jueves, 22 de diciembre de 2011

El día de la 'drag queen' con el corazón roto

La semana anterior a las navidades se había convertido en mi particular día de la marmota. ¡Incluso parecía que sonaba la misma canción en mi radio-despertador cada mañana! Simon me pidió doblar turnos en el Sundae Nights, porque justo esos días se sucedían comidas y cenas de estudiantes y algunos trabajadores sin complejos, ávidos de un menú económico para despedirse antes de las vacaciones, unos, y fingir buen rollo empresarial, los otros. A cambio, me daba vía libre la semana siguiente para poder visitar a mi padre en Copenhague. No cesaba de pensar en paisajes nevados y galletas de canela recién horneadas cuando los primeros acordes de "Last christmas" me arrancaban del más profundo de mis sueños tras haber cerrado tarde el local la noche anterior. Parecía la única forma de convencerme de que este esfuerzo terminaría valiendo la pena dentro de unos días.
Ya me quedaban sólo un par de largas jornadas antes del viaje. El horario de comidas lo abarrotaron grupos de empleados de compañías pequeñas y jóvenes (no podría imaginarme a los directivos de alguna farmacéutica invitando a sus trabajadores a una comida navideña a base de hamburguesas y perritos calientes, la verdad); en cambio, a última hora de la tarde tuvimos a los estudiantes.

En general, hacen más ruido y pueden ponerse bastante pesados, pero a mí me hacen el trabajo más divertido. Juego a averiguar de qué facultad proceden buscando pequeñas pistas. Por ejemplo, si las patatas y los refrescos están dispuestos en una perfecta simetría sobre las mesas durante la cena, no cabe duda de que vienen de alguna Ingeniería. Si les pesco dibujando ondulaciones y figuras abstractas con el ketchup y la mostaza, sé que son los de Bellas Artes. Los más escandalosos, que convierten cada reunión en una especie de programa chillón de entrevistas sin pelos en la lengua, siempre resultan ser los de Periodismo. Y así iba entreteniendo la noche.

Terminando el postre los estudiantes, entró en el local una 'drag queen' en toda regla. En un primer segundo, todos los ojos fueron directos a las plumas violetas que adornaban su cabeza, o a las aparatosas plataformas de espejitos plateados. Pero una vez el imponente cuerpo tomó asiento en una mesa escondida en la esquina, todo el mundo volvió a interesarse por su actividad, a saber, rebañar los últimos restos de salsa de chocolate o hacerse con alguna migaja perdida de la tarta de manzana.

Observé unos instantes más a la estrambótica figura antes de acercarme a tomarle nota. Era de raza negra , y cubría sus musculosas piernas con una malla de vinilo morada. No tenía implantes en el pecho bajo el ajustado ‘body’ gris metalizado, que remataba con una gruesa cadena de eslabones de plata. De sus orejas colgaban larguísimos pendientes como de lágrimas. El maquillaje estaba calculado y en armonía con el modelito. Violetas y purpurinas metálicas enmarcaban los ojos, prácticamente ocultos por unas pestañas postizas como patas de araña. Ya en esta parte reparé en que no es que sus ojos estuvieran ocultos por la artificiosidad de las pestañas, sino que estaban verdaderamente escondidos. Deliberadamente. La misteriosa 'drag queen' miraba al suelo, y parecía triste.

Los estudiantes de la última mesa acababan de pedir la cuenta. Y justo ahora me tocaba ir a comunicarle que la cocina estaba ya cerrada… Quise hacerlo con tacto.

-Disculpa… Hemos cerrado ya la cocina…

La 'drag queen' me miró, sosteniendo todo el peso de las patas de araña que le crecían de los párpados chocolate. Tenía las pupilas enormes, y negras como cuevas. Me dieron ganas de abrazarla, pero me reprimí, claro.

-No importa. De todas maneras, no me entraría ni un bocado.

La 'drag' me contestó con un español perfecto, aunque tamizado por un elegante acento que a mí me pareció francés. Apartó la mirada para descansarla sobre el servilletero.


-¿Puedo traerte entonces algo de beber?-le pregunté, un poco inquieta.

-Un whisky doble sería perfecto.

-…Eh… Vale…


No tenía muy claro si en la dulce y luminosa Sundae Nights quedaría alguna botella de whisky. Al menos, nunca nadie lo había pedido para acompañar la hamburguesa. Pincho, el cocinero, que estaba ya recogiendo, me dijo que le sonaba haber visto una guardada en el suelo del almacén. No tardé mucho en encontrarla.

Los estudiantes salían por la puerta y yo dejaba sobre la mesa de mi último cliente un enorme vaso de whisky con hielo.


Mientras recogía las mesas y limpiaba la barra, la observaba con disimulo. El whisky iba bajando de nivel a un ritmo espectacular. Aunque mi misterioso personaje permanecía con una languidez inquebrantable, sin atisbo alguno de descomposición ante el efecto del alcohol. Había algo en su imagen que me arrancaba ternura, pese a la extrañeza del cuadro.


Decidí acercarle un pequeño cesto de patatas fritas frías que había quedado huérfano en la cocina.


-No te puede sentar bien eso si no tienes nada en el estómago -me atreví a comentar, con una sonrisa, haciendo caso omiso de ese cuestionable consejo universal de “no te metas donde no te llaman”.

