martes, 21 de junio de 2011

El día de los nombres

Mi padre, desde Dinamarca, siempre se toma a guasa los nombres de mis amigos. Dice que, de esperpénticos, no pueden ser reales, hasta el punto de llegar a la conclusión de que no tengo amigos y que no me queda otro remedio que inventármelos con el fin de tranquilizarle para que no me obligue a volver a vivir soportando el bajo cero danés. Solo hace una concesión con Mikel, después de que le explicase que se trata del nombre en euskera, y no la versión danesa de Miguel, con la que comparte el sonido.

Pero con Coco, Lilo, Kit y Lelaina no hay manera de convencerle. Cuando vuelve a cuestionar la existencia de estas personas, hecho que se produce con una frecuencia más o menos regular, yo siempre le argumento que, por esa misma regla de tres, ¡alguien ajeno podría dudar de mi propia existencia! “Tu caso es distinto, tu nombre suena diferente porque procedes de dos culturas distintas, y con el añadido de que a tu madre le chifla todo lo francés, qué le íbamos a hacer…”, me responde para zanjar el tema sin más.

La clave para entender mejor este tema de los nombres me la dio un pintauñas. Bueno, ayer estaba escarbando entre los cestos de liquidación de una droguería, y los propios cosméticos me trajeron a la cabeza este recuerdo de las burlas de mi padre, y me dieron pie a tener una especie de revelador diálogo con ellos acerca del asunto en cuestión.

Buscaba entre la pequeña montaña de esmaltes un color especial, algo veraniego, un rosa que no llegase al naranja pero que lo pretendiese, no sé si me explico. Encontré un par de opciones de distintas marcas. Los frascos tenían un tamaño similar, el color era parecido  y no había mucho más que analizar. Hasta que le di la vuelta a uno de ellos y leí en la base su nombre: Coral des Mers. ¡Qué bien sonaba! Así que me apresuré a voltear el otro pintauñas también para saber su nombre, y me encontré con la enorme decepción de un número de serie: 457. De pronto, los volví a mirar, y de algún modo extraño, el Coral des Mers lucía más bonito y con un color más rico que el triste 457, que se había quedado apalancado una vez descubierto su secreto. La elección estaba clara.

Volví a lanzarme a las cestas, ya con la intención de llamar a cada pequeño tesoro por su nombre. Así descubrí que el rojo de labios Heart Breaker (Rompecorazones) prometía besos más espectaculares que el Rosa nº1, que el brillo Miel Fantastic resplandecía con más luz que el Gloss Basic, que el colorete Tomette D’Or parecía puro terciopelo frente al nº 14 o que el violeta de las sombras Mad as a Hatter (Loca como un Sombrerero) tenía una intensidad más enigmática que el Violet 01.

Lo que entendí es que el solo nombre, eso que parece arbitrario y tan superficial como la fina cáscara de una pipa, dice mucho de quiénes somos y de quiénes vamos a ser. Su importancia no es motivo de risa, ya que es lo primero que determinará nuestra vida desde que nacemos. Así comprendí que mi amiga Coco prefiera ser conocida por este nombre frente al que sale en su DNI, que creo que es Pilar. “Coco” fue la primera palabra que salió por su boca, y sus padres y hermanos comenzaron a llamarla así de modo cariñoso. Hasta que se llega al punto de no retorno en el que la adolescente no puede identificarse con Pilar, o lo que sea, cuando tiene lugar el intento familiar de desfacer el entuerto. Pero es que Coco siempre ha elegido ser Coco, y no otra cosa, porque ese nombre ya había determinado quién era. Y desde luego, ¡ella no era una Pilar! (Esto lo dice siempre muy digna).  

Algo similar pasa con Kit –oficialmente, Carlos-, que tomó su nombre prestado de El coche fantástico, allá por los años ochenta. Parece ser que estaba verdaderamente obsesionado con la serie, y con David Hasselhoff, por cierto -ya apuntaba maneras desde pequeño-. El caso es que Kit siempre se presentará como Kit, y la historia de su nombre probablemente tenga mucho que ver con su amor por la velocidad y los deportes de riesgo.

