lunes, 13 de junio de 2011

El día en que Hacienda se convirtió en el Gordo de Navidad

No puedo evitarlo. Conforme se va a cercando el día, mi estómago empieza a comportarse de manera extraña, y tiende a aceptar solamente chocolatinas Crunch y magdalenas de arándanos. Nervios. Como si fuese una estafadora nata, una evasora de impuestos o alguien menos experto que ha intentado colar algún ingreso de menos en el borrador, vivo el día que me toca hacer la declaración de la renta con auténtica ansiedad. Creo que, como a mí, le pasa a un gran porcentaje de ciudadanos.

No cabía duda. Miré a mi alrededor, sentada como estaba en una hilera de asientos corridos, con mis escasos papeles en las manos, bien organizados y dispuestos desde hacía dos días, con todas las cuentas –dos sencillas multiplicaciones, ejem- desplegadas en enormes números escritos a boli, para no perderme. Pues bien, todos los que se encontraban en aquella oficina estatal parecían haber desayunado realmente mal esa mañana, como si se les hubiese cortado la leche de los cereales. Estaban lívidos, y agarraban carpetas de plástico transparente atiborradas de papeles –algunas más, otras menos-. De vez en cuando se restregaban los dedos con la tela del pantalón, para limpiarse el sudor de la piel.  El hombre sentado a mi derecha, de unos cincuenta años, repetía ese gesto una y otra vez. Su semblante denotaba preocupación. ¿Sería uno de esos altos ejecutivos listillos con cuentas secretas en las islas Caimán? Deseché la idea al instante por poco realista: uno de esos ejecutivos nunca se preocuparía por cosas tan banales y proletarias como hacer la declaración de la renta. ¿Para qué?

A mi izquierda, una mujer de cara cansada, probablemente madre pluriempleada, miraba sus pies. Llevaba unas sandalias de piel granate, con las uñas pintadas a conjunto. Alguna pequeña pincelada de esmalte le había sobrepasado los límites de la uña. Quizá tratase de distraerse observando cada uno de los errores cometidos con el pincel, y se estuviese comprometiendo mentalmente a retirar el color sobrante una vez llegase a casa. Una vez acabase el trago de la renta y supiese si podría irse de vacaciones o no. Vale, no, ese era más bien mi runrún cerebral, lo reconozco. ¿Y cómo no iba a estar preocupada tras la experiencia del año anterior, cuando la publicación del libro más alguna que otra prestación social habían significado el pago de una buena suma a las arcas del Estado? Brrrr.

Eché una rápida mirada hacia los bancos de atrás. La imagen se repetía en cada una de las caras. Todos color flexo, mirándose las manos, o las carpetas llenas de papeles, o los pies… Parecía que estábamos todos en un gran ascensor rumbo a la más angustiosa de las plantas.

En ese momento reparé en un funcionario que acababa de entrar y que estaba organizando la llegada de la gente, la hora de las citas, y que empezó a distribuir a los contribuyentes, según su turno, en las mesas donde serían atendidos por otros funcionarios. El hombre, de unos cuarenta años, nombraba con los dos apellidos a la gente que se encontraba esperando en la sala para avisarles de que llegaba su turno. Pero lo gracioso es que lo hacía del modo más vehemente, como si le fuese la vida en ello, como si la seriedad que pusiese en esa pequeña labor organizativa fuese la plataforma sobre la que descansase el erario público en toda su grandeza. El hombre, vestido de la manera más clásica –quizá habría elegido esa mañana cuidadosamente su camisa menos llamativa para la ocasión-, tenía una lista en la mano llena de nombres y de horas que sujetaba como si se tratase del santo grial. Cada pocos minutos, pronunciaba un nuevo nombre con sus dos apellidos, y la persona que respondiese a los mismos se levantaba despacio, y aceptaba su destino igual que los animales de granja aceptan su camino al matadero.