La 'drag queen' torció la boca y al final le pudo una sonrisa que quiso convertirse en carcajada pero se quedó en resuello. Parecía que le hubiese costado toda una vida ese gesto.

-Gracias… eh...

-Cloe.

-Gracias, Cloe. Yo soy Latifa.


Durante las dos horas siguientes, pasaron varias cosas. Terminé de recoger todo el local, me senté con Latifa a acompañar su inadecuada cena, Pincho se fue a casa no sin antes dedicarme una mirada atónita, y apagué el luminoso exterior para indicar que el local estaba cerrado. Solo quedábamos Latifa, yo, y su dolorosa historia de un corazón roto.

Me sentí como una insensible por no haberme dado cuenta nunca de que las 'drag queen' también podían sufrir de mal de amores, como también les pasa a las estrellas de cine, aunque haya una considerable diferencia de glamour, claro. No sé de qué manera contemplamos, divertidos, a estos estrambóticos seres de la noche, y no nos los imaginamos fuera de ese escenario de brillos, alcohol, mentiras y disfraces. Como si no tuvieran una vida al cierre del club, una casa a la que volver, una factura que pagar o un beso que sentir sobre los labios. O un “ya no te quiero” esperando detrás de la puerta, como un vulgar ladrón.

El extremo de una de las fantásticas pestañas de Latifa comenzaba a despegarse y la sombra en los párpados se cuarteaba por momentos. Pasaba la medianoche, y Latifa también se estaba convirtiendo en calabaza.

Devorábamos el último pedazo de pastel de manzana, que había recalentado en el microondas tras rescatar de la cocina. El jugo de la manzana caliente bañada en crema de vainilla estallaba en mi boca, y hasta Latifa parecía haber relajado la sonrisa. La escena se había vuelto extrañamente familiar.

-Latifa, creo que vas a necesitar una manzanilla triple después de esto... –comenté.

-Ay, diablillo, si supieras lo que ha aguantado mi estómago… Esto es lo primero que he podido digerir en los últimos dos días. Gracias.

-No hay de qué, en serio.

-Oye, y Cloe… ¿no es el nombre del pez de Pinocho?

-¡No! ¡Esa es Cleo! Cle-o. Deberías revisar los clásicos de Disney, ¿no crees?

Latifa rió con ganas. Me preguntó si vivía cerca e insistió en acompañarme. Y así llegué esa noche hasta el portal de mi casa, escolatada por un fabuloso cuerpo escultórico de tez chocolate trufada de brillos, plumas y tejidos metalizados. Le hice prometerme que al día siguiente intentaría comer un poquito más. Le advertí de que a ningún hombre le gusta un cuerpo esquelético, y eso pareció funcionar.

Nos despedimos con un abrazo; Latifa me regaló una de las plumas violetas que adornaban su cabeza. Cerré la puerta pero me quedé contemplando a través de los barrotes el contoneo de su figura al andar calle abajo. Un ser de la noche con el corazón roto.

El aullido de un perro me devolvió a la realidad, aunque me pareció más bien el lamento de otro ser nocturno que, generosamente, acompañaba a Latifa hasta el lugar donde le esperaría un sueño reparador. El primero de los últimos dos días.

miércoles, 23 de noviembre de 2011

El día del Plan Universal (Anexo: La explicación de Raúl)

Como ya le advertí, Cloe no llegó a casa a tiempo de reunirse con ese chico de nombre tan raro…eh… Asier, eso. Testaruda, esa chiquilla. Supongo que al menos entendería por qué estaba él allí. O, al menos, en parte. Claro, hace un par de semanas, en la noche de Halloween, ella no pudo saber que ese chico sí había visto los carteles que ella puso para buscarle. ¡Por supuesto que los vio! Estaban por todos lados, ¡ya había que estar cegato! También supo que ese reclamo iba dirigido a él, y que la chica que firmaba, esa tal Cloe, sólo podía ser una. O quería con todas sus fuerzas que fuese ella. Esa chica que salió corriendo nada más conocerle, y que le había parecido vislumbrar repetidamente en distintos puntos de la ciudad, siempre a lo lejos, para desaparecer en el siguiente parpadeo.

La chiquilla, Cloe, le estaba esperando esa noche, sin saber que él caminaba hacia su casa, vestido con su traje de trabajo de la Casa del Terror, un moderno Eduardo Manostijeras, verificando casi con obsesión la dirección escrita en el cartel. Este chico, Asier, ¿no?, llegó hasta el portal, y entonces vio a una tropa auténtica de gente disfrazada como él. Se quedó de piedra. ¡Menuda cara puso!

Les estuvo observando un rato, desde la acera de enfrente. No parecía encontrarse muy bien. Debió de sentirse insignificante, como un clon más tirado de serie. Se sintió extraño dentro de ese traje, hasta parecerle ridículo. La vergüenza le empujó definitivamente hacia delante, pasando el portal, y decidió meterse en un bar a tomar algo, aprovechando que había también celebración de Halloween y su extravagante atuendo no llamaría la atención.

Salió de allí un rato después, sintiendo ya tristeza y arrastrando los pies. Entonces, como en otras ocasiones, divisó en la acera de enfrente, a unos metros, un reflejo de pelo anaranjado. En el parpadeo siguiente, unos brazos grandes servían de almohada a esa cabeza. No esperó a parpadear de nuevo, y sin querer sacar conclusiones, Asier volvió a casa.