Los padres de mi amiga Lilo, muy religiosos, tuvieron la ocurrencia de llamarla Tomasa por el onomástico, lo que le marcó profundamente al hacerla una niña tímida en extremo y poco sociable, consecuencia de las burlas de todo el colegio. Hasta que, hace unos años, con el estreno de la película Disney Lilo y Stitch, alguien reparó en que ¡el dibujo de esa adorable niña hawaiana era clavada a Tomasa! Algunos empezaron a llamarla así, y ella misma comenzó a sentirse con más confianza y más feliz tras ese nombre que suena a canción. Yo ya la conocí como Lilo. Y sí, lo cierto es que se parece muchísimo al dibujo animado.

El caso de Lelaina es distinto. Ella sí que es Lelaina desde la óptica oficial. Cuenta que sus padres sacaron el nombre de la protagonista de una película americana que, en su momento, les había encantado, y que ya no recordaban en absoluto. La cosa es que Lelaina se ha sentido especial desde el principio de sus días: nunca había conocido a nadie con su nombre, ni en el colegio, ni en las clases de inglés, ni en baile… ¡Era única! Y esa confirmación de que era especial, según me ha confesado ella, le dio la fuerza y la confianza necesarias para hacer algo especial con su vida. Tuvo la valentía de estudiar teatro desde el fin del instituto, y se ha convertido en una verdadera actriz que puede costear su alquiler sin problemas.

¡Está claro! ¿Quién quiere ser una de esas Patricias, Beatrices o Elenas de andar por casa cuando se puede ser una Lilo, una Lelaina o un Kit? A ver ahora si logro convencer a mi padre de que mis amigos, que tampoco se llaman como ninguno de aquellos cosméticos fabulosos, no solo son estupendos, sino que, además, existen.

lunes, 13 de junio de 2011

El día en que Hacienda se convirtió en el Gordo de Navidad

No puedo evitarlo. Conforme se va a cercando el día, mi estómago empieza a comportarse de manera extraña, y tiende a aceptar solamente chocolatinas Crunch y magdalenas de arándanos. Nervios. Como si fuese una estafadora nata, una evasora de impuestos o alguien menos experto que ha intentado colar algún ingreso de menos en el borrador, vivo el día que me toca hacer la declaración de la renta con auténtica ansiedad. Creo que, como a mí, le pasa a un gran porcentaje de ciudadanos.

No cabía duda. Miré a mi alrededor, sentada como estaba en una hilera de asientos corridos, con mis escasos papeles en las manos, bien organizados y dispuestos desde hacía dos días, con todas las cuentas –dos sencillas multiplicaciones, ejem- desplegadas en enormes números escritos a boli, para no perderme. Pues bien, todos los que se encontraban en aquella oficina estatal parecían haber desayunado realmente mal esa mañana, como si se les hubiese cortado la leche de los cereales. Estaban lívidos, y agarraban carpetas de plástico transparente atiborradas de papeles –algunas más, otras menos-. De vez en cuando se restregaban los dedos con la tela del pantalón, para limpiarse el sudor de la piel.  El hombre sentado a mi derecha, de unos cincuenta años, repetía ese gesto una y otra vez. Su semblante denotaba preocupación. ¿Sería uno de esos altos ejecutivos listillos con cuentas secretas en las islas Caimán? Deseché la idea al instante por poco realista: uno de esos ejecutivos nunca se preocuparía por cosas tan banales y proletarias como hacer la declaración de la renta. ¿Para qué?

A mi izquierda, una mujer de cara cansada, probablemente madre pluriempleada, miraba sus pies. Llevaba unas sandalias de piel granate, con las uñas pintadas a conjunto. Alguna pequeña pincelada de esmalte le había sobrepasado los límites de la uña. Quizá tratase de distraerse observando cada uno de los errores cometidos con el pincel, y se estuviese comprometiendo mentalmente a retirar el color sobrante una vez llegase a casa. Una vez acabase el trago de la renta y supiese si podría irse de vacaciones o no. Vale, no, ese era más bien mi runrún cerebral, lo reconozco. ¿Y cómo no iba a estar preocupada tras la experiencia del año anterior, cuando la publicación del libro más alguna que otra prestación social habían significado el pago de una buena suma a las arcas del Estado? Brrrr.

Eché una rápida mirada hacia los bancos de atrás. La imagen se repetía en cada una de las caras. Todos color flexo, mirándose las manos, o las carpetas llenas de papeles, o los pies… Parecía que estábamos todos en un gran ascensor rumbo a la más angustiosa de las plantas.

