martes, 31 de mayo de 2011

El día del profesor de Mecánica Celeste* (El dilema)

Volver a entrar en mi mundo de hacía diez años resultó más fácil de lo que imaginaba. Después de aceptar mi invitación y de que yo pagase el libro que él me había recomendado, Henmann cruzó la calle conmigo para entrar en un curioso local de decoración zarista, llamado 1917. Después de los tiempos de Matrioschka, estaba claro que el ambiente ruso seguía uniéndonos, aunque fuese por pura casualidad. El sitio estaba iluminado con luces bajas y filas de velas, y contaba  con una larga barra de color rojo acharolado. Las paredes estaban cubiertas por papel oscuro, de ampuloso estampado decimonónico. No era difícil imaginar a Anastasia jugando con sus muñecas sentada en algún rincón.

A pesar de la tentación del vodka para ese momento de alta tensión, pedí un capuchino, y esperé con regocijo a oír de nuevo cómo Henmann solicitaba su café solo. Esta parte del guión permanecía invariable. A pesar de eso, la extrañeza del encuentro se cortaba a nuestro alrededor. Me costaba dejar de mirarle mientras giraba con energía la cucharilla dentro de la taza, identificando otra vez los lugares comunes de un ritual que creía enterrado. Empezaba a perder el sentido de la realidad cuando inició la conversación.

Parecía lógico que me preguntase qué había sido de mí en los últimos años, y que yo sacudiese la rigidez inicial con una salpimentada historia de aventuras y desventuras propia de la veintena. Me aseguró que se había emocionado al descubrir mi primer libro publicado entre una pila de un mercadillo, y que lo compró inmediatamente, aunque nunca se atrevió con ninguna recomendación culinaria. Me hablaba como hechizado por un fantasma, con el destello magnético en los ojos del que quiere fotografiar cada instante antes de que sea demasiado tarde y todos terminemos convertidos en calabazas.

Aproveché para echar un rápido vistazo al mensaje de su camiseta: Big Bang is coming! Estallé en risas.

-¿Qué te pasa?

No pude más que señalar su pecho. Él comprendió y rió también.

-Curioso, ¿no? –me preguntó.
-Sí…

Nada más brotar la afirmación de mi boca, me arrepentí de haber dicho aquello. Acababa de reconocer que el mensaje parecía hecho a nuestra medida en aquel momento, y que yo también sentía la amenaza de una explosión a pesar de los años transcurridos desde nuestro primer Big Bang.

-En este tiempo me he acordado muchas veces de ti… De cómo resolvíamos las órbitas conociendo la posición de varias gominolas… ¿te acuerdas?
-Claro –asentí enseguida-. Dejábamos tu mesa peor de lo que ya estaba, si es que eso era posible…

Henmann no dejaba de mirarme con interés, y yo me zambullí en una piscina de recuerdos de azúcar bajo folios, borrones de tinta y ecuaciones esotéricas. Buceé en la imagen de él, excitado con mis triunfos sobre los problemas que solucionábamos juntos, preparando una taza de café tras otra que siempre quedaba sin terminar, sonriéndome al comprobar que asimilaba cada una de sus explicaciones… Recordé los viajes en el destartalado renault, con la música alemana de fondo y la sensación de estar enroscada en una agradable burbuja; las primeras conversaciones serias en el Matrioschka, la atractiva postura que adquiría encaramado a las sillas altas del local, sus ojos enmarcados por el oleoso vinilo de sus gafas… y el beso, claro.

Una extraña sensación logró hacerme despertar, salir abruptamente de la piscina.  Noté que algo dentro de mí se rasgaba, y parecía escindirse sin control. Rasssss. Apareció con tranquilidad y ligereza frente a mí y justo a la derecha de Henmann: era yo hace diez años, la Cloe del pasado, con el pelo más revuelto que nunca y los labios pintados de rosa brillante, como me gustaba entonces. Me prohibí mirarme a los pies, para que los zapatos de moda de esa época no me provocaran mareos.

La Cloe escindida escuchaba obnubilada cada una de las palabras de Henmann, y parecía seguir todos sus gestos en estado de alerta. Echaba un vistazo de vez en cuando al fondo de su taza, para comprobar si seguía con la costumbre de no terminar el café. En una de estas rápidas miradas nuestros ojos se cruzaron, los ojos de la Otra Cloe y los míos, me refiero, que también se empeñaban inconscientemente en seguir el curso del café del profesor, y sentí una punzada de decepción conmigo misma por estar repitiendo el camino otra vez.

-No parece que haya pasado tanto tiempo, ¿no? –comentó Henmann.
-Tus camisetas demuestran lo contrario, de hecho –le dije riéndome y, sin querer, me di cuenta de que había empleado un tono coqueto.

La Otra Cloe reía también, entusiasmada con mi ocurrencia, y aprovechando la ocasión para acercarse un centímetro más al profesor.

-Si nos hemos encontrado en el mismo punto del espacio en el mismo punto del tiempo, debería existir algún motivo. ¿Tú qué crees?