Esa cabezota, Cloe, no podía saber nada de esto, ¡sólo faltaba!, pero digo yo que ahora entenderá al menos que Asier sí vio el cartel. Y que ha vuelto. Bueno, para ella nunca antes había estado ahí, claro…  En fin, que me estoy enredando mucho con esta historia y a mí, después de todo, ni me va, ni me viene. Ahí estén persiguiéndose por la ciudad o lo que les dé la gana. Yo tengo mucho que hacer, soy un hombre ocupado… Y si les sigo echando un vistacillo a las líneas de sus nombres en mi mapa, pues es por pura curiosidad, no sé, por saber cómo va a terminar esto… ¡A mi edad también tendré derecho a un poco de diversión! ¡Vamos, digo yo!

lunes, 21 de noviembre de 2011

El día del Plan Universal (2ª parte: Fuera del mapa)

Comenzamos el camino a pie, y el hombre aprovechó para echarme una buena bronca sobre la fatalidad de los chantajes a la tercera edad y la mala educación de los jóvenes del siglo XXI. Cuando, al cabo de un rato, se dio cuenta de que yo, en realidad, no era tan maleducada, dejó de resoplar y me dijo que se llamaba Raúl y que era uno de los veteranos del oficio. Subimos por el ascensor de un edificio corriente, de oficinas, y me llevó hasta la azotea. La vista era espectacular, los tejados del centro de la ciudad estaban guarnecidos por el esponjoso sol de noviembre. Raúl me hizo un gesto para que me acercase hasta el balcón.


-¿Qué ves?

-Nada. Los tejados.

Me tendió unas gafas que se sacó del bolsillo de la gabardina. Esperó a que me las pusiera y mirase de nuevo al horizonte.

-¿Y ahora?

De pronto, los tejados desaparecieron ante mí. O no, pero podía ver a través de ellos. ¡Podía ver a través de todo, de los muros, de los árboles, de las planchas metálicas! Y además, regulaba yo misma la distancia con tan sólo enfocar un punto, como si mis ojos fueran un zoom fantástico que me acercaba y me alejaba de cada objeto en cuestión de segundos. Y lo mejor de todo es que podía vislumbrar a personas, a toda la gente que yo conocía, encendidos con un halo de luz coral. Les podía ver caminando, sentados en sus casas, trabajando… Moviéndose con líneas del mismo color bajo sus pies, que marcaban su itinerario… ¡Como un mapa de vida!

-Esto es… Es… ¡Asombroso!

Así, desde un plano superior del mundo, desde fuera del mapa, pude ver a mi amiga Coco pintando su apartamento, y echando un vistazo nervioso al teléfono de forma casi compulsiva. Entendí que no debió de haber pasado la noche con Jaime, un chico al que había conocido hacía poco y que le estaba dando algunos dolores de cabeza. Sus líneas rojas marcaban luego su camino a la calle, donde, precisamente, estaba previsto que se encontrase con Mikel. Mikel tendría que llegar desde su casa, según este extravagante mapa, y tras cruzarse con Coco su nombre estaba recuadrado sobre una mesa de su café favorito.

En la parte oeste de la ciudad reparé en Simon, mi jefe americano en la hamburguesería, que estaba en el Museo de Ciencias Naturales con sus hijos, los gemelos Sean y Will. En la sala contigua, me sorprendió ver a Jaime acompañado de una chica que yo no conocía, y que estaba recuadrada con el nombre de Bea.

Las horas siguen su curso, y todos los títeres de esta ciudad cumplen su itinerario como relojes.

Mikel se sentó a tomar un café con un chico recuadrado como Pablo, y justo detrás de él, en la mesa contigua pero dándole la espalda estaba... ¿Será posible? Era Viola, una chica italiana que fue el amor platónico de Mikel durante años y que volvió a Siena para estudiar en la universidad de allí… ¡No sabíamos que había vuelto! Madre mía, se estaban dando la espalda y no podían verse, pero ahí estaban, a pocos centímetros, casi podrían rozarse con los jerseys… Miré las líneas rojas bajo sus pies y no, no habría cruce posible, Mikel se levantará y se irá por la puerta sin darse la vuelta, lo que significaba que ella no le habría visto y no podría llamarle para detenerle… ¡Mierda! Me quité las gafas y miré a Raúl, histérica.

-¿No podemos hacer nada? ¡Están a pocos centímetros y no se van a ver!

-No es relevante –me contesta Raúl, tan ancho.

-¿Cómo que no es relevante? ¡Él perdió el contacto con ella, pero la quería muchísimo y probablemente ella también a él, pero sus padres la obligaron a hacer la universidad en Italia y ….!

Raúl me miraba con una media sonrisa, como se mira a una niña que lanza su batido con rabia contra la sede del Fondo Monetario Internacional, como si con ese gesto pudiera solucionarlo todo.

-Así es como tiene que pasar.

-¡No!

-Sí, chiquilla, y ahora recuerda que teníamos un trato. Calladita, ¿te acuerdas?

Me tragué toda mi estupefacción como pude, volví a ponerme las gafas, y seguí mirando.

