martes, 3 de mayo de 2011

El día de Raúl Arévalo

No es justo achacarlo sólo a él. Me apetecía muchísimo ver esa obra de teatro, estaba recibiendo las mejores reseñas entre los estrenos de los últimos meses, y me encanta Shakespeare, y más aún, sus textos dentro de montajes contemporáneos. Pero sí, es cierto, lo reconozco. También quería verle a él, a Raúl Arévalo. No sé por qué especialmente ahora, cuando ya le había seguido desde sus primeras películas. No es el chico que te gusta, no es el prota, pero tiene algo que no pasa desapercibido, algo especial… Te sientes cómoda con él, como si fuera de la familia… Hasta que te das cuenta de que él es precisamente el chico que te gusta. Creo que fue eso lo que me pasó hace unas semanas viendo su última película. No era el prota, pero era el chico que me gustaba. Definitivamente.

Así que allí estaba yo, en la puerta del teatro, tras haber removido Roma con Santiago para engañar a una amiga para que me acompañase a ver la representación. Mi amiga llegaba tarde, así que me entretuve caminando sin rumbo por los alrededores. Unos metros más abajo, de pronto, se abre una puerta. Reparo en que es la entrada para los empleados de la sala y los actores, y aparece Raúl Arévalo. Más alto de lo que imaginaba, con vaqueros desgastados, camiseta de algodón gris, pelo revuelto y un móvil colgado de la oreja. Tuve que enfocar dos veces –eso sí, con disimulo-, para confirmar que era él. Se quedó hablando justo enfrente de la puerta, junto a un árbol, girándose a veces hacia la dirección en la que yo caminaba despacio, sin dar crédito aún.

No podía dejar de mirarle de reojo, el corazón se me aceleró y empecé a pensar, a la velocidad de la luz, cómo podría abordarle.

Podría haber esperado a que acabase su llamada, y, con infinita prudencia, haberme acercado para decirle que su última película me salvó la tarde y que me encantaba su trabajo. Haberle deseado muchos ánimos para la función y haberme despedido asegurándole que no quería molestarle. Pero entonces, él podría haberse detenido, nada más acercarme, en mis pestañas de muñeca, como recién salida de la piscina, un detalle que le hubiera parecido encantador. O podría haberse fijado en la mota con forma de media luna que tengo en el iris del ojo izquierdo, casi rozando la pupila, y se hubiera sentido intrigado por aquella marca de hechicera.

Su vanidad podría haberse desbordado ante mis palabras y formas de sincera admiración, o él mismo podría haberse emocionado con una cara desconocida y apasionada, tras semanas o meses de, quizá, sentirse solo y perdido.

Podría haberme respondido que yo no era una molestia en absoluto, y que agradecía profundamente mis palabras, que no podía creer que su trabajo en una película hubiera podido provocar tanta felicidad en alguien, y mucho menos salvarle una tarde. Podría haber sentido que me conocía de antes, qué sé yo, de otra vida, o haber percibido una conexión especial. Chispas. Haberse dado cuenta de que ese momento no estaba destinado a amontonarse entre otros, para lo que debía garantizar su supervivencia.

Podría haberme dicho, mientras el tambor de mi corazón seguía reverberando por todo mi cuerpo, que le apetecía continuar hablando conmigo, y que si le esperaba tras la función para tomar algo juntos, si yo no tenía otros planes, claro. Yo le habría contestado que sí, por supuesto, deseando que no se fijara en mis mejillas encendidas como manzanas de caramelo, que le esperaría en esa misma puerta.

Me habría encantado la obra, y habiéndole explicado todo a mi amiga, hubiera retocado mi brillo de labios mientras le esperaba en el mismo sitio de antes. Temblando de emoción y con el corazón enloquecido. Él hubiera salido con su ropa cómoda de antes, habría sonreído tras mi felicitación, y me habría propuesto ir a un pequeño bar donde preparaban, me hubiera asegurado, las mejores croquetas de la ciudad.

Con el segundo vino, me hubiera relajado un poco, y empezaría a disfrutar de verdad de ese encuentro inesperado. Él me hubiera reservado la última croqueta y confirmaría su sospecha de que la media luna de mi ojo debía ser cicatriz de magia blanca.

O también podría haber pasado de otra forma. Rebobinemos.

Durante la llamada, él podría haberse fijado en el azul eléctrico de mi camisa y haber memorizado su curioso estampado de líneas negras. Podría haberme mirado a los ojos y haberse preguntado qué estaría pensando, si estaría triste o alegre o preocupada, y a quién estaría esperando. Podría haber disimulado su interés al cruzarse momentáneamente nuestras miradas, y haber sentido que el circuito hacía conexión. Clic. Se hubiera sentido aliviado al ver que llegaba mi amiga, que era a ella a quien esperaba y no a un chico que me besara al acercarse. Resignado, se hubiera metido de nuevo en el teatro para cambiarse en los camerinos mientras nosotras nos alejábamos hasta la entrada principal.

Me habría encantado la función, y, a la tercera vez de salir a saludar al público, me hubiera visto frente a él, en la tercera fila, gracias de nuevo al azul centelleante de mi camisa. Entonces me hubiera mirado a los ojos, y emocionado con mi arrebatado aplauso, me hubiera dicho, vocalizando despacio: “GRA-CIAS”. Y me habría sonreído.

Tras haberme despedido de mi amiga, esperando al metro mientras fantaseaba con ese gesto tan inaudito, él podría haber aparecido por el mismo andén, ya vestido con la ropa cómoda de antes, y yo no habría dejado escapar ese momento. Entonces me hubiera acercado, le hubiera felicitado por su trabajo y asegurado que esa obra me había salvado el día. Él se hubiera detenido en ese instante en mis pestañas de muñeca, como recién salida de la piscina, un detalle que le hubiera parecido encantador, o en la mota con forma de media luna que tengo en el iris del ojo izquierdo, y se hubiera sentido intrigado por esa marca de hechicera…

Podría haber sucedido así, pero desperté abruptamente de mis fantasías con el golpe de la puerta de los empleados y actores del teatro justo delante de mí. Raúl Arévalo había vuelto a la sala, supongo que para caracterizarse antes del comienzo de la obra. Yo seguí esperando a mi amiga, con mi sueño de cántaro de leche hecho pedazos, intentando adivinar cuál es la receta definitiva para que nos atrevamos más.

2 comentarios:

  1. Cloe!! ya sé que muchas veces te digo que me gustan tus textos, pero este ME HA ENCANTADO!!!

    Esta frase es absolutamente maravillosa:
    "Haberse dado cuenta de que ese momento no estaba destinado a amontonarse entre otros, para lo que debía garantizar su supervivencia"

    enhorabuena artista!!

    ah! y me ha dicho un pajarito que estás malita, recupérate y sigue tecleando que es una delicia!

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  2. Sí! coincido en que el texto es brillante y esa frase es una genialidad!
    supongo que la fórmula para atreverse más es que gane el quiero la guerra del puedo, que decía Sabina... perder el miedo al fracaso, ganar la seguridad de que puedes construir tu momento especial para que no se amontone con todos los otros...

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