Así que me lié a preparar, con la ayuda de mi amiga Coco, brebajes, gelatinas y otros manjares de aspecto terrorífico para acompañar las galletas de corazón de Eduardo Manostijeras. Quedaron muy logrados unos chupitos sangrientos, hechos con vodka tintado en granadina y con un lichi a modo de ojo en el fondo del vaso. Tan emocionadas estábamos Coco y yo ante nuestra creación, que nadie más pudo disfrutarla, ya que mis extraños nervios y las ganas de mi amiga de empezar la fiesta cuanto antes aunaron su malicia para hacernos caer en la tentación como débiles chinches. Glup.
Después llegó el momento de disfrazarse. Me puse una peluca de largos mechones rubios y un vestido de verano blanco intentado el más difícil todavía de convertirme en Winona Ryder por esa noche. Coco, por otra parte, se ciñó un mono de malla negro al que pegó un enorme número en porcentaje recortado en cartulina Me explicó que se vestía de euríbor, que era lo que más miedo daba a la gente estos días.
Un par de horas más tarde empezaron a llegar nuestros amigos. Y otro par de horas después, el timbre seguía sonando, y cada vez que abríamos la puerta, aparecía alguien vestido de Eduardo Manostijeras reclamando su corazón de galleta.
¡Cómo pude ser tan imbécil! Medio barrio se había dado por aludido con mi cartel y se iban apiñando poco a poco en el breve salón de mi casa, como una siniestra reunión de clones devoradores de galletas. Coco se vio obligada a contarle la historia a nuestro amigo Mikel, para que nos ayudara a interrogar a esa panda e ir haciendo criba. Los disfraces estaban realmente conseguidos, y por eso me fue imposible identificar de primeras a Poli el Lechugas, el frutero del barrio, o a Pincho, el cocinero del Sundae Nights, que habían visto el cartel y, al leer mi nombre, les pareció una idea brillante lo de venir a darme una sorpresa.
Ya después de eso, nada había en ese salón que pudiera alterarme. Los chupitos sangrientos habían logrado serenarme del todo, y el azúcar de las galletas mantenía mi energía por las nubes. Pero el piso se iba desbordando de gente, no era capaz de distinguir una sola cara conocida y decidí escaparme a respirar el aire de la calle durante unos minutos.
La madrugada era fría y sólo había cogido una chaqueta vaquera, así que envolví mi cuello con los largos mechones rubios de la peluca a modo de bufanda y me puse a caminar para entrar en calor. A los pocos metros, alguien berreaba detrás de mí.
-¡Clooooooooooooooooooooooe!
Era Mikel, vestido de Jack el Destripador. Llevaba en una mano una botella y en la otra, una de mis enormes chaquetas de lana. Tres tallas más grande. Me giré justo para ver a mi amigo zigzagueando en mi busca. Se reía como un tonto. Como un tonto que se había bebido el vodka restante de los chupitos sangrientos. La verdad es que tenía su gracia.
-Ponte esto, que vas a coger frío –soltó nada más alcanzarme, tendiéndome la chaqueta. Mikel tenía esa manía de ser como una madre, pero con cromosomas XY y sin haber pasado por embarazos. Le salía natural.
-Mikel, creo que ésta es la primera vez que te veo borracho. ¿Qué has estado bebiendo?
-Un poco de esto… un poco de lo otro… Uno de los Manostijeras me ha preparado una mezcla con no sé cuántas cosas… ¡Deliciosa! –estalló en una mayúscula carcajada con la consiguiente descoordinación de sus extremidades que casi me arrastra al suelo.
Le ayudé a recomponerse y le obligué a sentarse un rato conmigo, en las escaleras de un portal, a la vez que le convencí de que me diese la botella que llevaba en la mano. Sólo era ponche, y me pregunté de dónde habría sacado esa bebida de quinceañera.
-Ni rastro, ¿eh? –volvió a hablar.
-¿Cómo dices?
-Que no está aquí quien buscas.
Dudé unos segundos mientras retorcía con saña uno de los mechones rubios de fibra sintética.
-Ah… Ya. Bueno…
-Mira lo que me vas a tener que agradecer… -me cortó mientras rebuscaba algo en sus bolsillos.
Unos segundos después, me enseñó tres corazones de galleta.
-¡Son los últimos! Uno es para ti, otro para mí, y el tercero, para cuando él venga a recogerlo… Porque vendrá algún día, lo sabes ¿no? Y no hará falta pegar ningún cartel.
La verdad era que no lo sabía, y él tampoco, pero en ese instante me dio igual; su ternura de amigo incondicional me había conmovido, y eso, al menos, era real y estaba ante mí, en aquel portal de una extraña noche de Halloween. Le abracé con fuerza y nos acurrucamos como dos gatos noctámbulos. Devoramos nuestras galletas en silencio, y de pronto, un ruido de tuberías reverberó en su estómago.
-Ups, creo que voy a vomitar.
Cuando subimos a casa de nuevo, me las apañé para echar a la alocada manada de Eduardos, y despedí a mis amigos con la excusa de que a Mikel le había sentado mal la bebida y necesitaba acostarse. Le preparé un puf maravilloso que se convierte en cama, y a los segundos estaba ya roncando. Guardé la tercera galleta en una antigua caja de bombones, por si acaso.
Esa noche soñé que bailaba con Eduardo Manostijeras bajo la nieve, y a la mañana siguiente me desperté como si el viento me hubiera estado haciendo cosquillas en los pies.