Coco estaba en la calle, y como se había cruzado con Mikel, la charla con él la había demorado varios minutos. Llegó tarde a sus clases de claqué en una escuela que está detrás del Museo de Ciencias Naturales. Pasó por delante del vetusto edificio barroco algo después de que Jaime y la chica a la que ahora cogía de la mano, Bea, hubieran abandonado la exposición. Bajaron a la boca de metro que nace en la misma calle del museo, y Jaime y Bea se despidieron con un beso que despejaba toda duda. Volví a arder de furia. A sólo tres metros en la vertical de ese beso subterráneo, Coco se tropezó con los gemelos, y Simon, con gran amabilidad, le pidió disculpas y agarró a sus fieras desbocadas.

Empecé a tener ganas de salir de aquel teatro de locos; al final este trabajo no resultaba tan divertido como imaginé. Eché un último vistazo a mi barrio, buscando mi edificio. De pronto, me llamó la atención un recuadro encendido justo en el portal. Su nombre estaba escrito en mayúsculas y el estómago me dio un vuelco. ASIER. Estaba frente al portal, y tocó el timbre del telefonillo. Estaba llamando a mi piso. Me giré de nuevo a Raúl y le lancé las gafas.

-¡Tengo que irme!

-Da igual, no vas a llegar. No hay mucho más que hacer.

-¡Pero…! –miré las líneas de nuevo, para descubrir que estaba en lo cierto.

-Tenías que haber estado en casa a esta hora, y entonces os hubierais encontrado, pero te encabezonaste en venir conmigo… Tampoco es relevante, no supone un gran cambio en el Itinerario General…

Me quedé con la boca abierta, no se me ocurría qué más decir…

-Y ahora, ¿me devuelves mi libreta?

Tendí el bloc al bueno de Raúl y empecé a aceptar mi derrota. Él también me había tendido una pequeña trampa.

-¿Te has divertido? –me preguntó, irónico.

-No, no tanto como creí.

Me di la vuelta para dirigirme hacia la puerta que da al ascensor. Oí a Raúl llamándome.

-¡No olvides que esto es tan cierto como tú quieras creer! En realidad, nada ha cambiado, ¿a que no?

Negué despacio con la cabeza, intentando comprender el sentido de aquello. Entonces caí en que sólo trataba de confortarme. Le sonreí.

-Me ha gustado conocerte, Raúl. Saber que sois de verdad. –el hombre asintió, complacido-. Sólo que deberías retirarte, ¿no crees? ¡No puedes ir perdiendo tus notas por ahí!


domingo, 13 de noviembre de 2011

El día del Plan Universal (1ª parte: Dentro del mapa)

Se supone que están ahí, entre nosotros. Son hombres y mujeres de gabardina gris que saben lo que va a pasar, que tienen la información suficiente para ir pronosticando cada uno de los acontecimientos, grandes o pequeños; como vigilantes que confirman que cada movimiento sucede en el sitio y a la hora esperada. Y si no es así, simplemente reajustan algún detalle para que todo vuelva al itinerario establecido. Esto no lo digo yo, claro, sino el escritor de ficción Philip K. Dick allá por los años 50. ¿Y quién soy yo para contradecir tan fecunda imaginación e inteligencia? Pues nadie, claro.


No me gusta la idea de tener un plan, de que todos lo tengamos. No me refiero a un plan cualquiera, como ir al cine, sino a EL PLAN UNIVERSAL (¡ay, madre, en qué jardín me estoy metiendo!). Resulta un incordio pensar que, hagas lo que hagas, el producto será el mismo. De hecho, nadie debe de creérselo porque, de ser así, si realmente nos tragáramos el cuento de EL PLAN, estaríamos todos tan tranquilos en casa esperando que pasaran las cosas, ¿no? Y no nos preocuparíamos ni lo más mínimo por nada porque todos los sentimientos serían superfluos. Vale, sí, hasta aquí creo que hay coherencia.  

El caso es que, pese a todo, a mí siempre me ha hecho gracia la idea de Philip K. Dick de infiltrar por las calles a personas con conocimientos por encima de lo humano, que nos contemplaran con distancia, como si fuésemos títeres pegados a un decorado. Y todo porque me daba envidia, en realidad… ¡Lo que ellos podrían saber y lo que se reirían a lo largo del día con nuestro ir y venir caótico, como trompos locos! ¡Ya me gustaría a mí ese trabajo!

Pensaba en todo esto sentada frente a la fuente del parque cercano a mi casa, disfrutando de un día luminoso y templado que se había colado a estas alturas de noviembre, y todo esto empezó porque anoche, en casa de Coco, vimos una película basada en la historia del escritor, que consiguió perturbar un poco mis sueños.

Abrí el periódico que llevaba, y antes de terminar el artículo, un hombre se sentó junto a mí. No pude evitar mirarle por el rabillo del ojo, es una manía que tengo, y tuve que contener la risa al encontrarme con un señor que rozaba los 60, vestido con una gabardina gris y un sombrero de ala en el mismo color. ¡Vaya casualidad! Recordé estos sueños en los que eres medio consciente y vas creando tú misma la historia, haciendo aparecer y desaparecer a la carta a los personajes que pueblan tu imaginación y tus deseos más secretos.

