viernes, 27 de mayo de 2011

El día del profesor de Mecánica Celeste* (La nostalgia)

Entender el movimiento de los planetas y la forma en la que se relacionan los cuerpos celestes no era tan romántico como imaginé. Pero claro, entonces era joven y estúpida, además del espécimen más insólito de la clase. Todos los que allí estaban eran estudiantes de Matemáticas o Físicas. Descuidadas camisas de cuadros y pantalones anchos, ellos; y  coletas y rostros pálidos de flexo, ellas. Lo de las gafas pasadas de moda era una característica común. Y allí estaba él, el joven profesor Enrique Henmann. Se emocionaba al explicar los problemas de órbitas y escribía en la pizarra hasta arañarse las yemas de los dedos, sin reparar en que hacía rato que la tiza se había consumido. Siempre llevaba el pelo revuelto, como si al levantarse cada mañana se echase un poco de agua en las manos e intentara domarlo sin éxito. De su nariz pendían unas gafas con montura negra brillante, como salidas de una película de los años 70. Me encantaban.

Hacía un par de años que no estudiaba física ni matemáticas, y empecé a perder peso en cada clase por la lucha librada entre las ecuaciones escritas en la pizarra y mi materia gris. El día que vimos las leyes de Kepler me planté, y decidí hacer uso de las tutorías como último recurso para no acabar suspendiendo la asignatura, ya que entonces era demasiado tarde para anular la matrícula. La primera vez que llamé a su puerta, pillé a Henmann prácticamente enterrado en una montaña de papeles garabateados de letras, números y dibujos doblegados por el peso de varias tazas de café repartidas por la mesa. No supe hasta más tarde que él nunca terminaba un café. Dejaba la base de la taza cubierta y se preparaba el siguiente en una nueva. Ese día vestía una camiseta con una caja negra dibujada de la que salía el mensaje: Let me adopt Schrödinger´s cat. Fantástico.

Henmann se interesó por mi apellido extranjero, y establecimos enseguida una extraña complicidad. Él también tenía sangre mezclada, su padre era alemán, y siempre se sintió como fuera de un círculo. Ambos sabíamos lo que era eso. También le hizo gracia mi procedencia de una facultad no técnica, y se tomó como un reto hacerme comprender las motivaciones de las masas celestes.

Con infinita paciencia, el profesor me ayudaba a resolver los problemas de órbitas utilizando gominolas de colores que distribuía por todo su escritorio, llenándolo de azúcar que crujía bajo el papel. Y de este modo yo iba enganchándome a las clases con el resto de estudiantes. Lo cierto era que cada vez disfrutaba más de su compañía durante las tutorías, y esa rara admiración y ganas de complacerle me mantenía despierta hasta tarde estudiando fórmulas y teorías gravitacionales. Una fiebre revitalizante que no podía ser otra cosa que un enamoramiento de riesgo.

Superé el primer cuatrimestre de Mecánica Celeste, contra todo pronóstico, y decidí continuar con la segunda parte de la asignatura, que se daba en los siguientes meses, hasta el verano. Y entonces llegó el día del punto de inflexión. Henmann acabó su horario de tutoría y me ofreció acercarme en coche a mi casa. Resultó que vivíamos en barrios no muy alejados, y el viaje en coche terminó convirtiéndose en un ritual.

Digo que fue un punto de inflexión porque eso me permitió conocer con más profundidad al Henmann-persona que se ocultaba tras el profesor acomplejado por su mix de nacionalidades. Fue raro la primera vez que me senté en su coche destartalado de científico loco, creo que por la consciencia de haber traspasado una frontera. Recuerdo que los músculos se me quedaron rígidos, y no se me ocurría ningún tema de conversación. Más adelante, cuando lo convertimos en costumbre, el asiento de copiloto de ese coche parecía tener la forma de mi cuerpo, y los viajes siempre se me hacían demasiado cortos, aun con tráfico.