En ese momento reparé en un funcionario que acababa de entrar y que estaba organizando la llegada de la gente, la hora de las citas, y que empezó a distribuir a los contribuyentes, según su turno, en las mesas donde serían atendidos por otros funcionarios. El hombre, de unos cuarenta años, nombraba con los dos apellidos a la gente que se encontraba esperando en la sala para avisarles de que llegaba su turno. Pero lo gracioso es que lo hacía del modo más vehemente, como si le fuese la vida en ello, como si la seriedad que pusiese en esa pequeña labor organizativa fuese la plataforma sobre la que descansase el erario público en toda su grandeza. El hombre, vestido de la manera más clásica –quizá habría elegido esa mañana cuidadosamente su camisa menos llamativa para la ocasión-, tenía una lista en la mano llena de nombres y de horas que sujetaba como si se tratase del santo grial. Cada pocos minutos, pronunciaba un nuevo nombre con sus dos apellidos, y la persona que respondiese a los mismos se levantaba despacio, y aceptaba su destino igual que los animales de granja aceptan su camino al matadero.

De pronto, ya entusiasmada con la idea del matadero, me imaginé al funcionario con una larga capa negra encapuchada y una guadaña, como en El séptimo sello. La imagen era tan poderosa que se me escapó la risa. El funcionario me miró con mala cara, y yo solo veía ya a un tío vestido de Muerte con una lista en una mano y una guadaña en la otra. Noté un golpe en el estómago y la risa me explotó en la boca como un estruendo. A borbotones, en río salvaje, a grandes olas que al estallar recuperaban fuerza desde mi respiración para volver a romper en mi boca de nuevo. No podía parar.

La gente a mi alrededor en la sala de espera me miraba atónita. Yo también les miré a ellos, entre las lágrimas que me salían sin remedio de los ojos: blancos como el papel, agarrados a sus brillantes carpetas donde resbalaba el sudor de sus manos, con las mayores caras de susto que se puedan ver –ni en un pasaje del terror-. De pronto, todo era más cómico aún. ¡Sólo se trataba de unos cuantos papeles que había que presentar a una institución pública! ¡Y nadie allí teníamos pinta de delincuentes profesionales!

Reía más y más cada vez, no podía detenerme, ni siquiera con las palabras de reprimenda del funcionario Guadaña, que me pedía una y otra vez que no armase tanto escándalo, que había gente trabajando. Pero eso ya era imparable, sólo me faltaba elevarme hacia el techo, como los protagonistas de Mary Poppins al ser asaltados durante la merienda por un ataque de risa.

Entonces noté eco en mis caracajadas, cada vez más potente, y me di cuenta de que mi estado de euforia estaba contagiándose a mis vecinos de banco, que empezaban a soltar los tornillos de sus mandíbulas también. En unos minutos, dejamos de oír los enfurecidos gritos del funcionario Guadaña, porque las risas de todos los presentes acolchaban por completo la planta.

Ningún virus se contagia tan rápido y con efectos tan inmediatos como la risa. Cuando las personas atendidas ya en las mesas, a mitad de sus respectivas declaraciones, se retorcían igualmente el estómago de alegría, el virus más veces prescrito saltó sin remedio a los funcionarios que tecleaban las cifras, casillas y cruces en las plantillas de renta. La gente se levantaba y salía por la puerta con sonoros gorjeos o redondas carcajadas, más felices que nunca porque todas las declaraciones empezaron a tener resultado favorable para el contribuyente. Los funcionarios iban animándose en función exponencial, sintiendo en sus propias carnes la emoción de los loteros que reparten el Gordo de Navidad, porque, por primera vez, en esa oficina de Hacienda se estaba repartiendo felicidad. Y eso es un sentimiento que engancha, por supuesto.

Cuando una mesa quedó libre y la funcionaria correspondiente me hizo un gesto entre risa y risa para que me acercara, lo único que faltaba en la planta eran los grandes bombos llenos de bolas. Había incluso contribuyentes que, tras la alegría de la renta, volvían a la planta descorchando botellas de champán para compartir con todos los ahí presentes, y bandejas de sándwiches de Rodilla que amenizaban la espera a los que aún se sentaban en los bancos. Bueno, aunque pocos estaban ya sentados, para ser honestos. Muchos esperaban desde el suelo, agarrándose la tripa con los brazos, rojos de tanto reír.

Mi declaración, por cierto, que me hizo una señora de gafas maravillosa con la risa más sensacional que he escuchado nunca, salió negativa, como era de esperar. En breve me sería ingresada una sustanciosa cuantía en mi cuenta bancaria. Brindamos con una copa de champán rosado de la Viuda Clicquot para celebrarlo y me despedí entre aplausos y deliciosas ondas sonoras.

