miércoles, 3 de agosto de 2011

El día del Ocho (3ª parte)

-¿Qué está pasando? –pregunto al limpiacristales.
-Se lo advertí, señorita. Ya ve que no le mentía. Nadie parece salir de ahí, de ese ocho.

Una lengua de hombres y mujeres camina sin cesar y gira sobre sí misma una y otra vez formando un bucle eterno, un monstruoso ocho del que nadie parece ser consciente. Se me eriza el vello de los brazos ante esa imagen de pesadilla. El limpiacristales titubea antes de atreverse a hablar de nuevo.

-¿Ha visto el ocho? –me pregunta.

Asiento con la cabeza y él imita mi gesto con preocupación.

-Nadie parece salir de allí –me recuerda-, salvo usted.
-Gracias a ti.

Miro al limpiacristales, que agacha la cabeza. Casi le adivino un ligero rubor en las mejillas.

Vuelvo a mirar abajo. Efectivamente, nadie parece salir de ahí, ni tampoco darse cuenta de que recorren un mismo bucle infinito, siguiendo un rastro invisible en el suelo que dibuja un gigantesco ocho sólo perceptible desde aquí, veinte plantas por encima. Pero un detalle más termina por convertir mi visión en espeluznante, y a mí en protagonista de la pesadilla. Le descubro entre la multitud zambullida en el ocho. Mi vista parece haber adquirido habilidades sobrenaturales, y me permite divisarle a la perfección. El destello es tan intenso, su luz tan extraordinaria que es capaz de llegar hasta a mí. Del ojo de Asier refulge el brillo de diamante que un día fue piedra y entre los dos convertimos en lágrima*.

No le había vuelto a ver desde que nos encontramos por primera vez en la Casa del Terror. Entonces, él tenía un camino ante sí por andar, un camino que yo entendí debía transitar sin ayuda de nadie. Pero ahora, en su lugar, estaba atrapado en un sendero condenado a la repetición, al pasado, a la nostalgia. No podría seguir hacia delante.

Los ojos me escuecen porque el llanto lucha por brotar. Mi primera lágrima, sin embargo, queda ahogada por un convulso movimiento desde la base de mi estómago. Algo se mueve deprisa, aleteando enérgicamente y haciéndome cosquillas hasta el punto de que toso con fuerza. Una vez. Dos.

Queda enganchado a mi garganta, y a la tercera tos, logra salir al calor de mi mano. Una pequeña mariposa color limón busca el equilibrio y comprueba que puede seguir batiendo sus alas ante mi mirada estupefacta. No todos los días le salen a una mariposas del estómago. El delicado bichito abandona mi mano y se eleva sobre mi nariz, hasta mirarme fijamente a los ojos. Parece saber algo que yo desconozco. Restriega sus finas patitas contra mi piel, y de algún modo que no puedo explicar, entiendo que me está pidiendo que confíe en ella. La beso con suavidad y contemplo un nuevo aleteo que describe un vuelo firme hacia abajo, más en concreto, hacia el ocho.

Si no hubiera sido por mi recién estrenada visión de águila, no hubiera podido ver cómo la mariposa se adentraba en el bucle humano, ni cómo localizaba a Asier sin dudar. Me hubiera perdido cómo se le acercaba al oído haciéndole cosquillas y sacándole de su raro estado de hipnosis. Veinte pisos por debajo de mí, no habría soñado con ser testigo del despertar de Asier, de su repentino interés por el insecto alado color limón, de cómo este le esperaba y le conducía poco a poco entre el río de gente, en el sentido contrario del bucle. De cómo le ayudaba a abrirse paso hasta salir de él.

Con mi visión de superheroína pude contemplar cómo el pecho de él se hinchaba y cómo percibía de pronto que respiraba mejor, sintiéndose como aparecido en otra dimensión.

Asier ofrece su palma abierta a la mariposa, que la toma con la elegancia de una bailarina. Restriega sus patitas contra la piel de su mano y vuelve a elevarse para iniciar el camino de vuelta, veinte pisos por encima de ellos dos. Asier sonríe y sigue el despreocupado vuelo con su mirada, hasta que la cometa limón desaparece entre los nubarrones húmedos y rebosantes de electrones a punto de explotar.

Sin mi portentosa visión veinte plantas más arriba, no hubiera podido ver el primer gesto que indica que él se va a dar la vuelta, que se va a ir. Aún no ha girado completamente su tronco cuando, sin pensar, inicio una desesperada carrera hacia la puerta de chapa, escaleras abajo, tomo el ascensor y cruzo, ahogada, el umbral del edificio para constatar que Asier ha vuelto a desaparecer.

Siento un peso denso y grumoso sobre mis hombros. Detesto los días de tormenta. Un familiar cosquilleo me llena de alivio. La mariposa limón acaricia mi pómulo izquierdo y me dejo sucumbir a una ola de esperanza.

Me vuelvo y miro hacia arriba. Mi nuevo amigo, el limpiacristales, ofrece un perfil escultórico veinte pisos hacia el cielo. Me hace un gesto con la mano y yo se lo devuelvo, junto a una sonrisa que adivino podrá ver desde su pedestal. Tengo la sensación de que no será esta la última vez que nos encontremos.