Continué a mi periódico, pero ya sin prestar demasiada atención. La idea de tener sentado a mi lado a uno de estos vigilantes supremos era demasiado tentadora para mi fácilmente excitable imaginación. Así que, en las siguientes miradas furtivas, capté su grueso bigote blanco, sus zapatos negros recién pulidos, la pluma estilográfica azul zafiro que sujetaba en una mano… Y el ligero bloc de notas que sostenía con la otra y apoyaba sobre sus piernas. Agucé la vista un poco más para descifrar los garabatos rojos de la página. Había varias líneas dibujadas a lápiz, y otras tantas en rojo con pequeñas leyendas recuadradas. Parecían líneas de autobuses sólo que no había números dentro de los recuadros, sino nombres… Probé con el recuadro más cercano a mi ángulo de visión, y parecía que podía vislumbrar una C… luego una L… Las sospechas se iban amontonando tirando de los músculos de mi espalda, cuando un tremendo viento huracanado me arrancó de cuajo el periódico y dejó al hombre sin su bloc.

Ambos parecieron cobrar vida por un momento, y los seres de papel emprendieron la carrera en paralelo a la fuente, jugándose la vida a escasos centímetros de la fatal agua, a la vez que yo me incorporaba de un salto, con más reflejos que el hombre, y me ponía a correr hasta darles alcance.

Cuando al fin lo conseguí, no pude disimular mi total desinterés por el periódico recogiendo en un gesto ralentizado el misterioso bloc. Las líneas estaban trazadas sobre un mapa de la ciudad que apenas se distinguía, y los recuadros marcaban la situación de las personas… Efectivamente, mi nombre estaba etiquetado justo encima del banco del parque del que me acababa de levantar. ¡No podía ser posible! Pero sólo podía haber una explicación…

Escuché al hombre jadeando detrás de mí y me giré con un inicio de temblor en las manos.

-¡Ya no estoy para estos trotes! –gimió-. Gracias, guapa, por cogerme la agenda. 

El hombre se acercó hasta mí tendiendo la mano, también temblorosa, hacia las hojas que yo agarraba y continuaba mirando con la boca abierta. Sólo podía haber una explicación…

-Usted… ¿Es uno de ellos, verdad?

-Mmm… ¿Cómo?

-Sí, de esos hombres con gabardina gris que vigilan y saben y reajustan. ¿Entonces es cierto?

-Ejem… Mira, chiquilla, no sé de qué estás hablando… Y ahora, si haces el favor de devolverme…

-¿Qué hace mi nombre marcado aquí? ¿En el mismo banco en el que estábamos sentados? ¡A ver si se cree que soy tonta!

 El hombre abrió la boca para decir algo, pero desistió al cabo de unos cuantos balbuceos. Resopló con fuerza.

 -¡Bah, qué le vamos a hacer! Me fallan los reflejos, esto nunca me hubiera pasado hace diez años. Sabía que la ráfaga llegaría por el este, pero me pilló desprevenido… Igual que tú, que parece mentira con la edad que tienes que sigas creyendo en cuentos… ¡Ya nadie cree!

-No es su día de suerte, me temo –le dije sonriendo-. Entonces, es todo verdad. Ustedes existen y hay un plan.

-Bueno, a grandes rasgos… ¡En fin, pero no vale la pena! Mira, tengo prisa, no puedo permitirme estar aquí explicándote nada, tengo que irme ya hacia… ejem… Así que necesito que me lo devuelvas.

Miré el pequeño bloc, y luego al hombre. Me di cuenta de que era mi oportunidad.

-Quiero ir con usted.

-Ni hablar, chiquilla.

-Pues entonces se queda sin sus notas.

Al hombre le cambió el color de cara al amarillo matarratas. Yo luchaba por reprimir mi satisfacción. Le tenía atrapado.

-Venga, chiquilla, ¿no te das cuenta de que es algo importante? No juegues con esto o te quemarás…

-Sólo le pido un día. Quiero ir con usted y ver lo que hacen durante este día. No es gran cosa, a mí luego nadie me creerá aunque lo cuente, ¿no? Le aseguro que no le molestaré más. Pero si no me concede este pequeño capricho, también le aseguro, y no se crea que me estoy tirando el farol, que desapareceré de aquí corriendo con sus notas inmediatamente. Usted decide.

El hombre siguió titubeando; visiblemente estaba pasando un rato de perros.

-No creo que a sus superiores les haga mucha gracia saber…

-¡¡¡¡Basta ya!!! ¡Está bien, niñata del demonio! Vienes conmigo, te quedas calladita, haces lo que yo te diga, me devuelves el bloc, y cuando yo lo diga, te evaporas y olvidas todo esto. ¡Esas son mis condiciones!

-¡Me alegra que haya entrado en razón! Yo le sigo.


(Continuará)

sábado, 5 de noviembre de 2011

El día de los corazones de galleta de Halloween (La noche)

Una vez pegadas las cuartillas-reclamo en un intento de volver a conectar con Asier, ya no había mucho más que pudiera hacer salvo preparar la fiesta de Halloween de la noche. En realidad, ya después del arrebato de romanticismo, calculé las posibilidades matemáticas de que él pudiera ver en las próximas horas uno de los carteles (posibilidad de que estuviese en la ciudad x posibilidad de que estuviese en el corto diámetro de mi barrio x posibilidad de que un papel con un montaje en blanco y negro llamase su atención), y de que, de ser así, se encendiese un recuerdo en su interior que le obligara a apuntar la dirección y dirigirse hasta mi casa esa noche. No eran gran cosa, la verdad. Aún así, notaba cómo mis músculos se agarrotaban progresivamente, cómo mi estómago parecía albergar una verbena y, por mucho que me resistiese, no podía escaparme del hecho de que me estaba poniendo algo nerviosa, ya fuese por un sexto sentido que me mantenía en guardia ante la noche de Halloween, ya fuese por mi bulliciosa e indomable imaginación, capaz de darme la lata en los momentos menos oportunos.