Ya en la calle empecé a serenarme un poco. Saqué el teléfono para marcar enseguida el número de Mikel. Al descolgar él, mi “hola” salió en forma de carcajada.

-¿Te pasa algo?
-Sí, ¡tengo la mejor de las noticias! ¡Este año nos vamos de vacaciones!

jueves, 9 de junio de 2011

El día del circo fantasma (2ª parte)

Parece que están concentrados en lo suyo, pero en realidad, los hombres y mujeres del circo son capaces de oler a distancia la entrada de un desconocido fuera del horario de espectáculo. Zampo, el mono, seguía bien sujeto a mi muñeca mientras yo miraba maravillada de un lado a otro hasta que un grito atronador me sacó de la ensoñación. “¡¡¿Qué hace ésta aquí?!!”. Un señor de bigote bajito y vestido con un bañador antiguo que marcaba su extensa masa corporal se acercó a Zoraida haciendo temblar el suelo.

-¡Tranquilo, Willy, me está ayudando con Zampo! Se negaba a soltarla y…
-¿Cómo quieres que esté tranquilo? ¡Tengo hambre! ¡Seguimos sin cena después de dos funciones seguidas! ¿Y me pides tranquilidad?
-¿Qué pasa con Alfred?
-¡Ese maldito cocinero está otra vez con cagalera! ¡Se niega a acercarse a la cocina! ¡Y todo el mundo se escaquea de hacerse cargo, nadie sabe freír un huevo!
-Tú el primero.
-Te juro que voy a…

-Perdón… -logré envalentonarme para meterme en la conversación.
-¡¡¡¿Y ahora qué?!!! –el hombre de bigote volvió la cara hacia mí lleno de furia. Estaba rojo como un tomate.
-Si tienen algún problema en la cocina, creo que podría ayudarles a resolverlo…
-¿Eres cocinera? –me preguntó Zoraida con interés.
-No exactamente, pero digamos que paso la mitad de mi tiempo escribiendo recetas de cocina y la otra mitad probando a ver si funcionan. Podría arreglarles su cena sin muchos problemas. -expliqué con calma.
-Ya. ¿Y qué nos pedirás a cambio? –soltó el forzudo con sorna.
-Pues sencillamente quedarme a cenar aquí con ustedes.

El hombre me escudriñó con una escéptica mirada. Zoraida estaba a punto de decir algo cuando la hizo callar el rugido de las tripas del tal Willy. Espeluznante.

-Está bien. –refunfuñó-. Enséñale la cocina.

Zoraida me hizo un gesto para que la siguiera. Tiré de Zampo y nos pusimos en marcha. Me llevó hasta un pequeño recinto lleno de cajas y arcones de frío, con un sistema de cocina por gas.

-Ahí tienes los productos frescos, y en esas otras cajas, las conservas. Aceite, harina… Todo está ahí, sólo tienes que buscar bien. Calcula para unos cincuenta. Ahora te mando a alguien para que te ayude. Ah, y cuida de Zampo.
-Vale.

Me quedé allí plantada, con el mono aún sujeto a mi pulsera y preguntándome quién me llamaba a meterme siempre en todos los tinglados. Visto desde fuera, la estampa tenía su gracia. Pero claro, tenía a un chimpancé colgando de mi brazo y el nada leve encargo de preparar cena para cincuenta hombres y mujeres hambrientos. Glups.

Primer problema: con Zampo como extensión de mi muñeca no iba a poder cocinar. Sólo se me ocurrió una cosa, me quité la pulsera entre sus desesperados chillidos y se la puse a él en su propia mano, o pata, mejor dicho. Se calmó, encantado de estar en posesión de la joya, y se quedó ahí mirándome. Ya sin el simio colgando, empecé a pensar con pragmatismo. Estaba claro, había que preparar una buena paella, con pollo y verduras, que llenase bien los estómagos.

