miércoles, 23 de febrero de 2011

El día del museo invisible

Es curioso cómo, en las grandes ciudades, algunos rincones parecen destinados al olvido, como si fueran puntos ciegos. Por obra y gracia de las revistas de ocio, algunos de estos son rescatados. Bueno, mucho más que rescatados… Pasan del anonimato a los focos y la consecuente masificación popular en cuestión de días. Otros, en cambio, parecen tocados con la mística de la invisibilidad de por vida, para alegría de unos cuantos. Eso sucede con un museo de gemas y fósiles que se esconde en el interior de un llamativo edificio neoclásico. Sin embargo, de algún modo inexplicable, parece estar embrujado y sólo unos pocos tenemos el don de haberlo mirado frente a frente y de que su halo misterioso nos haya atraído hacia sus puertas, sin quedar convertidos en estatuas de sal.

Desde ayer pasé a formar parte de ese extraño “club”. Aún no puedo entender cómo habiendo estado siempre tan cerca, seguía siendo un territorio virgen. El caso es que entré… y nada volverá a ser igual.

Desde el principio. Es raro entrar en un museo con poca pinta de museo. Hay más dependencias administrativas y de investigación que espacio de exposición, y a los visitantes se nos exige llevar una pegatina para distinguirnos de los oficinistas. ¡Somos tan pocos! Comencé a avanzar por las imponentes escaleras de mármol y por los pasillos de parqué claro despacito y sin hacer ruido, mirando hacia todos lados, con la sensación de que alguien acabaría por prohibirme el paso en algún momento. Terminé en la sala de exposiciones, ¡un espacio en el que me sentí dentro de una película! La sala central es un gran espacio rectangular de brillante suelo de madera, llena de vitrinas antiguas de fósiles y algunos divanes tapizados en terciopelo burdeos. La luz natural baña todo el conjunto desde su entrada superior, a través de unas cristaleras art decó. Y toda esta planta inferior está rodeada, en diferentes alturas, por otros pasillos de exposición a los que se accede por escalerillas acaracoladas de forja beige. No hay ruidos, porque no hay nadie dentro, sólo un par de vigilantes. ¡Fantástico! Después de quedarme unos segundos con la boca abierta mirando como una boba la bóveda acristalada, empecé a recorrer con pequeños pasos el lugar, dejándome sorprender con cada detalle. ¿Pero cómo era posible que el sitio estuviera vacío? Trocitos de oro, pirita, yeso y tubos de petróleo se desplegaban ante mí, vitrina tras vitrina.

Ya iba por la última planta, cuando me percaté de que una de las vitrinas estaba abierta. Un hombre que tenía  pinta de ratón de biblioteca, con bata blanca, estaba junto al expositor recogiendo algunas cajas abiertas. Debían estar cambiando las piedras de la muestra, pensé. El hombre de la bata recogió otras piezas más del interior de la vitrina, las envolvió rápidamente dentro de las cajas y desapareció con ellas hacia la escalera de caracol. Yo había estado atenta observándole desde una distancia prudente, y en ese momento reparé en que se había dejado una diminuta piedra en el borde de uno de los estantes. No sé si fue telekinesis, o un flujo de deseo tan enorme que conectaba mis ojos con la gema, pero lo que pasó, por muy increíble que suene, es que la piedra, como suicida, se precipitó hacia el suelo.

Me quedé mirándola unos segundos, luego miré a mi alrededor: el señor de la bata blanca no estaba por ahí. Estaba yo sola. Entonces me pregunté: ¿cuántas posibilidades hay de que una pequeña piedra brillante se ofrezca ante mí en un museo invisible? Entendí enseguida que no muchas, y por tanto, eso debía significar algo. Giré la cabeza una última vez, y despacito, me acerqué a la gema y la cogí. La guardé inmediatamente en el bolsillo de mi abrigo, donde probablemente tuvo que encontrarse con los restos de alguna galleta. Miré de soslayo la tarjeta explicativa que quedó huérfana en el estante. Cuando mi cerebro andaba aún procesando que la d con la i con la a con la m con la a con la n con la t y con la e forman la palabra diamante, una voz me sobresaltó: “Señorita, vamos a cerrar”.

El vigilante no debió notar cómo se me empezó a acelerar el corazón, ni el tembleque que me entró en las manos; no debió ver el poema de mi cara… Así que, como quien no quiere la cosa, volví a desandar mis pasos. Bajé la escalera de caracol, recorrí los pasillos de madera clara, descendí por los peldaños de mármol y salí por la puerta principal del museo invisible. Una vez fuera, metí la mano en el bolsillo y apreté la pequeña piedra hasta hacerme daño, para asegurarme de que ahí seguía, y de que yo no me había convertido en estatua de sal.

4 comentarios:

  1. Bienvenida cloe!
    Espero leerte día si día no sin convertirme en estatua de sal
    Besos de tu invisible tocaya

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  2. jejejeje
    bueno, pues ya he anunciado tu blog en el mio...
    http://patribloggea.blogspot.com/

    muuuuuuuuuuuuacks!

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  3. Genial! Me encantan las historias de cosas invisibles y que encima terminan bien!!
    No fue casualidad ni magia: La piedra, obviamente, quería irse contigo. ¿con quién va a estar mejor?

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  4. ¿Es un capítulo perdido de "Mujercitas"? No me jodas, Cloe, que los diamantes vengan a ti no se lo cree ni dios, por muchas florituras que le eches a esta literatura de Sálvame de lujo, por mucho que tú le quieras dar ese toquecito mágico tan femenino. Sí, femenino, cojones. ¿Es que no viste la cola de parados que había frente al museo? ¿Ni al mendigo ciego que te pidió limosna e ignoraste porque ibas llena de paquetes de Armani? Paso de tu wonderful world y de tus amigas pelotas. O le echas currelo y sexo a este blog o me piro a otro que tenga de verdad un rollito apasionante.

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