viernes, 25 de febrero de 2011

El día de las tortitas con forma de cactus

Escribir un libro de cocina sobre recetas reales que aparecen en las películas no es tan fácil. Para empezar, ya se ha hecho. Así que hay que romperse la cabeza para intentar ser un poco original o rastrear secuencias con platos suculentos no explotados aún por el sector editorial. Y claro, exige estar muy atenta y preguntar mucho y a mucha gente. Así es como me enteré de que el novio de una amiga de un amigo sabía preparar unas tortitas con forma de cactus, igual que las que salen en la película Prácticamente magia (1998). La historia sonaba prometedora, así que no tardé en conseguir su número de teléfono y convencerle de que me enseñase sus habilidades con el giro de sartén.

Tuve que recorrer la ciudad de punta a punta hasta llegar a su casa, el típico piso de estudiantes con muebles color marrón-caca y figuritas kitsch en las estanterías. En el piso vivían otros dos chicos más, y también estaba la amiga de mi amigo, que había ido de visita… Es decir, ¡la novia del de las tortitas! Sara y Oliver. Oliver era medio americano, muy alto, de pelo rubio ceniza y tenía un ojo verde y otro azul. Como en la película. Al comentárselo, me explicó que ese pequeño detalle le llevó a intentar preparar las tortitas con forma de cactus. Que se empeñó durante varias semanas hasta que, un día, por fin, le salieron. Hasta le costó una tendinitis por hacer cosas raras con el mango de la sartén para conseguir la caprichosa forma de la masa. 

La historia de este chico me iba encandilando cada vez más mientras iba batiendo la leche con la harina, los huevos, el azúcar… De vez en cuando levantaba la cabeza y me clavaba sus ojos bicolores, despistándome un montón. Al principio no me di cuenta, pero luego reparé en que Sara, su novia, y la amiga de mi amigo, rondaba por ahí y que, a pesar de intentar integrarse en la lección magistral, Oliver no le estaba haciendo ni caso. ¡Cómo habría podido percibir, ante la visión de la sublime masa burbujeando sobre la mantecosa sartén, que Oliver retorcía una y otra vez conduciéndola a su antojo, que no eran las tortitas lo único que empezaba a echar humo! El cactus ya estaba dibujado, y con un suave golpe de muñeca, Oliver la hizo volar y caer nuevamente al hierro por la cara cruda. He ahí la primera tortita con forma de cactus. Mi cámara y yo nos emocionamos.

Oliver, el vino y yo

Después de casi una hora en la que amontonamos una considerable pila de tortitas, Oliver me pidió que preparase la mesa para empezar la degustación con sus compañeros y Sara. El delicioso manjar y la compañía del grupo calmó un poco los ánimos, pero entonces Oliver sacó un vino dulce para terminar y ya no miraba a nadie más que a mí. Vaya, en ese momento me percaté de verdad de que la situación olía a conflicto. ¡Pero y qué le voy a hacer yo! ¡Era guapo, inteligente, divertido, y me estaba haciendo sentir como Julia Roberts en Pretty Woman! Al final todos terminaron levantándose de la mesa, recogiendo los platos, los cubiertos, los vasos… Sólo quedamos Oliver, el vino dulce y yo. Bueno, y una mosqueada novia que se pasaba cada cierto tiempo a… no sé. Quizá a demostrar que seguía ahí y soportaba la ambigua situación porque carecía de inseguridad con respecto a su chico. La última vez que nos rompió en pedazos la interesante conversación fue para traerme mi abrigo y excusarse, porque habían quedado con otra gente.

Me despedí de todos, le di las gracias muy especialmente a Oliver por lo que me había ayudado para el libro, y salí por la puerta con cierto alivio. ¡En lo que se había convertido un asunto de investigación culinaria! Me fui con la seguridad de que, a continuación, se cocería una buena bronca entre las paredes de ese piso; y el hecho de que yo estaría salvada de esa situación, de que por una vez no era yo la que me metía en ese lío, ¡me llenó de felicidad!