Pues a ello me puse hasta que, a los pocos minutos, llegaron mis refuerzos, por llamarlos de alguna manera. Se presentaron como Mike y Tika, una pareja de enanitos. Eran personas realmente diminutas, aunque los rasgos de su cara delataban una edad adulta. Tika llevaba su pelo rubio recogido en un moño aristocrático, muy elegante, y su pequeño cuerpo ceñido en el interior de un maillot rosa con tutú. Reía por cualquier cosa, en un gorjeo contagioso, como si le estuvieran haciendo cosquillas. Mike se mostró mas serio, y se le veía cabreado por haber sido mandado a la cocina. Enseguida comenzaron a cortar las verduras y a medir el arroz, mientras yo encontraba una sartén adecuada para preparar el sofrito.

Al final, formamos un equipo perfecto: Zampo, a mi lado, me iba pasando las cucharas y probaba de cuando en cuando el arroz, y Mike y Tika animaron la cocción con increíbles aventuras de sus años circenses. Esa paella estaba destinada a tener un sabor especial, ¡estaba llena de fantasía!

Cuando estábamos sirviendo los cincuenta platos de paella, llegó el cocinero enfermo, con la cara del color del papel, y me miró sin entender nada. Le expliqué que había sido su sustituta por esa noche, y que le convenía tomar un poco de arroz cocido sin nada, que ya le habíamos preparado en un pequeño cazo aparte. Alfred, con un marcado acento italiano, me dio las gracias y salió disparado al baño. Pobre hombre.

Mike y Tika me guiaron llevando los últimos platos hasta otra parte de la carpa donde había hileras de mesas cubiertas con manteles de papel. Toda la ciudad del circo estaba ya en la mesa, esperando impacientes, con las botellas de los alcoholes de mayor graduación ya empezadas. Me senté entre los enanitos y el fakir, y justo enfrente de Willy, el señor forzudo, y una preciosa y estilizada mujer con brillantina por todo el rostro. En ese momento, me entró la vergüenza. Seguía siendo la intrusa en ese curioso mundo, y todos podían olerlo. Pero entonces, Willy tragó el primer tenedor rebosante de pollo y arroz y me miró con un gesto afable y desconocido. Sonriendo de oreja a oreja. “¡Delicioso!”, sentenció. Y los demás le imitaron. De pronto, y a pesar de seguir siendo la nota discordante de la mesa, todo fueron sonrisas, felicitaciones y agradecimientos en idiomas varios. “¡Nos has salvado!” “¿Se puede repetir?” “Can´t get enough of this!” “E 'meglio di riso di mia mamma!”…

Primero enrojecí, y luego me relajé y empecé a disfrutar de esa increíble cena. Y la cosa no quedó ahí, porque, para demostrarme su agradecimiento, los artistas me hicieron una pequeña función particular enseñándome algunas de sus habilidades. Ahí tampoco faltó el arte de Zampo, claro, que resultó ser un virtuoso malabarista. Forzudos, acróbatas, y unas trapecistas que danzaban en lo más alto de la carpa como pájaros desfilaron ante mí durante la sobremesa. Maya, la bellísima mujer sentada frente a mí, terminó relatándome su historia de cómo se convirtió en funambulista, y me regaló un ligero colgante formado por pequeñas lentejuelas transparentes. Parecían lágrimas de hada.

Llegó el momento de la despedida. Los artistas, en su mayoría, ya borrachos, se iban a dormir. Zampo renunció a devolverme la pulsera, así que asumí que mi recuerdo quedaría prendido de su muñeca, o pata, mejor dicho. Willy me acompañó hasta la salida, y de su amabilidad infinita aprendí que nunca se puede juzgar a un hombre hambriento. Yo también le di las gracias por esa cena única y les deseé buena suerte en su próximo destino.

Me costó encontrar la salida del parque, resultaba complicado ya que habían apagado las farolas. Era realmente tarde. O pronto, según se mire. Una linterna me sorprendió. Detrás del haz de luz, un guardia de seguridad.

-¿Qué está haciendo aquí?
-¿Yo? Estaba intentando salir de este parque, no encuentro la entrada con tanta oscuridad…
-El parque está cerrado desde hace horas, no puede estar aquí.
-¿De verdad? Lo siento, estuve en la carpa del circo, y acabo de salir…
-¿De qué habla? ¿Qué carpa de circo? –el vigilante me miró de una manera extraña, como si le hubiera dicho que acababa de ver un hipopótamo surcando el cielo.
-Pues del circo, del que está estos días aquí… Ahí, en el pinar…
-Mire, no sé de lo que habla, aquí no ha venido ningún circo. Pero tiene que irse; sígame, yo le mostraré la salida. Y le recomiendo que se tome una aspirina al llegar a casa…

