el día deslizándote de un lado a otro... como la vida fluye!!

    ResponderEliminar