A veces no hace falta buscar algo que convierta el día en especial. Simplemente, viviendo, está ahí delante. Y es doblemente divertido cuando aparece por sorpresa, aunque eso te cueste la posibilidad de volver a ver a un chico increíble que sabe hacer tortitas con forma de cactus.

miércoles, 23 de febrero de 2011

El día del museo invisible

Es curioso cómo, en las grandes ciudades, algunos rincones parecen destinados al olvido, como si fueran puntos ciegos. Por obra y gracia de las revistas de ocio, algunos de estos son rescatados. Bueno, mucho más que rescatados… Pasan del anonimato a los focos y la consecuente masificación popular en cuestión de días. Otros, en cambio, parecen tocados con la mística de la invisibilidad de por vida, para alegría de unos cuantos. Eso sucede con un museo de gemas y fósiles que se esconde en el interior de un llamativo edificio neoclásico. Sin embargo, de algún modo inexplicable, parece estar embrujado y sólo unos pocos tenemos el don de haberlo mirado frente a frente y de que su halo misterioso nos haya atraído hacia sus puertas, sin quedar convertidos en estatuas de sal.

Desde ayer pasé a formar parte de ese extraño “club”. Aún no puedo entender cómo habiendo estado siempre tan cerca, seguía siendo un territorio virgen. El caso es que entré… y nada volverá a ser igual.

Desde el principio. Es raro entrar en un museo con poca pinta de museo. Hay más dependencias administrativas y de investigación que espacio de exposición, y a los visitantes se nos exige llevar una pegatina para distinguirnos de los oficinistas. ¡Somos tan pocos! Comencé a avanzar por las imponentes escaleras de mármol y por los pasillos de parqué claro despacito y sin hacer ruido, mirando hacia todos lados, con la sensación de que alguien acabaría por prohibirme el paso en algún momento. Terminé en la sala de exposiciones, ¡un espacio en el que me sentí dentro de una película! La sala central es un gran espacio rectangular de brillante suelo de madera, llena de vitrinas antiguas de fósiles y algunos divanes tapizados en terciopelo burdeos. La luz natural baña todo el conjunto desde su entrada superior, a través de unas cristaleras art decó. Y toda esta planta inferior está rodeada, en diferentes alturas, por otros pasillos de exposición a los que se accede por escalerillas acaracoladas de forja beige. No hay ruidos, porque no hay nadie dentro, sólo un par de vigilantes. ¡Fantástico! Después de quedarme unos segundos con la boca abierta mirando como una boba la bóveda acristalada, empecé a recorrer con pequeños pasos el lugar, dejándome sorprender con cada detalle. ¿Pero cómo era posible que el sitio estuviera vacío? Trocitos de oro, pirita, yeso y tubos de petróleo se desplegaban ante mí, vitrina tras vitrina.

Ya iba por la última planta, cuando me percaté de que una de las vitrinas estaba abierta. Un hombre que tenía  pinta de ratón de biblioteca, con bata blanca, estaba junto al expositor recogiendo algunas cajas abiertas. Debían estar cambiando las piedras de la muestra, pensé. El hombre de la bata recogió otras piezas más del interior de la vitrina, las envolvió rápidamente dentro de las cajas y desapareció con ellas hacia la escalera de caracol. Yo había estado atenta observándole desde una distancia prudente, y en ese momento reparé en que se había dejado una diminuta piedra en el borde de uno de los estantes. No sé si fue telekinesis, o un flujo de deseo tan enorme que conectaba mis ojos con la gema, pero lo que pasó, por muy increíble que suene, es que la piedra, como suicida, se precipitó hacia el suelo.

Me quedé mirándola unos segundos, luego miré a mi alrededor: el señor de la bata blanca no estaba por ahí. Estaba yo sola. Entonces me pregunté: ¿cuántas posibilidades hay de que una pequeña piedra brillante se ofrezca ante mí en un museo invisible? Entendí enseguida que no muchas, y por tanto, eso debía significar algo. Giré la cabeza una última vez, y despacito, me acerqué a la gema y la cogí. La guardé inmediatamente en el bolsillo de mi abrigo, donde probablemente tuvo que encontrarse con los restos de alguna galleta. Miré de soslayo la tarjeta explicativa que quedó huérfana en el estante. Cuando mi cerebro andaba aún procesando que la d con la i con la a con la m con la a con la n con la t y con la e forman la palabra diamante, una voz me sobresaltó: “Señorita, vamos a cerrar”.