Así que me lié a preparar, con la ayuda de mi amiga Coco, brebajes, gelatinas y otros manjares de aspecto terrorífico para acompañar las galletas de corazón de Eduardo Manostijeras. Quedaron muy logrados unos chupitos sangrientos, hechos con vodka tintado en granadina y con un lichi a modo de ojo en el fondo del vaso. Tan emocionadas estábamos Coco y yo ante nuestra creación, que nadie más pudo disfrutarla, ya que mis extraños nervios y las ganas de mi amiga de empezar la fiesta cuanto antes aunaron su malicia para hacernos caer en la tentación como débiles chinches. Glup.

Después llegó el momento de disfrazarse. Me puse una peluca de largos mechones rubios y un vestido de verano blanco intentado el más difícil todavía de convertirme en Winona Ryder por esa noche. Coco, por otra parte, se ciñó un mono de malla negro al que pegó un enorme número en porcentaje recortado en cartulina Me explicó que se vestía de euríbor, que era lo que más miedo daba a la gente estos días.

Un par de horas más tarde empezaron a llegar nuestros amigos. Y otro par de horas después, el timbre seguía sonando, y cada vez que abríamos la puerta, aparecía alguien vestido de Eduardo Manostijeras reclamando su corazón de galleta.

¡Cómo pude ser tan imbécil! Medio barrio se había dado por aludido con mi cartel y se iban apiñando poco a poco en el breve salón de mi casa, como una siniestra reunión de clones devoradores de galletas. Coco se vio obligada a contarle la historia a nuestro amigo Mikel, para que nos ayudara a interrogar a esa panda e ir haciendo criba. Los disfraces estaban realmente conseguidos, y por eso me fue imposible identificar de primeras a Poli el Lechugas, el frutero del barrio, o a Pincho, el cocinero del Sundae Nights, que habían visto el cartel y, al leer mi nombre, les pareció una idea brillante lo de venir a darme una sorpresa.

Ya después de eso, nada había en ese salón que pudiera alterarme. Los chupitos sangrientos habían logrado serenarme del todo, y el azúcar de las galletas mantenía mi energía por las nubes. Pero el piso se iba desbordando de gente, no era capaz de distinguir una sola cara conocida y decidí escaparme a respirar el aire de la calle durante unos minutos.

La madrugada era fría y sólo había cogido una chaqueta vaquera, así que envolví mi cuello con los largos mechones rubios de la peluca a modo de bufanda y me puse a caminar para entrar en calor. A los pocos metros, alguien berreaba detrás de mí.

-¡Clooooooooooooooooooooooe!

Era Mikel, vestido de Jack el Destripador. Llevaba en una mano una botella y en la otra, una de mis enormes chaquetas de lana. Tres tallas más grande. Me giré justo para ver a mi amigo zigzagueando en mi busca. Se reía como un tonto. Como un tonto que se había bebido el vodka restante de los chupitos sangrientos. La verdad es que tenía su gracia.

-Ponte esto, que vas a coger frío –soltó nada más alcanzarme, tendiéndome la chaqueta. Mikel tenía esa manía de ser como una madre, pero con cromosomas XY y sin haber pasado por embarazos. Le salía natural.

-Mikel, creo que ésta es la primera vez que te veo borracho. ¿Qué has estado bebiendo?

-Un poco de esto… un poco de lo otro… Uno de los Manostijeras me ha preparado una mezcla con no sé cuántas cosas… ¡Deliciosa! –estalló en una mayúscula carcajada con la consiguiente descoordinación de sus extremidades que casi me arrastra al suelo.

Le ayudé a recomponerse y le obligué a sentarse un rato conmigo, en las escaleras de un portal, a la vez que le convencí de que me diese la botella que llevaba en la mano. Sólo era ponche, y me pregunté de dónde habría sacado esa bebida de quinceañera.

-Ni rastro, ¿eh? –volvió a hablar.

-¿Cómo dices?

-Que no está aquí quien buscas.

Dudé unos segundos mientras retorcía con saña uno de los mechones rubios de fibra sintética.

-Ah… Ya. Bueno…

-Mira lo que me vas a tener que agradecer… -me cortó mientras rebuscaba algo en sus bolsillos.

Unos segundos después, me enseñó tres corazones de galleta.

-¡Son los últimos! Uno es para ti, otro para mí, y el tercero, para cuando él venga a recogerlo… Porque vendrá algún día, lo sabes ¿no? Y no hará falta pegar ningún cartel.

La verdad era que no lo sabía, y él tampoco, pero en ese instante me dio igual; su ternura de amigo incondicional me había conmovido, y eso, al menos, era real y estaba ante mí, en aquel portal de una extraña noche de Halloween. Le abracé con fuerza y nos acurrucamos como dos gatos noctámbulos. Devoramos nuestras galletas en silencio, y de pronto, un ruido de tuberías reverberó en su estómago.

-Ups, creo que voy a vomitar.

Cuando subimos a casa de nuevo, me las apañé para echar a la alocada manada de Eduardos, y despedí a mis amigos con la excusa de que a Mikel le había sentado mal la bebida y necesitaba acostarse. Le preparé un puf maravilloso que se convierte en cama, y a los segundos estaba ya roncando. Guardé la tercera galleta en una antigua caja de bombones, por si acaso.

