Ya me quedaban sólo un par de largas jornadas antes del viaje. El horario de comidas lo abarrotaron grupos de empleados de compañías pequeñas y jóvenes (no podría imaginarme a los directivos de alguna farmacéutica invitando a sus trabajadores a una comida navideña a base de hamburguesas y perritos calientes, la verdad); en cambio, a última hora de la tarde tuvimos a los estudiantes.
En general, hacen más ruido y pueden ponerse bastante pesados, pero a mí me hacen el trabajo más divertido. Juego a averiguar de qué facultad proceden buscando pequeñas pistas. Por ejemplo, si las patatas y los refrescos están dispuestos en una perfecta simetría sobre las mesas durante la cena, no cabe duda de que vienen de alguna Ingeniería. Si les pesco dibujando ondulaciones y figuras abstractas con el ketchup y la mostaza, sé que son los de Bellas Artes. Los más escandalosos, que convierten cada reunión en una especie de programa chillón de entrevistas sin pelos en la lengua, siempre resultan ser los de Periodismo. Y así iba entreteniendo la noche.
Terminando el postre los estudiantes, entró en el local una 'drag queen' en toda regla. En un primer segundo, todos los ojos fueron directos a las plumas violetas que adornaban su cabeza, o a las aparatosas plataformas de espejitos plateados. Pero una vez el imponente cuerpo tomó asiento en una mesa escondida en la esquina, todo el mundo volvió a interesarse por su actividad, a saber, rebañar los últimos restos de salsa de chocolate o hacerse con alguna migaja perdida de la tarta de manzana.
Observé unos instantes más a la estrambótica figura antes de acercarme a tomarle nota. Era de raza negra , y cubría sus musculosas piernas con una malla de vinilo morada. No tenía implantes en el pecho bajo el ajustado ‘body’ gris metalizado, que remataba con una gruesa cadena de eslabones de plata. De sus orejas colgaban larguísimos pendientes como de lágrimas. El maquillaje estaba calculado y en armonía con el modelito. Violetas y purpurinas metálicas enmarcaban los ojos, prácticamente ocultos por unas pestañas postizas como patas de araña. Ya en esta parte reparé en que no es que sus ojos estuvieran ocultos por la artificiosidad de las pestañas, sino que estaban verdaderamente escondidos. Deliberadamente. La misteriosa 'drag queen' miraba al suelo, y parecía triste.
Los estudiantes de la última mesa acababan de pedir la cuenta. Y justo ahora me tocaba ir a comunicarle que la cocina estaba ya cerrada… Quise hacerlo con tacto.
-Disculpa… Hemos cerrado ya la cocina…
La 'drag queen' me miró, sosteniendo todo el peso de las patas de araña que le crecían de los párpados chocolate. Tenía las pupilas enormes, y negras como cuevas. Me dieron ganas de abrazarla, pero me reprimí, claro.
-No importa. De todas maneras, no me entraría ni un bocado.
La 'drag' me contestó con un español perfecto, aunque tamizado por un elegante acento que a mí me pareció francés. Apartó la mirada para descansarla sobre el servilletero.
-Un whisky doble sería perfecto.
-…Eh… Vale…
Los estudiantes salían por la puerta y yo dejaba sobre la mesa de mi último cliente un enorme vaso de whisky con hielo.
La 'drag queen' torció la boca y al final le pudo una sonrisa que quiso convertirse en carcajada pero se quedó en resuello. Parecía que le hubiese costado toda una vida ese gesto.
-Gracias… eh...
-Cloe.
-Gracias, Cloe. Yo soy Latifa.
Me sentí como una insensible por no haberme dado cuenta nunca de que las 'drag queen' también podían sufrir de mal de amores, como también les pasa a las estrellas de cine, aunque haya una considerable diferencia de glamour, claro. No sé de qué manera contemplamos, divertidos, a estos estrambóticos seres de la noche, y no nos los imaginamos fuera de ese escenario de brillos, alcohol, mentiras y disfraces. Como si no tuvieran una vida al cierre del club, una casa a la que volver, una factura que pagar o un beso que sentir sobre los labios. O un “ya no te quiero” esperando detrás de la puerta, como un vulgar ladrón.
El extremo de una de las fantásticas pestañas de Latifa comenzaba a despegarse y la sombra en los párpados se cuarteaba por momentos. Pasaba la medianoche, y Latifa también se estaba convirtiendo en calabaza.
Devorábamos el último pedazo de pastel de manzana, que había recalentado en el microondas tras rescatar de la cocina. El jugo de la manzana caliente bañada en crema de vainilla estallaba en mi boca, y hasta Latifa parecía haber relajado la sonrisa. La escena se había vuelto extrañamente familiar.
-Latifa, creo que vas a necesitar una manzanilla triple después de esto... –comenté.
-Ay, diablillo, si supieras lo que ha aguantado mi estómago… Esto es lo primero que he podido digerir en los últimos dos días. Gracias.
-No hay de qué, en serio.
-Oye, y Cloe… ¿no es el nombre del pez de Pinocho?
-¡No! ¡Esa es Cleo! Cle-o. Deberías revisar los clásicos de Disney, ¿no crees?
Latifa rió con ganas. Me preguntó si vivía cerca e insistió en acompañarme. Y así llegué esa noche hasta el portal de mi casa, escolatada por un fabuloso cuerpo escultórico de tez chocolate trufada de brillos, plumas y tejidos metalizados. Le hice prometerme que al día siguiente intentaría comer un poquito más. Le advertí de que a ningún hombre le gusta un cuerpo esquelético, y eso pareció funcionar.
Nos despedimos con un abrazo; Latifa me regaló una de las plumas violetas que adornaban su cabeza. Cerré la puerta pero me quedé contemplando a través de los barrotes el contoneo de su figura al andar calle abajo. Un ser de la noche con el corazón roto.
El aullido de un perro me devolvió a la realidad, aunque me pareció más bien el lamento de otro ser nocturno que, generosamente, acompañaba a Latifa hasta el lugar donde le esperaría un sueño reparador. El primero de los últimos dos días.