El vigilante no debió notar cómo se me empezó a acelerar el corazón, ni el tembleque que me entró en las manos; no debió ver el poema de mi cara… Así que, como quien no quiere la cosa, volví a desandar mis pasos. Bajé la escalera de caracol, recorrí los pasillos de madera clara, descendí por los peldaños de mármol y salí por la puerta principal del museo invisible. Una vez fuera, metí la mano en el bolsillo y apreté la pequeña piedra hasta hacerme daño, para asegurarme de que ahí seguía, y de que yo no me había convertido en estatua de sal.

lunes, 21 de febrero de 2011

Bienvenido a mi mundo

Me llamo Cloe Andersen y tengo 29 años. Comparto con el famoso escritor infantil el apellido danés, por mi padre, pero a pesar de haber vivido en Dinamarca mis primeros años, no hablo demasiado el idioma.

Me encantan el color rojo, el número 13, los idiomas extraños, el frío, los dulces con sabor a canela, las películas sobre adolescentes, los gatos, el sonido al hacer “clic” de las cámaras analógicas, los libros viejos, la teoría cuántica y La historia interminable. Odio los números pares, las expresiones muy manoseadas, la sopa, el color negro, los mocasines, las redes sociales y cualquier relación que no sea auténtica, la música chillona y las hombreras.

Me gusta mucho cocinar, colecciono libros de recetas, y aún no sé cómo, he conseguido empezar a pagarme el alquiler escribiendo yo misma libros de cocina. Bueno, tengo que ser sincera… escribiendo un libro de cocina. Una de mis ideas cuajó en una pequeña editorial especializada en temas gastronómicos. Y en estos momentos me enfrento a un segundo libro de cocina por encargo de la misma editora, algo más complejo, que mezcla los fogones con el cine. Pero esto ya es otra historia…

Hace unas semanas, escarbando en los cajones de mi antiguo escritorio de adolescente, durante unas vacaciones en casa de mis padres, encontré un tesoro por el que algunos pagarían: los diarios de la universidad. Son pequeños cuadernos manuscritos y muy detallados sobre lo que me sucedía esos días. Anécdotas que ya no recordaba, historias que mi memoria se había ocupado de modificar en aras de la supervivencia, diálogos intrascendentes que en ese momento significaron algo importante… Todo está ahí.

Los devoré en una sola noche, con la sensación de estar leyendo una novela sobre la que, pese a conocer el final, la trama resultaba mucho más interesante por sí sola y se había difuminado con el tiempo. Parecía que todo aquello le había pasado a otra persona, y tengo que reconocer que disfruté con esa especie de ejercicio de voyeurismo sobre mí misma.

Saqué dos conclusiones del atracón de diarios. La primera, que gracias a dios la gente evoluciona, y creo que no me equivoco si digo que, en mi caso, ha sido generalmente para bien. La segunda y más importante, que es la que me ha empujado con fuerza a escribir estas líneas, es que en esos tiempos sucedían cosas todos los días. O, al menos, todas las semanas. Cosas que eran dignas de contar, que en esos momentos eran importantes y que hacían que un día pudiera ser especial y recordado por aquello que había vivido. El día en el que me enamoré de mi profesor, el día en que conocí a personas que se convertirían en las más importantes de mi vida, el día en que la falda se me quedó pillada en la cinturilla de las medias y me paseé por toda la facultad sin percatarme de que estaban en ojos de todos mis bragas de osos amorosos… En fin, momentos que obviamente no tienen capítulos en la Historia Universal pero sí en la mía. Realmente, este descubrimiento me ha hecho mirar alrededor y constatar que, muy a menudo, mis días se acumulan sin que pase nada más que lo que damos por hecho. Ningún día suele ser especial a los otros, y al final todo queda en una suma de horas. Unas más disfrutadas que otras, por supuesto.

Así que, con el inicio de un nuevo año impar, he tomado la firme determinación de lograr que mis días vuelvan a ser especiales, emocionantes, fascinantes. Vale, sé que esto no siempre depende de uno mismo, pero sí creo que algo tiene que ver con el espíritu que incorporemos al asunto. Con que nos lo creamos, en definitiva. Voy a matar al destino para fabricármelo yo solita. ¡Ése es el plan! Y no podré acostarme sin que ese día haya sucedido algo que merezca la pena ser contado, ya sea una historia mía o prestada. Puesto que odio profundamente los números pares, he pensado que escribiré sólo los días impares, para compensar el injusto desequilibrio que sufren los pobres unos, treses y sietes del mundo. Ésta será la regla. Un plan perfecto... que empieza… ¡ya! A partir de ahora, así será la fascinante vida de Cloe Andersen…