Esa noche soñé que bailaba con Eduardo Manostijeras bajo la nieve, y a la mañana siguiente me desperté como si el viento me hubiera estado haciendo cosquillas en los pies.  

martes, 1 de noviembre de 2011

El día de los corazones de galleta de Halloween (La mañana)

Halloween llegó este año así como de repente, sigiloso y sin avisar. Los turnos de trabajo en el Sundae Nights no estaban ayudándome mucho a finalizar el libro de recetas, y cuando empecé a ver todos los escaparates vestidos de cortinas naranjas y telarañas algodonosas, me pareció una excelente idea incorporar un capítulo temático que incluyese el bocado perfecto ligado a alguna película clásica de estas fechas. Me pasaba las horas de servicio de mesa en mesa con mi imaginación bullendo de míticas cintas de terror, repasando las escenas que recordaba en busca de alguna gelatina, un ponche  o un pastel de calabaza para incluir en el libro. Hasta que di con ello. La imagen me llegó como si un elefante acabase de entrar en una cacharrería, y resultó perfecta. ¡Las galletas-corazón de Eduardo Manostijeras!

Con la previsión de que tenía libre el día festivo, me puse a experimentar en los pocos ratos ociosos con masas y distintas proporciones entre azúcar y mantequilla, después de haberme agenciado unos moldes con forma de corazones y estrellas, y mi piso se convirtió en toda una factoría de dulces en tan solo un par de días. Mi amiga Coco, que huele a leguas la posibilidad de una fiesta, me convenció de que, ya que tenía esa ingente cantidad de repostería, lo menos que podía hacer era celebrar Halloween en casa invitando a todos nuestros amigos. Eso sí, la etiqueta requería disfraz terrorífico a todos los asistentes, no como la última vez, allá por el año 2001, cuando terminamos Coco y yo vestidas de Drácula en el sofá de su casa, viendo Bambi más solas que nada mientras nos despegábamos las palomitas que se nos quedaban atravesadas en los colmillos de plástico.

Ahora que la noche de las calabazas dentadas se había puesto de moda, mis amigos parecían más receptivos a la fiesta y se comprometieron enseguida a asistir, así que Coco y yo nos dedicamos a los preparativos desde por la mañana.

Antes de seguir, tengo que confesar algo. Lo que no le conté a nadie, ni siquiera a mi mejor amiga, es que la imagen de Eduardo Manostijeras y su corazón de galleta me había traído otra escena a la cabeza. Asier. El día que le conocí*, escondido en la Casa del Terror del parque de atracciones, vestido como el héroe imposible de Tim Burton. El traje negro de hebillas, los ojos maquillados como cuevas, los labios encendidos como bolas de navidad… También pensé en cómo volvimos a cruzarnos, en ese extraño episodio en el que me las apañé para ayudarle a salir de un siniestro bucle de gente** que anidaba en el centro de la ciudad; en cómo llegué tarde y no pude retenerle, por segunda vez. Y justo otra vez me enfrento a él, a las fotos de mi memoria, tan solo días después de haber recordado la leyenda de los hilos*** a causa de un pinchazo en mi corazón. Sólo es posible el encuentro.

De pronto, esa idea se disparó dentro de mí como un cohete espacial. Si sólo era posible el encuentro, si los hilos ya estaban tirando para restar metros de distancia, cualquier ayuda extra iría dirigida al mismo propósito, ¿no? El caso es que ni lo pensé, busqué inmediatamente fotografías de Eduardo Manostijeras en internet, imprimí mi favorita y realicé un sencillo montaje del que hice múltiples fotocopias tamaño cuartilla. Aprovechando el buen tiempo y que Coco bajaba al mercado a comprar calabazas, salí corriendo a empapelar todas las farolas y marquesinas que un diámetro razonable me permitía. Cuando terminé, y para justificar ese tiempo, me pasé por un par de tiendas donde compré toda clase de telarañas y farolillos con forma de murciélagos.

A la vuelta del mercado, Coco no pudo resistir la tentación de acercarse a una cuartilla pegada a la parada del autobús 54, que, en blanco y negro, dibujaba la cara de Eduardo Manostijeras sobre un imperativo en letras picudas: “¡Ven a por tu corazón de galleta!”. Bajo esta línea, en un tipo mucho más pequeño, la firma de una tal Cloe junto a su dirección postal.

Coco subió con los ojos entornados. No hace falta decir que tuve que contárselo.

 (Continuará)


 * El día que cumplí la profecía (2ª parte)

** El día del Ocho (2ª parte)

*** El día de la leyenda de los hilos

jueves, 27 de octubre de 2011

El día de la leyenda de los hilos

¿De dónde viene el amor? Aún me recuerdo de niña haciéndole esta pregunta a mi abuela Dorte, la danesa, durante unas vacaciones junto a mi padre. La abuela Dorte era alta y espigada, sin dar la sensación de fragilidad; tenía los ojos como aguamarinas y una melena lisa, en rubio ceniza, que siempre llevaba atada en la nuca con cintas de colores. También con ella utilizaba una mezcla de su idioma y el mío, como hacía con mi padre. Ella aprendió algo de español por un malagueño del que se enamoró locamente un verano en la costa del Sol. No le volvió a ver. Mi abuelo, todo un vikingo al que conoció años después, la hizo muy feliz, pero resulta curioso cómo, tras nacer mi padre, éste repetiría el patrón una generación después perdiendo la cabeza por una mujer española, mi madre. Como si el amor frustrado de mi abuela Dorte hubiera encontrado por fin su camino a través del corazón del hijo. Mi madre no resistió la fría vida escandinava, pero eso ya es otra historia.

