jueves, 9 de junio de 2011

El día del circo fantasma (2ª parte)

Parece que están concentrados en lo suyo, pero en realidad, los hombres y mujeres del circo son capaces de oler a distancia la entrada de un desconocido fuera del horario de espectáculo. Zampo, el mono, seguía bien sujeto a mi muñeca mientras yo miraba maravillada de un lado a otro hasta que un grito atronador me sacó de la ensoñación. “¡¡¿Qué hace ésta aquí?!!”. Un señor de bigote bajito y vestido con un bañador antiguo que marcaba su extensa masa corporal se acercó a Zoraida haciendo temblar el suelo.

-¡Tranquilo, Willy, me está ayudando con Zampo! Se negaba a soltarla y…
-¿Cómo quieres que esté tranquilo? ¡Tengo hambre! ¡Seguimos sin cena después de dos funciones seguidas! ¿Y me pides tranquilidad?
-¿Qué pasa con Alfred?
-¡Ese maldito cocinero está otra vez con cagalera! ¡Se niega a acercarse a la cocina! ¡Y todo el mundo se escaquea de hacerse cargo, nadie sabe freír un huevo!
-Tú el primero.
-Te juro que voy a…

-Perdón… -logré envalentonarme para meterme en la conversación.
-¡¡¡¿Y ahora qué?!!! –el hombre de bigote volvió la cara hacia mí lleno de furia. Estaba rojo como un tomate.
-Si tienen algún problema en la cocina, creo que podría ayudarles a resolverlo…
-¿Eres cocinera? –me preguntó Zoraida con interés.
-No exactamente, pero digamos que paso la mitad de mi tiempo escribiendo recetas de cocina y la otra mitad probando a ver si funcionan. Podría arreglarles su cena sin muchos problemas. -expliqué con calma.
-Ya. ¿Y qué nos pedirás a cambio? –soltó el forzudo con sorna.
-Pues sencillamente quedarme a cenar aquí con ustedes.

El hombre me escudriñó con una escéptica mirada. Zoraida estaba a punto de decir algo cuando la hizo callar el rugido de las tripas del tal Willy. Espeluznante.

-Está bien. –refunfuñó-. Enséñale la cocina.

Zoraida me hizo un gesto para que la siguiera. Tiré de Zampo y nos pusimos en marcha. Me llevó hasta un pequeño recinto lleno de cajas y arcones de frío, con un sistema de cocina por gas.

-Ahí tienes los productos frescos, y en esas otras cajas, las conservas. Aceite, harina… Todo está ahí, sólo tienes que buscar bien. Calcula para unos cincuenta. Ahora te mando a alguien para que te ayude. Ah, y cuida de Zampo.
-Vale.

Me quedé allí plantada, con el mono aún sujeto a mi pulsera y preguntándome quién me llamaba a meterme siempre en todos los tinglados. Visto desde fuera, la estampa tenía su gracia. Pero claro, tenía a un chimpancé colgando de mi brazo y el nada leve encargo de preparar cena para cincuenta hombres y mujeres hambrientos. Glups.

Primer problema: con Zampo como extensión de mi muñeca no iba a poder cocinar. Sólo se me ocurrió una cosa, me quité la pulsera entre sus desesperados chillidos y se la puse a él en su propia mano, o pata, mejor dicho. Se calmó, encantado de estar en posesión de la joya, y se quedó ahí mirándome. Ya sin el simio colgando, empecé a pensar con pragmatismo. Estaba claro, había que preparar una buena paella, con pollo y verduras, que llenase bien los estómagos.

Pues a ello me puse hasta que, a los pocos minutos, llegaron mis refuerzos, por llamarlos de alguna manera. Se presentaron como Mike y Tika, una pareja de enanitos. Eran personas realmente diminutas, aunque los rasgos de su cara delataban una edad adulta. Tika llevaba su pelo rubio recogido en un moño aristocrático, muy elegante, y su pequeño cuerpo ceñido en el interior de un maillot rosa con tutú. Reía por cualquier cosa, en un gorjeo contagioso, como si le estuvieran haciendo cosquillas. Mike se mostró mas serio, y se le veía cabreado por haber sido mandado a la cocina. Enseguida comenzaron a cortar las verduras y a medir el arroz, mientras yo encontraba una sartén adecuada para preparar el sofrito.

Al final, formamos un equipo perfecto: Zampo, a mi lado, me iba pasando las cucharas y probaba de cuando en cuando el arroz, y Mike y Tika animaron la cocción con increíbles aventuras de sus años circenses. Esa paella estaba destinada a tener un sabor especial, ¡estaba llena de fantasía!