Sin entender ni una palabra, seguí al guardia en silencio hasta que vi la entrada. Tomé un taxi y llegué a casa en unos minutos sin comprender nada de lo que había pasado. Me llevé la mano al cuello. No había duda. La gargantilla de lentejuelas de Maya seguía ahí.

martes, 7 de junio de 2011

El día del circo fantasma (1ª parte)

Era el típico día que había pasado reclutada en casa horas y horas haciendo esas mil cosas aburridas que hay que hacer de vez en cuando: limpieza a fondo, ordenar las caóticas pilas de libros que se van acumulando con sigilo en las estanterías y, sobre todo, el Cambio de Armario. El Cambio de Armario tiene lugar en todos los armarios femeninos dos veces al año –parece ser que los chicos usan la misma ropa en invierno que en verano-, con la transición de la temporada fría a la estival, y viceversa. El mío no podía esperar más tiempo.

Horas después, cuando por fin los colores vibrantes de ligeras telas colgaban de las perchas perfectamente ordenadas, y los jerséis y chaquetones dormían el sueño de los justos en un gran baúl de madera, yo sólo deseaba una cosa: ¡respirar aire fresco! El sol ya se había puesto, y había quedado un atardecer espectacular, que poco a poco iba abriendo paso a la noche. Cogí el teléfono y empecé a marcar números. Y en cada llamada, mi ilusión por salir de casa se iba colando por el sumidero del lavabo. Mikel se había ido a pasar unos días a casa de sus padres, Coco andaba enferma, Lilo estaba trabajando hasta tarde, Kit se había ido a un festival de teatro de calle… ¡y así sucesivamente! Algunas llamadas ni siquiera tuvieron respuesta, así que no abandoné el último rescoldo de optimismo que me quedaba y decidí ponerme una película mientras esperaba a que el teléfono sonase y el plan perfecto se me presentase a la vuelta de la esquina.

Pues no…

            El teléfono…
                                   No suena…
                                               Y me aburro…
                                                                       Soberanamente…

Media película y un par de bolsas de gusanitos naranjas después, mi gozo estaba definitivamente hundido en un pozo, pero las ganas de traspasar los muros del edificio seguían intactas. Pensé que éste tenía visos inevitables de convertirse en El día del Cambio de Armario, y eso traicionaría mi propósito de convertir cada uno de mis días en especial, dentro de las posibilidades. ¡Y eso no podía ser! De modo que cogí el bolso y la chaqueta y decidí salir a la calle, al menos tendría alguna posibilidad de que sucediera algo interesante… Y en el caso contrario, ¡el paseo siempre podría inspirarme para inventarme algo interesante que salvase el día!

Comencé a andar sin rumbo, y a los pocos metros, abandoné la calle de siempre dando un par de quiebros para evitar seguir mis propias huellas. Tropecé con una calle en la que reinaba la oscuridad más absoluta. Sentí un pequeño escalofrío –¡daba miedo de verdad!- antes de descubrir que todas las farolas de esa zona no funcionaban. Debía de haber una avería en el barrio. Seguí caminando con más cuidado, despacito, dando tiempo a que mis pupilas se dilataran y empezaran a captar imágenes más definidas. Un gato que parecía una sombra cruzó como un rayo delante de mí. Aceleré mis pasos, ya me apetecía salir de esa garganta de ballena.

Por fin, vi la luz de unos semáforos, crucé la calzada y me adentré en un parque que no conocía. Tengo que confesar que después de los quiebros y la falta de luz en la calle me había desorientado un poco.

El parque, al menos, estaba más iluminado. Bordeé el recinto de juegos y me dirigí a una zona de tupida vegetación y altos árboles, desde donde me llegó a los oídos la misteriosa música de un tambor africano. Me recordó a la película Jumanji, y mentalmente me prometí no aceptar unirme a ninguna partida de ningún juego de mesa que incluyese fichas con forma de animales salvajes. El sonido cobraba volumen a mis pasos, cada vez más rápidos, más ansiosos por ver de dónde salía aquello.

