lunes, 1 de agosto de 2011

El día del Ocho (2ª parte)

Una hora antes yo también estaba ahí abajo, como una más, viendo tiendas y probándome bañadores, cuestionándome cosas mundanas como lo oportuno de entrar en mi librería favorita con la tarjeta rozando los números rojos. Hago esfuerzos por recordar, pero no consigo registrar el momento en el que todo empezó a torcerse, el momento en que las nubes comenzaron a engullir los rayos de sol y el cielo se cargó de electricidad.

Solo fui consciente de que andaba entre el gentío, y de que, en un punto, el río de gente se hizo más denso. Pero estaba en el centro, ¿qué podría haber de particular en ello? No fue hasta poco después cuando una pequeña centella acaparó el interés de mi ojo de urraca. Un brillo fabuloso que no veía por primera vez. Procedía de otro ojo, no de uno cualquiera, sino del de alguien a quien podría reconocer sin la mínima duda, a pesar de haberle visto una sola vez. Meses después, Asier, el misterioso chico de la Casa del Terror*, volvía a aparecer en mi vida a unos pocos metros de distancia.

Un súbito aleteo floreció en mi estómago mientras pensaba que así era como tenía que pasar. Me fui adelantando entre los brazos, hombros y torsos que hacían de barrera humana. Ya casi estaba a un metro de él, casi podía tocarle… Estiré el brazo para tomar el suyo y evitar que se me escapara, pero un milímetro antes de llegar a rozar su piel sentí un brusco tirón que me arrancó del sitio.

Mareada, me recuerdo de pronto en el suelo, tratando de incorporarme lentamente para que mi cabeza no reventase. No entendía nada, ¿me había tropezado? La respuesta me llegó en forma de intenso dolor en el brazo: alguien había tirado fuertemente de mí. Alcé la cabeza despacio y vi al hombre justo enfrente. El miedo y la esperanza se mezclaban en sus ojos, a la manera de los locos. Tenía pinta de mendigo, con ropas andrajosas y sucias, y un sombrero que parecía conocer todos los campos de batalla, pero entonces reparé en que sujetaba un cubo de agua y un instrumento para limpiar cristales en una mano. La otra, remangada y libre, era la responsable de que yo estuviera así, como recién aparecida en otra dimensión.

-Ha salido… –dijo el limpiacristales como si acabase de ver un elefante rosa- ¡La he sacado!
-¿Qué? –mi cabeza luchaba por que los edificios dejasen de girar.

Miré a mi alrededor. Seguía estando allí, en la misma calle del centro, entre tiendas de moda y artesanos que arreglaban muñecas rotas, pero algo había cambiado. La densidad había desaparecido, el aire fluía y me costaba menos respirar. ¿Qué demonios estaba pasando?

El limpiacristales seguía mirándome fijamente, y entendí que ese hombre debía de tener la respuesta.

-¿Qué está pasando?
-No podrá verlo desde aquí. Si quiere, se lo enseño. Pronto lo entenderá.

Volví la vista atrás, en busca de Asier, sin éxito. La multitud parecía desenfocada. ¿O eran mis ojos los que veían todo borroso?

-No me creerá hasta que lo vea.

La voz del limpiacristales me arrancó de mi turbia contemplación. Estaba más cerca de mí y, suavemente, estiró la mano y tiró del borde de mi camiseta. Su rostro no me pareció el de un loco peligroso, sino el de un hombre normal que abrazó la locura harto de decir verdades y no ser creído por nadie, porque a veces la gente se siente más cómoda enganchada a las mentiras. Ese tipo de enajenación me enterneció y decidí seguirle.

Entramos en un portal aledaño de uno de estos edificios neoclásicos, viejos y majestuosos. Dentro hacía frío y estaba oscuro. Tomamos el ascensor, subimos las veinte plantas y continuamos por unas escaleras de servicio que daban a una espartana y oxidada puerta de chapa verde. El limpiacristales la abrió, pasó primero y me hizo un gesto para que le siguiera en el que parecía el último peldaño de nuestro largo ascenso.

Un viento salvaje me dio la fría bienvenida a una enorme terraza rasa y descuidada, que me hizo recordar el hitchcockiano beso de Eduardo Noriega y Penélope Cruz sobre una conocida torre de oficinas en Abre los ojos. Mi insospechado anfitrión me esperaba apoyado en el balcón, mirando hacia abajo. Olvidé mi vértigo y me acerqué hasta allí.

(Continuará)

* Ver El día que cumplí la profecía

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