Cuando estábamos sirviendo los cincuenta platos de paella, llegó el cocinero enfermo, con la cara del color del papel, y me miró sin entender nada. Le expliqué que había sido su sustituta por esa noche, y que le convenía tomar un poco de arroz cocido sin nada, que ya le habíamos preparado en un pequeño cazo aparte. Alfred, con un marcado acento italiano, me dio las gracias y salió disparado al baño. Pobre hombre.

Mike y Tika me guiaron llevando los últimos platos hasta otra parte de la carpa donde había hileras de mesas cubiertas con manteles de papel. Toda la ciudad del circo estaba ya en la mesa, esperando impacientes, con las botellas de los alcoholes de mayor graduación ya empezadas. Me senté entre los enanitos y el fakir, y justo enfrente de Willy, el señor forzudo, y una preciosa y estilizada mujer con brillantina por todo el rostro. En ese momento, me entró la vergüenza. Seguía siendo la intrusa en ese curioso mundo, y todos podían olerlo. Pero entonces, Willy tragó el primer tenedor rebosante de pollo y arroz y me miró con un gesto afable y desconocido. Sonriendo de oreja a oreja. “¡Delicioso!”, sentenció. Y los demás le imitaron. De pronto, y a pesar de seguir siendo la nota discordante de la mesa, todo fueron sonrisas, felicitaciones y agradecimientos en idiomas varios. “¡Nos has salvado!” “¿Se puede repetir?” “Can´t get enough of this!” “E 'meglio di riso di mia mamma!”…

Primero enrojecí, y luego me relajé y empecé a disfrutar de esa increíble cena. Y la cosa no quedó ahí, porque, para demostrarme su agradecimiento, los artistas me hicieron una pequeña función particular enseñándome algunas de sus habilidades. Ahí tampoco faltó el arte de Zampo, claro, que resultó ser un virtuoso malabarista. Forzudos, acróbatas, y unas trapecistas que danzaban en lo más alto de la carpa como pájaros desfilaron ante mí durante la sobremesa. Maya, la bellísima mujer sentada frente a mí, terminó relatándome su historia de cómo se convirtió en funambulista, y me regaló un ligero colgante formado por pequeñas lentejuelas transparentes. Parecían lágrimas de hada.

Llegó el momento de la despedida. Los artistas, en su mayoría, ya borrachos, se iban a dormir. Zampo renunció a devolverme la pulsera, así que asumí que mi recuerdo quedaría prendido de su muñeca, o pata, mejor dicho. Willy me acompañó hasta la salida, y de su amabilidad infinita aprendí que nunca se puede juzgar a un hombre hambriento. Yo también le di las gracias por esa cena única y les deseé buena suerte en su próximo destino.

Me costó encontrar la salida del parque, resultaba complicado ya que habían apagado las farolas. Era realmente tarde. O pronto, según se mire. Una linterna me sorprendió. Detrás del haz de luz, un guardia de seguridad.

-¿Qué está haciendo aquí?
-¿Yo? Estaba intentando salir de este parque, no encuentro la entrada con tanta oscuridad…
-El parque está cerrado desde hace horas, no puede estar aquí.
-¿De verdad? Lo siento, estuve en la carpa del circo, y acabo de salir…
-¿De qué habla? ¿Qué carpa de circo? –el vigilante me miró de una manera extraña, como si le hubiera dicho que acababa de ver un hipopótamo surcando el cielo.
-Pues del circo, del que está estos días aquí… Ahí, en el pinar…
-Mire, no sé de lo que habla, aquí no ha venido ningún circo. Pero tiene que irse; sígame, yo le mostraré la salida. Y le recomiendo que se tome una aspirina al llegar a casa…

Sin entender ni una palabra, seguí al guardia en silencio hasta que vi la entrada. Tomé un taxi y llegué a casa en unos minutos sin comprender nada de lo que había pasado. Me llevé la mano al cuello. No había duda. La gargantilla de lentejuelas de Maya seguía ahí.

2 comentarios:

  1. Una gargantilla de lágrimas de hada es un valioso y poco frecuente tesoro! qué suerte Cloe!

    ResponderEliminar
  2. Vaya cena tan especial , con gente tan especial. Pobre guardia que no supo mirar con el corazón la fantasia que se alojaba en el parque... Guarda bien tu tesorom las lagrimas de hada te protegerán...

    ResponderEliminar