jueves, 5 de mayo de 2011

El día del primer amor sobre el hielo

Lo que más recuerdo de mi breve e infantil vida en Dinamarca son las navidades. Las navidades de allí huelen a canela y ponche caliente, a galletas caseras y salsa de cereza, a cerveza dulce y a hielo. Mucho hielo y nieve. Las calles se visten de diminutas luces doradas y de adornos de elegante diseño escandinavo. Los mercadillos de artesanía local y las pistas de patinaje sobre hielo al aire libre forman parte también de los clásicos de las navidades danesas. Aunque para mí, el recinto de patinaje no es solo un cliché de estampa nórdica. Tiene que ver con el primer amor.
                                                                                                               
Tenía seis o siete años, y ya era capaz de danzar sobre unos patines que prácticamente pesaban más que yo. Era una de esas tardes nocturnas, de noche cerrada sin haber dado siquiera las cinco. La pista de patinaje tenía forma ovalada, estaba en medio de un parque rodeada de árboles de los que colgaban preciosas bombillas como hadas. Y ahí estábamos toda una panda de niños con los mofletes colorados y embutidos con las obligadas B2G –Bufanda, Guantes y Gorro-, deslizándonos de un extremo a otro del hielo, ante la paciencia infinita de los padres, más soportable gracias al pensamiento de una seguida taza de chocolate caliente.

Me recuerdo ahí, cogiendo la mano de mi hermano pequeño, intentando prevenir sus arrebatos kamikazes sobre la pista. En una de esas veces imposibles de prever –y menos por una niña que también estaba disfrutando de lo lindo-, mi hermano se lanzó a protagonizar una pirueta mortal de las que salen en los campeonatos de la tele, y terminó aterrizando sobre otro niño mayor que él. Cuando me quise dar cuenta, el niño estaba zurrando a mi hermano, en un apasionamiento poco escandinavo. Recuerdo cómo me hirvió la sangre mientras corría hacia ellos. Empujé al chico y le hice saber, supongo que en mi rudimentario danés interrruptus, que ése era mi hermano y nadie le zurraba más que yo. ¡Hombre ya! El niño debió sentir terror por el contraste entre mi ira y la candidez de mis orejeras rosas de hipopótamo, se dio la vuelta, y patinó lo más rápido que pudo hasta desaparecer de la pista. Llevaba un pequeño reno de peluche prendido de los cordones de uno de sus patines.

Al día siguiente volvimos, claro, y de nuevo nos encontramos frente a frente. El niño, que se llamaba Kasper y tenía unos ojos gris claro como el hielo, bajó la mirada y me esquivó. Durante el resto de la tarde, nos mantuvimos alejados el uno del otro sin dejar de observarnos constantemente, cada vez con más curiosidad. Íbamos patinando en círculos concéntricos, cada vez con menos distancia, hasta que el encuentro fue inevitable.

Los quince días siguientes que duraron esas vacaciones, Kasper y yo aprendimos juntos a dar piruetas sin caernos y hasta me enseñó algunas palabras que mi padre nunca hubiera pronunciado delante de mí en su idioma. Soñaba con que yo le rescataba de las fauces de un dragón volando sobre un unicornio alado, y con que éramos temerarios aventureros en busca del triángulo de las Bermudas.

El último día llegó, y con él, el momento de despedirme de Kasper. Bajo el cielo estrellado, sobre el liso hielo que aguantaba las hojas de nuestros patines, le dije a Kasper que volvía a España al día siguiente. Sus labios color fresa se torcieron un poco, pero un destello iluminó sus ojos fríos y se arrodilló para desengancharse el reno de peluche del patín. Cuando me lo tendió sobre la manopla, empezaron a nevar copos de nieve con forma de estrellas perfectas y los dos sonreímos. Le di un beso en la mejilla, él balbució una frase que nunca pude entender, y se alejó deslizándose. No dejé de mirarle, pensando: “Si se da la vuelta, nos volveremos a ver”. Antes de llegar al otro extremo de la pista, donde esperaba su madre con los zapatos para cambiarse, Kasper se giró y movió la mano diciéndome adiós. Su sonrisa, en cambio, sólo decía “hasta otra”. Apreté el pequeño reno llena de felicidad.

Como es previsible, nunca volví a ver a Kasper. Y nunca supe qué me dijo antes de marcharse. Pero no he sido capaz de olvidar esta historia en años. Ayer pensé que era hora de volver al hielo, y como pagar un billete de avión resulta mucho más complicado en mis circunstancias que comprar un entrada para una pista de patinaje cubierta de las de aquí, me decidí por lo segundo para proveerme un día más de emociones. Apenas quedaba un mes  para que cerrasen las pistas de cara al verano.

Conseguí no caerme en toda la tarde, a pesar de que los ojos se me iban como magnetizados hacia cualquier chico rubio y de más o menos mi edad que aparecía por allí. Uno de ellos era bastante guapo, pero en cuanto pude observarle desde más cerca, me di cuenta de que sus ojos eran castaños. ¡Cómo de ridículo puede ser buscar a un chico tras veinte años sin verle en una pista de patinaje a varios miles de kilómetros! Así soy yo.

Continué sumergida un rato más en esas olas de nostalgia ya desde un café acristalado con vistas al recinto de hielo, y no pude evitar seguir buscando al pequeño Kasper entre los patinadores, con una media sonrisa, mientras acariciaba al viejo y despeluchado reno que sigue colgando de mi llavero.

3 comentarios:

  1. las pistas de hielo siempre han sido el escenario de las historias de amor más inolvidables, como en Serendipity o más recientemente en "No Controles" jejeje
    algún día te encontrarás de nuevo con Kasper, y seguramente sus ojos grises perderán un poco de luz al verte feliz colgada del brazo de Raúl Arévalo... xD

    un beso Cloe!

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  2. preciosa historia en medio del hielo, los patines y los ojos de color gris.
    Animo Cloe , Kasper puede estar mas cerca de lo que tu piensas. Besos

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  3. me encantan las historias de primeros amores!!
    pero ¿¿“Si se da la vuelta, nos volveremos a ver”?? esa niña de seis años había visto ya demasiadas películas!!!!

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