La gente a mi alrededor parece haberse diluido, no distingo ningún movimiento con reminiscencias de bucle. El ocho se ha evaporado. Las nubes comienzan a descargar agua con fuerza, acompañadas de truenos y relámpagos. Construyo con mis manos un refugio para mi mariposa y corro para no perder el autobús de vuelta a casa. Detesto los días de tormenta.

* Ver El día que cumplí la profecía


lunes, 1 de agosto de 2011

El día del Ocho (2ª parte)

Una hora antes yo también estaba ahí abajo, como una más, viendo tiendas y probándome bañadores, cuestionándome cosas mundanas como lo oportuno de entrar en mi librería favorita con la tarjeta rozando los números rojos. Hago esfuerzos por recordar, pero no consigo registrar el momento en el que todo empezó a torcerse, el momento en que las nubes comenzaron a engullir los rayos de sol y el cielo se cargó de electricidad.

Solo fui consciente de que andaba entre el gentío, y de que, en un punto, el río de gente se hizo más denso. Pero estaba en el centro, ¿qué podría haber de particular en ello? No fue hasta poco después cuando una pequeña centella acaparó el interés de mi ojo de urraca. Un brillo fabuloso que no veía por primera vez. Procedía de otro ojo, no de uno cualquiera, sino del de alguien a quien podría reconocer sin la mínima duda, a pesar de haberle visto una sola vez. Meses después, Asier, el misterioso chico de la Casa del Terror*, volvía a aparecer en mi vida a unos pocos metros de distancia.

Un súbito aleteo floreció en mi estómago mientras pensaba que así era como tenía que pasar. Me fui adelantando entre los brazos, hombros y torsos que hacían de barrera humana. Ya casi estaba a un metro de él, casi podía tocarle… Estiré el brazo para tomar el suyo y evitar que se me escapara, pero un milímetro antes de llegar a rozar su piel sentí un brusco tirón que me arrancó del sitio.

Mareada, me recuerdo de pronto en el suelo, tratando de incorporarme lentamente para que mi cabeza no reventase. No entendía nada, ¿me había tropezado? La respuesta me llegó en forma de intenso dolor en el brazo: alguien había tirado fuertemente de mí. Alcé la cabeza despacio y vi al hombre justo enfrente. El miedo y la esperanza se mezclaban en sus ojos, a la manera de los locos. Tenía pinta de mendigo, con ropas andrajosas y sucias, y un sombrero que parecía conocer todos los campos de batalla, pero entonces reparé en que sujetaba un cubo de agua y un instrumento para limpiar cristales en una mano. La otra, remangada y libre, era la responsable de que yo estuviera así, como recién aparecida en otra dimensión.

-Ha salido… –dijo el limpiacristales como si acabase de ver un elefante rosa- ¡La he sacado!
-¿Qué? –mi cabeza luchaba por que los edificios dejasen de girar.

Miré a mi alrededor. Seguía estando allí, en la misma calle del centro, entre tiendas de moda y artesanos que arreglaban muñecas rotas, pero algo había cambiado. La densidad había desaparecido, el aire fluía y me costaba menos respirar. ¿Qué demonios estaba pasando?

El limpiacristales seguía mirándome fijamente, y entendí que ese hombre debía de tener la respuesta.

-¿Qué está pasando?
-No podrá verlo desde aquí. Si quiere, se lo enseño. Pronto lo entenderá.

Volví la vista atrás, en busca de Asier, sin éxito. La multitud parecía desenfocada. ¿O eran mis ojos los que veían todo borroso?

-No me creerá hasta que lo vea.

La voz del limpiacristales me arrancó de mi turbia contemplación. Estaba más cerca de mí y, suavemente, estiró la mano y tiró del borde de mi camiseta. Su rostro no me pareció el de un loco peligroso, sino el de un hombre normal que abrazó la locura harto de decir verdades y no ser creído por nadie, porque a veces la gente se siente más cómoda enganchada a las mentiras. Ese tipo de enajenación me enterneció y decidí seguirle.

Entramos en un portal aledaño de uno de estos edificios neoclásicos, viejos y majestuosos. Dentro hacía frío y estaba oscuro. Tomamos el ascensor, subimos las veinte plantas y continuamos por unas escaleras de servicio que daban a una espartana y oxidada puerta de chapa verde. El limpiacristales la abrió, pasó primero y me hizo un gesto para que le siguiera en el que parecía el último peldaño de nuestro largo ascenso.

Un viento salvaje me dio la fría bienvenida a una enorme terraza rasa y descuidada, que me hizo recordar el hitchcockiano beso de Eduardo Noriega y Penélope Cruz sobre una conocida torre de oficinas en Abre los ojos. Mi insospechado anfitrión me esperaba apoyado en el balcón, mirando hacia abajo. Olvidé mi vértigo y me acerqué hasta allí.

(Continuará)

* Ver El día que cumplí la profecía