Me pareció una argumentación de chica adolescente, lo que me enterneció sin remedio. La dulzura de Henmann me situó de pronto al borde de un desfiladero por cuya pendiente empecé a ver arrastrarse mis pies. Luchaba por no caer de cabeza.

-No sé… Creo que no es un argumento muy científico, ¿no? Todo este mundo es una gran casualidad.
-Según la teoría con la que nos alineemos… ¿Qué diría la mecánica cuántica?  -Henmann no desistía.
-La física cuántica puede demostrar que mi brazo podría traspasar tu cuerpo para coger el azucarero que tienes detrás, y volver a traspasarlo una vez más hasta acercarlo a mi taza. –Le sonreí, intentando limar mi impostado escepticismo tras una diabólica mirada de la Otra Cloe.
-Vaya, eso estaría… bien…
-No creo que te gustase tener los pulmones encharcados de azúcar.
-No, me refería a que quizá sí me gustaría sentirte más… cerca.

No sé de dónde sacó el coraje el profesor tímido para decir esto. Algo se me congeló en el cerebro, se me fueron las fuerzas y percibí cómo la muralla que rodeaba mi reino se resquebrajaba, como si fuera una infantil fortaleza de playa. La Cloe del pasado se iluminó, y tomó impulso para cogerle de la mano. No dejaba de mirarle con los ojos como estrellas. Desde luego, ella lo llevaba mucho mejor que yo. Miré a Henmann fijamente también, por imitación, y aunque lo intenté, no me salieron las palabras. Así que él prosiguió.

-Perdona, quizá estoy siendo muy inoportuno… Siempre tuve la sensación de que la historia hubiera merecido otro recorrido, como si te debiera algo… -Hizo una pequeña pausa y me miró-. Entonces no era el momento, y lo único que sé es que ahora estamos aquí, que nos hemos encontrado en medio de una ciudad de millones de habitantes. Y que me alegro mucho de que esto haya pasado.

-Yo también me alegro… -me oí balbucir.

Los ojos se me fueron en ese instante a mi reflejo, que ya había rodeado el cuello de Henmann con sus brazos y se estaba atreviendo a darle pequeños besos por la cara. La Otra Cloe fijó su mirada en mí, se separó del profesor y se puso a mi lado. Me dio la mano y empezó a arrastrarme hacia él. Un centímetro tras otro. Flotaba por la misma órbita que ella y la dirección estaba definida por una clarísima atracción.

La órbita de Henmann terminó haciendo intersección con la nuestra. Ya más tranquila, sentía el agradable calor del interior de una burbuja, la emoción de un momento único, el baño de autoestima de saberme deseada. La Otra Cloe no soltaba mi mano, me acompañaba en ese camino de vuelta, viviéndolo como si fuera la primera vez… Y cuando tenía los labios de mi antiguo profesor a escasos milímetros de los míos, me paré en seco. La pompa de jabón me estalló en la cara. Esta no era la primera vez, el momento no era único. Ya había pasado. Miré a la Otra Cloe, que me escudriñaba, estupefacta, con una cara de qué-diablos-haces.

Me di cuenta de que esa no era yo, que yo era distinta, había evolucionado en estos últimos años, y ni siquiera quería las mismas cosas que antes. No estaba obligada a vivir un sueño de hace diez años sólo porque ahora tenía la oportunidad. Detuve la cara de Henmann sujetándola entre mis manos, y por primera vez, le miré con mis propios ojos, con los de la Cloe del presente. Y lo vi con claridad: Henmann era un recuerdo precioso, pero no podía formar parte de mi realidad. Sólo era vapor de agua. Ya no tenía sentido.

Le sonreí y le besé en la mejilla.

-Es mejor así…

Henmann me devolvió la sonrisa, entre abatida y resignada, y asintió. Nadie como un físico para entender el tiempo y su complicada naturaleza. La Otra Cloe soltó mi mano, enfurecida.


Así que ahí le dejé, con su taza de café a medio terminar. Cuando salí por la puerta del 1917, me parecía que acababa de saltar de un bucle del tiempo más alejado que la Rusia de los zares. Respiré profundamente, borracha de una extraña felicidad. Me sentía como nueva.

Antes de irme de allí, giré una última vez la cabeza para mirar por la ventana del local. Henmann se había quedado bien acompañado. Junto a él, la Otra Cloe, en una graciosa postura, se apoyaba sobre su muslo mientras descansaba la cabeza en su hombro. Entrelazaba sus dedos con los de él, y sonreía, feliz. Ahí era donde quería quedarse. Yo me alegré por ella, claro, y continué calle arriba sin mirar atrás.

* Ver El día del profesor de Mecánica Celeste (El encuentro) y (La nostalgia)

2 comentarios:

  1. ooooooooooooooooh
    una maravilla en tres actos cloe!
    una vez más, me ha encantado!

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  2. pero cómo???? cómo que no estabas obligada a vivir un sueño de hace diez años? el sueño está en el presente!! no entiendo por qué le dejas escapar...

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