domingo, 15 de mayo de 2011

El día del sonido del caramelo quemado

Clac. Clac. Clac. Así es como suena la capa de azúcar quemada sobre la crema catalana cuando se rompe por el peso de la cuchara. Dura un instante, y es un sonido delicioso, que gira sobre sí mismo dibujando volutas, ondas mullidas y frágiles. Clac. Clac. Me encanta. Pero ayer descubrí, con cierta inquietud, que no soy la única a la que le encanta. De hecho, también le encanta a alguien que no existe, a un personaje de ficción. Bueno, o no. No sé, el caso es que una duda me ha agarrado por dentro y no me suelta desde entonces.

Estaba en el salón de mi casa, revisando por enésima vez Amélie, la icónica película de Jean-Pierre Jeunet, con la intención de poder tirar de algún plato para incluir en mi libro de cocina. Me sonaba que algo comestible aparecía en las escenas de la cafetería. Hacía tiempo que no la veía, y algunos detalles, como es normal, los tenía olvidados. Tan olvidados, que cuando Amélie enumera esa lista de cosas que le encantan, casi salté del sofá al ver una imagen en primer plano de una crème brûlé (versión francesa de la crema catalana) y a Amélie recreándose al desconchar el postre de su caramelo cristalizado con la parte cóncava de la cuchara. Clac. Clac. Clac.

Tenía la sensación de no haber visto nunca esa parte de la película. ¿Había adquirido ese ritual porque mi subconsciente lo asimiló como mío desde que vi la película por primera vez? O podía ser al contrario… ¿Me lo había copiado Amélie?
                                                                              
Traté de pensar desde cuándo me gustaba craquear la superficie caramelizada de la crema catalana, si lo hacía desde niña, o si lo había hecho de forma intuitiva la primera vez que probé el postre. No recordaba que fuese un postre de mi infancia, la verdad. Pero el caso es que tampoco recordaba comer la crema catalana de otro modo, sin ese primer acercamiento que consistía, básicamente, en romper la superficie con la cuchara, a escasos centímetros de mi oído, para disfrutar al máximo de aquel delicioso clac-clac-clac. No lo recordaba.

De modo que quedaba abierta la posibilidad de esa segunda opción. Que yo no hubiese asimilado ese gesto de Amélie, si no que ella lo hubiera asimilado de mí. De verme a mí hacerlo. ¿Y cómo? Pues dándole la vuelta a todo.

Amélie prepara su cena después del largo día de trabajo. Mira por la ventana para comprobar que su vecino pintor sigue ahí, trabajando en su centésima reproducción del cuadro más famoso de Renoir. Le gusta verle pintar con minuciosidad cada detalle sobre la tela. ¡Cómo le gustaría saber pintar! Vuelve a echar la cortina y se sienta sobre su cama de sábanas coral, sosteniendo un cuenco con yogur y muesli. Enciende la televisión con el mando tumbado sobre la mesilla de noche, junto a la cama, y se engancha a las imágenes de una película de raros colores saturados. Una niña de pelo cobrizo y desordenado patina sobre una pista de hielo en medio de un jardín lleno de pequeñas bombillas como hadas. Lleva unas orejeras de hipopótamos rosas. Gira y gira deslizándose sobre el hielo junto a un niño de mirada gélida y mechones casi plateados. El niño se desata un muñeco que lleva prendido del patín y se lo regala, en lo que parece una despedida*.

En la siguiente imagen, la chica ha crecido, Amélie la reconoce por el pelo, más desordenado aún, pero del mismo color naranja que exagera la fotografía saturada de la película. Cocina unas tartas de aspecto maravilloso en una extraña reunión de amigos que cuentan historias en torno a los moldes y saquitos de harina como en una suerte de dulce akelarre**.

La película sigue avanzando, ante la atenta mirada de Amélie, que sigue a la chica del pelo naranja hasta el interior de una casa terrorífica, de angostos pasillos y telarañas que forran las paredes***. En el interior de una oscura habitación, la chica se sienta en la cama junto a un joven misterioso, con un maquillaje gótico y la sombra de la tristeza más absoluta en sus ojos. La chica extrae una diminuta piedra de una bolsa de terciopelo, y con la yema del dedo, la acerca a la piel de él, donde se funde en un centelleo blanco y perfecto. El chico llora, aliviado. Amélie llora también, y la primera lágrima se precipita sobre el yogur. El corazón se sale del pecho de Amélie cuando escucha al chico preguntarle quién es, y ella le contesta: “Cloe. Cloe Andersen”. Nunca olvidará ya ese nombre.  

Pero entonces Amélie ve algo que la confunde del todo. La chica del pelo naranja está sentada en la mesa de una cocina, frente a una cazuelita de barro de crème brûlé. La chica coge la cuchara y acerca su oreja a pocos centímetros del postre, mientras golpea el cristal de caramelo con la parte cóncava del cubierto. Sonríe de satisfacción con el sonido que produce al resquebrajarse. Clac. Clac. Clac.

Amélie deja caer el cuenco con los restos de yogur y muesli. Intenta pensar si ya ha visto antes esa película, si pudo haber asimilado ese gesto inconscientemente. O si pudo ser al revés, si esa chica, Cloe, le copió el gesto a ella. Al verla a ella hacerlo. ¿Y cómo? Pues dándole la vuelta a todo.



* Ver El día del primer amor sobre el hielo
** Ver El día de las tartas
*** Ver El día que cumplí mi profecía (2ª parte)





2 comentarios:

  1. Cloe Cloe! tu también mandaste de excursión al enano de jardin?

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  2. claro que sí! a veces tú eres mejor personaje que Amelie!!

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