Así me enteré de que había vivido en Hamburgo hasta la adolescencia, y que al llegar a España tuvo que ponerse al día con las palabrotas que su madre nunca le quiso enseñar. Le gustaba ir a conciertos de jazz, aunque en el coche escuchaba a grupos de rock germano que tenía grabados en casetes. Sufría verdadera adicción por la lectura y cuidaba los libros como si fueran pequeños tesoros; se permitía solo un gesto de coquetería: utilizaba crema de manos al salir de clase, para paliar en lo posible los arañazos y durezas que le provocaba su efusividad con la pizarra.

Cuando empezamos a sentirnos más cómodos, a pesar de la obvia desigualdad de nuestra ecuación, llegó el turno de los cafés. Encontramos un sitio a la salida de la facultad, Matrioschka, no frecuentado por estudiantes por los poco populares precios, donde yo me tomaba el mejor capuchino del mundo y él se dejaba a medio terminar su café solo. Allí le enseñé algunas palabras en danés, y Henmann intercambió este conocimiento por una sencilla fórmula para no perder dinero en Bolsa, que nunca me dio por comprobar. También fue allí donde me enseñó su carné de identidad para demostrarme que tenía 29 años. Nueve más que yo entonces.

Fue una de esas tardes cuando empecé a comprender verdaderamente las teorías gravitatorias que tanto esfuerzo hizo por enseñarme, al sentir mi cuerpo inevitablemente atrapado por la órbita del suyo en una emocionante lucha planetaria, como en Mecánica Celeste.

Un par de semanas antes del examen final, en Matrioschka, mi debilitada órbita quedó fuera de control. En el hilo musical empezó a sonar Say what you want, de Texas, y algo se desconectó en mi cabeza. Creo que me pareció una especie de señal; dejé de pensar y se desactivó el piloto automático, ése que siempre me protege de hacer tonterías en determinados momentos. No sé quién se acercó primero, olvidé nuestra ecuación desigual y de pronto estábamos inmersos en un beso suave y tímido. Los cuerpos celestes habían colisionado por fin.

Desgraciadamente, no duró mucho. Él se separó, muy consternado, y me pidió disculpas. En el camino de vuelta, me confesó que se le había ido de las manos, y que no era un comportamiento correcto. No entendí nada hasta que empezó a hablarme de una mujer con nombre exótico con la que mantenía una relación algo complicada, pero relación a fin de cuentas. Estaba claro que no quería añadir más incógnitas a su propio sistema de ecuaciones.

Encajé el golpe como pude, y encerré mi gran decepción en el estudio. Después de todo, aún no habíamos llegado a un punto de no retorno, y sentía que todavía podía escapar sin magulladuras graves. Volvimos a vernos tras el examen. Saqué un 5 raspado. Henmann sentía una enorme culpabilidad y me pidió disculpas nuevamente. No por el 5, que estoy segura que fue extremadamente generoso. Ese aprobado, merecido o no, supuso un alivio para los dos. No tendríamos que vernos de nuevo en septiembre. No se me ocurrió repetir otras asignaturas en esa facultad, por supuesto.

Unos meses después me llamó, un par de veces, pero no quise descolgar el teléfono. Preferí no saber si me echaba de menos, o si era la culpabilidad la que le movía a comprobar si yo seguía bien o si, en cambio, me llamaba porque había resuelto su complicada ecuación vital a favor mío. Supe por esas llamadas que pensaba en mí, que yo seguía presente, y que no nos lo habíamos imaginado todo. Eso me bastaba.

Y de pronto ahí estábamos, otros diez años después, rodeados de libros de física cuántica. Cuando por fin logró desencajar las mandíbulas de la sorpresa, su sonrisa reveló líneas antes invisibles en su rostro. Pero no había cambiado tanto. Me recomendó uno de los libros que yo tenía entre manos, y decidí intercambiar este pequeño consejo por una invitación a un café solo sobre cuyo final sentía gran curiosidad…

(Continuará)

* Ver El día del profesor de Mecánica Celeste (El encuentro)

1 comentario:

  1. Cloe! no tardes mucho en seguir escribiendo porque me has dejado en ascuas!!!

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