domingo, 17 de julio de 2011

El día de los agujeros de queso

El calor aprieta y todo en mi cuerpo parece ralentizarse y hacerse pesado. Caminar más de veinte minutos seguidos se convierte en un incordio, al igual que dormir e incluso llevar una dieta normal. La cocina se me resiste, lo que también supone un problema para desarrollar el trabajo necesario para terminar el libro. La sola visión de las ollas y sartenes me produce abatimiento, porque esa imagen me conduce a otra más temida: el fuego. Calor, vapores de cocción, temperatura de frituras… AGGGGGG. Pero ayer se me ocurrió  insertar un pequeño y refrescante paréntesis entre las recetas más elaboradas. Algo veraniego, un clásico gastronómico, algo de lo que estaría dispuesta a alimentarme a lo largo de todo el verano: la tabla de quesos perfecta.

La referencia me la puso en bandeja la adorable Meg Ryan al volver a revisar French Kiss (Lawrence Kasdan, 1995). En una de las escenas que mejor recuerdo de la película, su personaje desayuna en un tren una infinita tabla de quesos franceses hasta el punto de ponerse mala por tamaño festín. Dándole una vuelta más –guiada por mi vaguería veraniega y mi rechazo a configurar recetas que impliquen altas temperaturas-, pensé que no estaría mal incluir esta película como excusa para elaborar una tabla de quesos perfecta en la que no faltasen representantes lácteos italianos, españoles y franceses.

Tras un tiempo de reflexión sobre las mejores variedades y la combinación más idónea, me di cuenta que casi había olvidado incluir en la lista un queso holandés. ¡Sacrilegio! No se trata de un tema de calidades, ni de hacer honor a la tradición quesera del país de los tulipanes, sino de algo más ligero y, aún así, más importante que todo aquello. En realidad, era un asunto de aire. De agujeros.

De pequeña, mi madre me regaló un cuento sobre un hombre que coleccionaba agujeros de queso. Iba de tienda en tienda, pidiendo que le cortasen los pedazos de queso con mayores agujeros, que posteriormente atesoraba en una caja de cartón. La verdad es que no lo entendí mucho hasta años después, cuando un trozo de maasdam me demostró que, efectivamente, el agujero era lo más delicioso de la pieza. Cuanto más grande, mejor.

No me gusta que me tomen por chiflada cuando comento esto; la gente que se ríe, sin duda, no ha tenido nunca el placer de degustar un buen agujero de queso. Dentro de esa burbuja de aire cabe lo que quiera nuestra imaginación, y combina con el resto del alimento con la armonía del piano mejor afinado. El agujero de queso cerca un espacio comodín donde todo cabe, donde nacen las grandes ideas, el placer de la compañía, el momento en el que eres consciente de que te estás regalando un delicioso capricho… Todo vale dentro de un agujero de queso, porque está hecho de la materia de nuestra propia imaginación. ¿Cómo no iba a incluir agujeros de queso en la tabla perfecta para mi libro?

Esa misma noche, para reforzar estos pensamientos sobre los agujeros de queso, me preparé un plato con gruesos trozos de queso holandés, de burbujeante superficie, que acompañé con una cerveza helada. Lo disfruté poco a poco, dejando que la maravillosa sensación fuese conquistando mi cuerpo. Las perfectas circunferencias huecas que dibujaba el maasdam giraban sobre mi lengua enfatizando su delicioso sabor. Sentí pena por aquel coleccionista de agujeros de queso que se limitaba a atesorarlos en una caja, sin saber nunca disfrutar de ellos. Pero no era culpa suya: el escritor de ese cuento nunca había probado un agujero de queso. Los había idolatrado en exceso.

2 comentarios:

  1. me gusta tanto... tanto...! que quiero hacerle un homenaje al agujero de queso!! jajajaja te mando un mail!!
    muuuuuuuuuacks!

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  2. qué ganas de probar un agujero de queso por favor!! nunca me lo había planteado, pero ahora me sabrá mucho mejor!!

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