El caso es que, como decía, me recuerdo frente a la abuela Dorte, sentadas las dos en su jardín, con esa gran pregunta. ¿De dónde viene el amor? Lo había visto ya en algunas películas, también pintado sobre lienzos y escrito en muchos de mis cuentos, pero nunca nadie explicaba de dónde venía. Quiero decir, por qué una persona en concreto se enamora de otra. De otra con una combinación de cromosomas totalmente única, que la diferencia de los demás. ¡Yo sólo quería saber por qué era esa persona! ¿Por el color del pelo, por su aroma, o quizá por el modo de dibujar historias en el aire con las manos mientras habla? No lograba entenderlo.

La abuela Dorte comprendió enseguida el sentido de mi pregunta, y me confesó, con mucho misterio, que la clave estaba en los hilos.

Los hilos procedían de una antigua leyenda que contaban los habitantes de la extraña isla de Mon, un enigmático trozo de tierra con paisajes lunares al sudeste del país, según la cual los humanos estamos compuestos por una parte matérica, visible –nuestro cuerpo-, y otra invisible y con cualidades mágicas. La idea filosófica del alma cobraba para ellos la forma de hilos, de delgadísimas ramificaciones que se prolongaban desde nuestra parte física y flotaban a nuestro alrededor, envolviéndonos y protegiéndonos. Estos hilos son mágicos, me aseguró la abuela, y también los auténticos responsables del amor.

Los hilos permanecen irrevocablemente ligados a nuestro cuerpo mientas éste está lleno de vida, y por tanto, nos acompañan allá donde vayamos. Yo me los imaginaba como una estela maravillosa con la forma de espaguetis.

Cuando andamos por la calle, o jugamos en un parque; cuando estamos sentados en un cine o saltando olas en el mar, nuestros hilos y los de las personas que nos rodean flotan en el mismo espacio invisible en un orden casi perfecto. Hasta que un hilo se enreda con otro hilo. El enredo se produce a corta distancia, por supuesto, y es imperceptible para las personas implicadas. Solo aquellos poseedores de un sexto sentido son capaces de percibir algo en ese mismo momento, de entender que algo acaba de cambiar. La abuela Dorte me contó que puede suceder en cualquier momento, simplemente al cruzarte con alguien por la calle, sin necesidad alguna de detenerse; las terminaciones de unos hilos con los otros podrían quedar entrelazadas.

Entonces, los hilos quedan ligados sin importar la distancia física que a continuación separe a ambas personas. Las dos siguen haciendo su vida normal, y los hilos van desenrollándose como de un carrete hasta que llegan a su límite. Clic. Es el tirón, que marca el fin de la distancia.


El tirón y el encuentro

El tirón siempre se percibe de algún modo físico, aunque pocos aciertan a distinguirlo. Suele presentarse como un pinchazo, e interpretarse como algo fortuito. Los habitantes de Mon creían que el verdadero tirón se sentía siempre en forma de punzada en el corazón.

A partir del tirón, los hilos no pueden separarse más y ejercerán una fuerza de atracción mágica hasta reunir a sus dueños. En ese punto sólo es posible el encuentro.

 ¿Y por qué unos hilos se enredan y otros no? Fue mi inevitable segunda pregunta. La abuela Dorte encogió entonces los hombros, y, con una paciencia sobrehumana, me habló de cosas que en aquel momento no entendí mucho, como el azar, las energías o el destino, ya no me acuerdo muy bien. Pero no me importó demasiado no entender eso, porque acababa de encontrar la explicación que yo necesitaba para comprender cómo surgía ese hechizo entre dos personas.

 Me encantó descubrirme como un ser mágico, parecido a los que salían en mis libros de fantasía, toda rodeada por delicados hilos invisibles. Adoraba la historia de los hilos, y hacía que me la relatara una y otra vez, cada vez que la veía. Creo que, en algún punto, la abuela Dorte debió preocuparse por mi fijación con la historia, y un día decidió mostrarme su lado oscuro. Me dijo que los hilos no siempre eran infalibles, y que algunos enredos se producían con hilos tan frágiles que se rompían antes incluso de llegar al tirón. Me lo contó con los ojos en otra parte, muy lejos de su habitación, seguramente pensando en ese hombre del sur a quien nunca pudo encontrar. Los hilos entre ellos se rompieron antes de tiempo.

Reconozco que la abuela fue muy perspicaz al desmitificar para mí la antigua leyenda de la isla de Mon, de lo contrario, presiento que mi vida hubiera girado permanentemente en torno al deseo de ese tirón, de esa obsesión con el enredo de los hilos.

Ya tenía casi olvidada la historia, acolchada por telarañas en mi memoria como un bonito recuerdo de mi abuela, nada más. Hacía años que ni se me pasaba por la cabeza… Y justo por eso, me extrañó profundamente que fuese la leyenda de los hilos lo primero en lo que pensé cuando, hoy mismo, mientras untaba el pan tostado con mermelada de mora para desayunar, un claro pinchazo atravesó el centro de mi pecho. Solté el cuchillo de un respingo. Ahora sólo sería posible el encuentro, ¿no?