De pronto, ya entusiasmada con la idea del matadero, me imaginé al funcionario con una larga capa negra encapuchada y una guadaña, como en El séptimo sello. La imagen era tan poderosa que se me escapó la risa. El funcionario me miró con mala cara, y yo solo veía ya a un tío vestido de Muerte con una lista en una mano y una guadaña en la otra. Noté un golpe en el estómago y la risa me explotó en la boca como un estruendo. A borbotones, en río salvaje, a grandes olas que al estallar recuperaban fuerza desde mi respiración para volver a romper en mi boca de nuevo. No podía parar.

La gente a mi alrededor en la sala de espera me miraba atónita. Yo también les miré a ellos, entre las lágrimas que me salían sin remedio de los ojos: blancos como el papel, agarrados a sus brillantes carpetas donde resbalaba el sudor de sus manos, con las mayores caras de susto que se puedan ver –ni en un pasaje del terror-. De pronto, todo era más cómico aún. ¡Sólo se trataba de unos cuantos papeles que había que presentar a una institución pública! ¡Y nadie allí teníamos pinta de delincuentes profesionales!

Reía más y más cada vez, no podía detenerme, ni siquiera con las palabras de reprimenda del funcionario Guadaña, que me pedía una y otra vez que no armase tanto escándalo, que había gente trabajando. Pero eso ya era imparable, sólo me faltaba elevarme hacia el techo, como los protagonistas de Mary Poppins al ser asaltados durante la merienda por un ataque de risa.

Entonces noté eco en mis caracajadas, cada vez más potente, y me di cuenta de que mi estado de euforia estaba contagiándose a mis vecinos de banco, que empezaban a soltar los tornillos de sus mandíbulas también. En unos minutos, dejamos de oír los enfurecidos gritos del funcionario Guadaña, porque las risas de todos los presentes acolchaban por completo la planta.

Ningún virus se contagia tan rápido y con efectos tan inmediatos como la risa. Cuando las personas atendidas ya en las mesas, a mitad de sus respectivas declaraciones, se retorcían igualmente el estómago de alegría, el virus más veces prescrito saltó sin remedio a los funcionarios que tecleaban las cifras, casillas y cruces en las plantillas de renta. La gente se levantaba y salía por la puerta con sonoros gorjeos o redondas carcajadas, más felices que nunca porque todas las declaraciones empezaron a tener resultado favorable para el contribuyente. Los funcionarios iban animándose en función exponencial, sintiendo en sus propias carnes la emoción de los loteros que reparten el Gordo de Navidad, porque, por primera vez, en esa oficina de Hacienda se estaba repartiendo felicidad. Y eso es un sentimiento que engancha, por supuesto.

Cuando una mesa quedó libre y la funcionaria correspondiente me hizo un gesto entre risa y risa para que me acercara, lo único que faltaba en la planta eran los grandes bombos llenos de bolas. Había incluso contribuyentes que, tras la alegría de la renta, volvían a la planta descorchando botellas de champán para compartir con todos los ahí presentes, y bandejas de sándwiches de Rodilla que amenizaban la espera a los que aún se sentaban en los bancos. Bueno, aunque pocos estaban ya sentados, para ser honestos. Muchos esperaban desde el suelo, agarrándose la tripa con los brazos, rojos de tanto reír.

Mi declaración, por cierto, que me hizo una señora de gafas maravillosa con la risa más sensacional que he escuchado nunca, salió negativa, como era de esperar. En breve me sería ingresada una sustanciosa cuantía en mi cuenta bancaria. Brindamos con una copa de champán rosado de la Viuda Clicquot para celebrarlo y me despedí entre aplausos y deliciosas ondas sonoras.

Ya en la calle empecé a serenarme un poco. Saqué el teléfono para marcar enseguida el número de Mikel. Al descolgar él, mi “hola” salió en forma de carcajada.

-¿Te pasa algo?
-Sí, ¡tengo la mejor de las noticias! ¡Este año nos vamos de vacaciones!

2 comentarios:

  1. Definitivamente, el año que viene te vienes conmigo a hacer la declaración!!!!

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  2. & Donde se encuentra la oficina de hacienda que ha vivido tan maravilloss experiencia?. Espero encontrarte el próximo año... Y... Felices vacaciones...

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