Los jardines parecían no tener fin, y justo cuando sentía que los latidos de ese tambor me habían rodeado, empecé a ver las luces. Se trataba de pequeñas bombillas anaranjadas, que se iban descolgando hacia abajo, en diagonal, desde un extremo central. Dejaban ver una cubierta de tela a rayas rojas y blancas. ¡Una carpa de circo! No sabía que en ese parque hubiese espectáculos de circo, la verdad, aunque tampoco sabía qué parque era ése…

La mágica imagen de la carpa iluminada brotando entre los árboles bajo el cielo estrellado me hechizó durante unos minutos. Después de todo, la primera vocación infantil de la que tengo memoria es la de trapecista. Los circos siempre me han maravillado…

Me sacó de mi ensoñación un extraño ruido de ramas. El corazón se me aceleró al volver a escucharlo y grité del susto cuando algo salió dando saltos desde detrás de un árbol. Era de buen tamaño, y tenía pelo, aunque no parecía un perro. Sus movimientos no se asemejaban a los del clásico animal cuadrúpedo, y sus orejas, que asomaban por detrás de los arbustos, eran como de oso. Soltó un gritito que fue contestado rápidamente por un aullido mío. De pronto, asomaron dos manos… como de persona peluda… El calmado movimiento de sus dedos me tranquilizó, y me acerqué unos pasos. Vaya.

Tuve que mirarlo varias veces hasta cerciorarme de que era un pequeño chimpancé que probablemente se habría escapado de la carpa. El mono se sentó alegremente sobre una piedra, y al ver su cara de buena persona, respiré hondo un par de veces y logré devolver mis constantes vitales a sus niveles originales.

Me acerqué en diminutos pasos, dedicando al animal palabras que juzgué suficientemente cariñosas para tratarse de un simio. Tropecé con una raíz, que casi me hace terminar en el suelo, y el chimpancé rompió instantáneamente en aplausos y chillidos. Vaya bicho. Cuando estaba a un metro de él, le tendí la mano, y él me la cogió y se apoyó para saltar de la piedra al suelo. Lo cierto es que era simpático el mono… Ahora sólo me quedaba convencerle de que volviera a la carpa… Enseguida me di cuenta de que mi mano no le interesaba por simpatía, sino por el brillo azulado del colgante de una pulsera. El mono lo miraba como hechizado, y lo zarandeaba con sus delgados y oscuros dedos.

-¡Zampo! ¿Qué estás haciendo?

Sobresaltada, me di la vuelta, y me encontré a una mujer rechoncha y de pelo largo y negro, con tez aceitunada, que nos miraba alternativamente al mono y a mí. Vestía una falda larga, como de zíngara,  y dos enormes aros le colgaban de las orejas.

-Yo sólo pasaba por aquí y… -el mono me cortó con un fuerte tirón de muñeca, y aprovechó para recolocarse detrás de mí y usarme de escudo humano.
-¡Zampo! ¡Ya está bien! ¡A casa ahora mismo! –bramó la mujer.

El tal Zampo no se movió ni un milímetro, enganchado como estaba a mi pulsera, y yo miraba a la mujer sin saber qué decir ni dónde meterme…

-Creo que le ha gustado mi pulsera…
-Seguro, al señorito se le conquista antes con joyas que con plátanos.

En ese momento recordé que mi gel de ducha es precisamente de plátano. ¡Normal que Zampo estuviese bebiendo los vientos por mí!

-Si quieres te ayudo a llevarlo hasta dentro… -le propuse a la mujer.

La zíngara me miró unos segundos, con mala cara, y tras considerar sus escasas opciones, accedió con un gesto de cabeza hacia la dirección de la carpa.

Avancé unos pasos, tirando de Zampo, y él, muy diligente y mejor amarrado a mi pulsera, me siguió hasta que nos pusimos a la altura de la zíngara.

-Me llamo Cloe. –le dije.
-Zoraida.

Desde tan poca distancia, reparé en que tenía un ojo de cristal, con una pupila azul casi transparente. No desistí en darle conversación.

-Me encantan los circos.
-Y a mí los sofás que tiene la gente normal en sus casas. –me miró un instante antes de continuar- Pero la verdad es que no cambiaría esto por nada, no sabría vivir de otro modo.

Alentada por ese suspiro de sinceridad, sonreí a Zoraida. No me costaba entenderla. Y al segundo siguiente, la mujer levantaba la tela de uno de los accesos de la carpa y me invitaba a entrar. Una luz cálida y resplandeciente me envolvió, seguida de una extraña mezcla de sonidos y olores. El tiempo pareció congelarse y se me vino a la cabeza la imagen de Ewan McGregor apartando palomitas flotantes para acercarse a su amada en Big Fish. Definitivamente, este no pasaría a la historia como el día del Cambio de Armario.

(Continuará)